-El Chancho ya me tiene podrido. Cree que por ser capataz se va a llevar a todos por delante. Mirá, te juro que si no me casara mañana, lo agarraba a las piñas, aunque me dejara sin laburo.

-Calmate, Héctor –le dijo Saturnino-. De última, no es la primera cabronada que te hace. Por ley te corresponden los dos días además de las vacaciones. Así que el Chancho, le guste o no, se la tiene que comer doblada.

El silbato de la planta principal anunciaba que la jornada concluía. Los tornos volvieron a callarse y el mayor bullicio se trasladaba ahora, a los vestuarios.

Mientras se vestían, empezó a explicarle los pormenores de la fiesta, de la ceremonia, de los días que pensaba pasarse en Carapachay y del baile que organizaban en el barrio.

-Te espero. No me vayas a fallar. Venite con tu señora y con los pibes, que hay lugar para hacerlos dormir. Chau… ¡ah!, no te olvides la viola. Chau.

Las últimas palabras quedaron en la puerta de la fábrica. Salió corriendo en busca de la estación. Si perdía el tren de las 18 horas, no llegaba al taller de costura antes de que Nené saliera.

Como todos los días, subió en el último vagón, donde suponía que el boletero ya había controlado al pasaje. En Grand Bourg compraría un buen ramo de flores. Estaba feliz y enamorado.

A juzgar por el desplazamiento de la gente, el boletero se acercaba. Héctor, ducho en estos menesteres, buscó la puerta más cercana para bajar en Kilómetro 30 si fuera necesario. Cuando vio la gorra, el tren entraba en la estación. Bajó y compró las flores. Con una sonrisa de niño y los claveles en la mano, esperó. Cuando Nené le dio un beso, el aplauso festivo de sus compañeras hizo que se ruborizara contestando con una reverencia exagerada.

En su último día de novios, se fueron tomados de las manos.

-Ya llegan -dijo el tío.

-¡A ver, fuerte la marchita! -pidió alguien.

Y al un, dos, tres las voces se dividieron entre el tan, tan, tatam y la marcha peronista. La ocurrencia fue festejada por todos. El vino, las empanadas y los chamamés se adueñaron de la fiesta. Cada tanto, un sapukay destemplado, servía para despabilar a algún borracho que empezaba a cabecear.

-Héctor, te acordás de Hugo, el compañero de la juventud peronista que está afiliando en el barrio. Espero que no te incomode que lo haya invitado -dijo el Chaca.

-No te hagás problema. Al contrario, desde ahora ya sabés Hugo, que esta es mi casa y también podés contar conmigo.

-Gracias, compañero. Es un casorio de primera y el vino, mucho mejor. Mirá que lo de contar con vos me lo tomo en serio, así que preparate para la campaña -dijo Hugo mientras repetía la segunda vuelta de empanadas.

-Eso sí -bromeó Héctor- antes del bombo, necesito un par de semanas para sacarle el gustito al matrimonio.

Los acordes de la verdulera, que tocaba un tío, y un par de guitarras que lo acompañaban, arrancaron con el vals.

Héctor se acomodó el saco y, entre risas y aplausos, encaró decidido hacia la novia que ya lo esperaba adornando el patio de tierra.

El baile, enancado en la alegría, viajó por la noche del pueblo. La madrugada obligaba al mate. La ronda, cada vez más compacta, se llenó de voces. Perón en el exilio, la juventud, Cámpora, la movilización y algún sapukay ronco de vino eran sus habitantes.

            Cuando volvió de su luna de miel, la unidad básica ya había sido inaugurada. El local, haciendo esquina, fue cedido por una familia santiagueña que tenía una deuda de gratitud con Perón. Palomeque y los hijos de don Arévalo colaboraron entusiasmados con la idea de que su casa fuese el centro de la actividad del barrio.

Fuente de la imagen

Don Arévalo, gallero y viejo ferroviario, había sido corrido de su provincia natal por la Revolución Libertadora. Eran tiempos de reivindicación y de revanchas.

La marchita sonaba por los altoparlantes. La gente humilde desfilaba por la unidad básica buscando su boleta. El miedo al fraude se había generalizado. La juventud organizaba la movilización del triunfo, segura de la respuesta de su gente. A la noche se reunirían, después de la votación, para seguir el escrutinio. Las mujeres preparaban empanadas.

El barrio entero estaba de fiesta, sin saber que alguna vez también el luto los hallaría unidos. Ezeiza fue su bautismo de fuego.

-¡Pero estos hijos de puta tiran en  serio!  -dijo Héctor.

El Chaca, a su lado, alcanzó a tirarse cuerpo a tierra cuando una bala le silbó sobre la cabeza. El desconcierto se apoderó de todos. Las ambulancias del Ministerio de Bienestar Social hacían galas de total impunidad. Héctor se trepó a un árbol para ver lo que pasaba. Los gritos de auxilio se confundían con las consignas.

-¡Nos  están  dando  como  en  la   guerra!   -confirmó-. Avisale a los muchachos que retrocedan, que saquen a las mujeres y a los pibes del barrio primero.

Palomeque transmitió la orden de retirada. Los chicos lloraban. La abuela de Norma tuvo un ataque de histeria y se la llevaron en andas. Nadie sabía nada con certeza. La confusión era total. Los altoparlantes pedían calma y avisaban que el General había sido trasladado a un lugar seguro.

-Seguro -dijo Héctor- El General en un lugar seguro y nosotros, como boludos, dando la vida por Perón.

-Héctor, juntá a los compañeros de la juventud y armen los cordones para que el barrio no se desparrame -ordenó Hugo, organizando la retirada hacia los micros.

-Calma, compañeros -pedía Héctor- Retrocedamos despacio que no va a pasar nada.

El Chaca y un grupo de cadeneros cuidaban la retaguardia. Héctor iba y venía serenando los ánimos. Hugo ya se había reunido con la cabeza de la columna y esperaba órdenes.

Una hora, dos. La marcha se hacía difícil por lo compacto de la movilización. Los micros esperaban sobre la avenida General Paz. La indignación de muchos se confundía con las sonoras puteadas de algunos, que rompían viejos carnets de afiliación. Ezeiza le sirvió a Héctor para crecer. El General se sirvió de todos.

Su proceso fue lento, aún más después de la adopción del niño. A Marito lo recogió Nené después del accidente. Su verdadero padre, borracho, incendió la casilla en que vivían pereciendo junto a otras dos criaturas que se hallaban dentro. El niño salvó su vida por milagro, por estar jugando afuera. La gente se solidarizó de inmediato, cobijándolo.

Héctor y Nené lo adoptaron en forma definitiva. Su amor por ese niño abandonado se acrecentó día a día. Depositaban en él toda la ternura, postergada por frustrados embarazos.

-Cuando pienso en Marito, se me hiela la sangre. Vos tenés que entenderme Hugo, no es lo mismo. Tengo miedo. Pero no miedo por mí, sino por el pibe, por Nené. Marito sufrió tanto que si nos pasa algo a nosotros, creo que se me muere. ¿Entendés? Además, ya no es igual que antes. Antes había que traerlo al Viejo y ahora que lo trajimos, ¿Qué? Nos cagaron a tiros en Ezeiza. Nos echó de la plaza. Ahora, resulta que somos infiltrados, pendejos y qué sé yo cuántas cosas más. Estoy jodido, hermano. Y para colmo, me traés a comer a un lugar cajetilla, donde te sirven el postre junto con la comida -concluyó.

Era evidente que la suprema de pollo a la Maryland no le había gustado. Tampoco el proceso. Hugo trató de explicarle por qué debía seguir adelante. Por Marito no podía aflojar. Tenía que dar el salto o retroceder definitivamente. No había más opciones.

La comisión interna había decretado el paro. Héctor organizó su sección para defender la fábrica. A último momento se enteraron de que el sindicato los había dejado solos. El delegado negoció con la patronal y les pidió que desalojaran los talleres sin violencias. Prometió que todo se arreglaría.

Estaban entre dos fuegos. Si no abandonaban la fábrica, la guardia de infantería los sacaría por la fuerza. Ya la habían rodeado. Por otro lado, si la entregaban, seguramente las represalias caerían sobre la comisión interna. Votaron.

El presidente de la empresa garantizó con su palabra que nada pasaría.

-No se van a tomar represalias -afirmó. Los talleres fueron desalojados después de una toma pacífica de dos días.

En la noche, los camiones entraron al barrio. Los Arévalos fueron sacados de a uno y golpeados brutalmente en la puerta de la antigua unidad básica.

Al viejo gallero, un culatazo le arrancó los pocos dientes que le quedaban. Norma, una vecina, fue arrancada de la cama. El tío -en pedo- quiso defenderse creyendo que eran ladrones. Un certero disparo de itaka lo incrustó contra la pared del fondo, antes de que alcanzara a abrir su navaja.

Héctor fue arrastrado hacia la calle. Alcanzó a ver como Nené se aferraba a la cama, llorando. Marito miraba aterrado. Lo encapucharon, mientras lo golpeaban. Atado como a un fardo, lo tiraron -aún vivo-  a la caja del camión.

Cayó en el naufragio sobre otros, que se hundieron junto a él, en la noche que aún nos habita…

DANIEL OMAR GRANDA

*Si alguien está interesado en conseguir en papel el libro “La Bitácora de un naufragio”, que contacte conmigo en la dirección: icaro@miguelgranda.com

*El próximo Lunes día 22 de Febrero un nuevo relato.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial
RSS721
Facebook1k