Cuando el tren se detuvo en el andén principal de la vieja estación de Constitución, era de noche. Recogí la pequeña maleta que llevaba y me dispuse a bajar. El trámite se hacía lento por la cantidad de familias, con críos e infinidad de bultos, que venían desde el interior a probar suerte en Buenos Aires. En oleadas y a paso cansino, llegamos al hall central de la estación. Allí le pregunté a un guarda del ferrocarril por la dirección de Ariel que traía, celosamente anotada, en una hoja del cuaderno de mi hijo, el más chico. Me indicó que era cerca, que no valía la pena tomar colectivo y entonces, me dispuse a caminar. Crucé la plaza en diagonal y tomé por la calle Salta hacia el centro de la ciudad, tal como me habían indicado. Por temor a equivocarme, volví a preguntar en un quiosco de diarios, confirmando que me hallaba a escasas cuadras de mi destino. Al llegar frente a las rejas del viejo conventillo, suspiré aliviado. Me daba miedo Buenos Aires; pero más miedo le tenía a las posibles represalias, que podían tomar conmigo, solamente por haber participado en aquella huelga justa e inservible. Sabíamos que contra los milicos llevábamos todas las de perder. Que no teníamos ninguna posibilidad de negociar mejores condiciones laborales, ni seguridad para los trabajadores pero, a pesar de todo, decidimos luchar. Paramos la producción porque empezaron deteniendo a algunos delegados y la cosa ya no daba para más. A mí tampoco me quedaba otra alternativa que conseguir algún trabajo en Buenos Aires; si quería vivir y traer conmigo a la familia. En mi pueblo no podía quedarme un día más, porque no iban a tardar mucho en salir a buscarme, acusándome de cabecilla del paro y de la huelga en general.

Al vernos con Ariel, nos abrazamos como si el tiempo no hubiese pasado para nosotros. Ariel hacía años que había emprendido la misma aventura y se mostraba satisfecho con la estabilidad alcanzada en esta enorme ciudad.

-¡Al fin te decidiste, Saturnino! Me alegro por vos y espero sinceramente que te vaya mejor que en el pueblo. Vas a ver como todo mejora: “No hay mal que dure cien años” –dijo sentenciando con esa frase tan repetida.

-¡Sí, y sobre todo, tampoco hay cuerpo que lo aguante! -le respondí completando la misma frase y riendo volvimos a fundirnos en un abrazo.

Hacía años que no nos veíamos y teníamos muchas cosas para contarnos pero igual, decidimos charlar por la mañana, mientras tomábamos mate, porque los dos debíamos levantarnos temprano. Ariel para ir a la fábrica y yo, para empezar a buscar trabajo. Se disculpó por no ofrecerme mayores comodidades porque, en una de las dos piezas que ocupaba en el conventillo, alojaba momentáneamente a unos tíos también llegados del interior.

-Por esta noche te vas a tener que arreglar como mejor puedas- dijo.

-No te hagas problema, viejo  -me apuré en contestarle-  Con el frío que está haciendo, te aseguro que con un catre y un par de mantas la paso bien en cualquier parte.

-¡Mirá, para que no te jodan los chicos, podés tirarte  en el cuartito que hay en el fondo! ¡Está lleno de trastos viejos, pero por esta noche va a servir!  -señaló Ariel, indicando el codo del patio trasero del conventillo.

-Esperá un momento -dijo y entró en su pieza.

Me puse distraídamente a mirar aquel viejo edificio. La puerta de entrada, era de hierro, con su parte superior con rejas pintadas de negro. Estaba hecha una calamidad. Tenía tanto óxido que de milagro funcionaba. El frente del edificio, que daba a la calle Salta, consistía en un pequeño muro, de un metro y medio, lleno de moho y con las rejas tan herrumbradas como las de la puerta de acceso. Las piezas del conventillo se alineaban sobre el costado del patio central, menos las que daban hacia el fondo que terminaba haciendo un codo al final del patio. A un lado del mismo, se veían dos o tres salas grandes; por lo menos era lo que se podía apreciar desde donde estaba. Tenía la seguridad, sin poder verlas, que enfrentándolas se hallaban las cocinas que correspondían a cada uno de los departamentos.  

Fuente de la imagen

El piso del patio, de grandes baldosones con guardas de colores, no estaba en mejores condiciones que el resto de la casa. Por todos lados se veía el paso devastador del tiempo, con un patio caótico de baldosas rotas y las que quedaban sanas, estaban tan agrietadas que parecían rotas. Por toda iluminación, una bombita de 40 voltios, flotaba en el aire nostálgico del conventillo.

-¡Ya está, che! -me dijo Ariel, saliendo de su cuarto. ¡Te conseguí dos frazadas que me afané de la colimba! En la pieza hay una cama vieja y espero que todavía sirva.

Sin decir más, tomé la almohada que me alcanzaba y nos fuimos hacia el fondo. Estábamos llegando cuando empezó a mascullar frases ininteligibles. Se disgustó al comprobar que las persianas de la pieza, de hojas exteriores metálicas, estaban cerradas con una cadena y un viejo candado de grandes dimensiones.

-¡Ésta es la Gallega! -aseguró refiriéndose al candado. ¡No sé quién carajo se va a robar algo, si todo lo que hay aquí son porquerías inservibles! ¡Aguantame un cachito que ya vuelvo! -sin esperar un comentario de mi parte, me dio las frazadas que tenía en las manos y se fue a pedirle las llaves a la encargada.

Poco tiempo después volvió con un manojo y febrilmente empezó a probarlas en el candado, hasta que el mismo cedió ruidosamente.

Entramos. Encendí un fósforo para encontrar la perilla de la luz que accioné en vano un par de veces.

-¡Debe estar cortada! –dije conciliador.

-¡No! -aseguró Ariel-. ¡Seguro que está quemada la bombita! ¡Te vas a tener que arreglar sin luz, hermano! ¡Espero que no le tengas miedo al Cuco! –bromeó, mientras buscábamos a tientas la cama y el colchón que no aparecían por ningún lado.

En realidad, aunque no le tuviera miedo, no me agradaba la idea de quedarme en esa pieza toda la noche a oscuras. Instintivamente miré el reloj y metí la mano en el bolsillo del pantalón;  recordé que tenía dinero para comer sólo una vez al día hasta que consiguiera algún trabajo.

-¡No te hagas problema! ¡Con el sueño atrasado que tengo, si viene el Cuco, le hago un lugar en la cama y sigo durmiendo! -contesté siguiendo con la broma.

Tendimos la cama y Ariel se despidió, no sin antes volver a disculparse por lo precario de su hospitalidad.

-En la cancha se ven los pingos, Ariel. Lo importante es que lo poco que tenés lo compartís con los compañeros y, con un nuevo apretón de manos, convinimos en tomarnos unos mates y charlar por la mañana.

Me desvestí y me metí en la cama. Traté de arroparme como pude con las escasas cobijas para entrar en calor. Estaba calado hasta los huesos con ese frío húmedo y pegajoso. Intenté acostumbrarme a la oscuridad tratando de distinguir las cosas que me rodeaban. El cansancio del viaje y el frío fueron ganando terreno y me quedé dormido.

Algo me despertó. Tenía la sensación de que me estaban mirando. Acostumbrado, por el hambre, a pasar las noches en sórdidas pensiones de pasajeros o en hoteluchos de mala muerte, traté de aguzar el oído poniéndome en guardia. Fui abriendo lentamente los ojos para distinguir la naturaleza del peligro. Buscando serenarme, contuve la respiración por un instante para que no se me notara alterada.

Nada. A pesar de mis esfuerzos nada me parecía anormal. Con un movimiento inesperado, salté fuera de la cama. Me quedé unos instantes allí, de pie y en guardia, esperando que algo sucediera. Aunque estaba casi seguro de que no había nadie en la habitación, me sentía observado. A tientas me vestí como pude. Cuando logré ponerme el saco, busqué los fósforos en su interior y encendí uno. El escaso radio de luz que produjo no me permitió ver gran cosa. Lo alcé por encima de mi cabeza para que iluminara cuanto fuera posible, repitiendo la misma operación en tres oportunidades. Nada. Con el último fósforo, encendí un cigarrillo y salí al patio.

El frío de la noche me resultó agradable. Caminé hasta la verja exterior para calmarme. Al mirar hacia atrás, advertí que sobre el costado de la puerta de la improvisada pieza, había una llave de luz que no habíamos advertido antes. A pesar de mi desconfianza regresé y traté de  accionarla. La escasa luz que produjo la bombilla suspendida en el dintel no me dio tiempo a mirar hacia adentro y volvió a apagarse definitivamente. Supuse que estaba floja la llave interruptora y lo intenté nuevamente. Cuando casi alcanzaba la perilla, sentí que algo baboso y frío me tocaba la mano. La retiré bruscamente preso de un terror irracional. Logré sobreponerme y, como pude, salí corriendo hacia la pieza de Ariel.

Iba a llamar pero me detuve. ¿Cómo podía explicarle lo que había pasado? No me creería una sola palabra. Seguramente pensaría que lo había soñado. Mientras encendía otro cigarrillo, escuché claramente su voz:

-¿Quién está allí? –gritó desde adentro de la pieza.

-¡Soy yo, no grites tanto boludo que vas a despertar a los vecinos! -le dije en un susurro.

-¿Y se puede saber qué carajo estás haciendo a estas horas? ¡Son las dos de la mañana, esperá que ya salgo! -me gruñó de mala gana.

Realmente no sabía por dónde empezar a explicarle. Nada de lo que sucedía tenía sentido. Ariel me miraba con sus ojos chiquitos y legañosos, más pequeños que lo habitual por el sopor de la noche. De no ser por lo dramático de la situación, hubiese reparado en el ridículo dúo que formábamos: yo, vestido con traje y sobretodo y mi amigo, en pijamas y envuelto en una frazada que le tapaba casi hasta la cabeza.

-Pero, ¿estás seguro, flaco? -dijo Ariel- ¡Me parece que estás mirando muchas películas últimamente! -bromeó.

-¡No jodas, che! Ya estoy bastante crecidito como para asustarme con los cuentos de brujas -dije indignado.

-¡Bueno!… ¡Está bien, era una broma! Esperá que me visto, traigo la linterna y vamos a ver –y sin esperar una respuesta, entró en su habitación.

Con la linterna en la mano y un palo en la otra, abrimos lentamente la puerta de la pieza del fondo. Ariel fue iluminando cosa por cosa. Había un poco de todo. Restos de muebles viejos, lámparas de pie ya herrumbradas, hasta una escupidera de porcelana con la manija rota.

-¡Esa, por la medida, debe ser de la Gallega! –bromeó Ariel- ¿Con qué sentarse tiene, no? ¡Nada! Ya te lo dije Saturnino, estás mirando muchas películas – volvió a decir.

-¡Esperá, algo se mueve! ¡Apuntá para allí…, más a la izquierda!

Nos miramos sin entender. En un ángulo de la pieza, debajo de una mesita de luz, estaba agachada una gallina. Ariel siguió recorriendo la pieza con la escasa luz de la linterna.

-¡Esto es insólito! -le dije a mi amigo.

Si algo restaba para colmar nuestro asombro fue descubrir a un grupo de gallinas, metidas en un viejo baúl tumbado en el piso, con sus colas ensangrentadas y que se arrastraban despidiendo un olor pútrido insoportable.

-No entiendo -dijo Ariel- ¿A quién se le pudo ocurrir usar esta pieza para hacer un gallinero? ¡No puede ser, estamos todos locos! -aseguró indignado.

-Eso no sería nada -dije- ¿Y vos cómo explicás ese inaguantable olor a mierda? ¡Mirá que he visto gallineros en el pueblo, pero como éste ninguno! ¡Aquí pasa algo raro, Ariel! ¡Ese olor no es caquita de paloma!

Seguimos recorriendo la pieza con la luz de la linterna. Nos acercamos cuanto pudimos a las que estaban en el piso. Aún se movían.

Luchamos entre el miedo, el asco y la curiosidad. El último fue el sentimiento más fuerte y nos aproximamos lo suficiente para ver con claridad qué era lo que hacía que las gallinas se convulsionaran. El asombro llegó al paroxismo al comprobar que eran gusanos que les entraban y salían por el culo en febril actividad.

-¡Te juro que no lo entiendo! -dijo Ariel- bromeando con el último vestigio de coraje que le quedaba.

Nos miramos en silencio. No sabíamos qué pensar en realidad.

-¡Ariel, -dije asustado- alumbráme bien aquí! ¿O yo estoy loco o me parece que estos bichos van creciendo a medida que les entran y les salen por el culo?

Mi amigo enfocó mejor la gusanera que aprovechaba  el menor hueco para introducirse en el animal. No había sido una impresión. Efectivamente, esos cuerpos blandos y de movimiento contráctil, iban creciendo en la medida que ingerían los restos sanguinolentos del interior del ave. Cuando ya habían alcanzado unos seis o siete centímetros de longitud, comenzaban a estrangularse por la mitad de su cuerpo, hasta separarse en dos gusanos idénticos. Se iban multiplicando, formando una masa nauseabunda y ondulante, que intentaba con más ímpetu penetrar en el animal del que se nutrían.

Salimos al patio. Nos miramos sin entender con la impresión de estar frente a algo más complejo que simples gusanos, ¿Pero qué…?

-¡Estos hijos de puta  se las comen por dentro!  -dijo Ariel, asustado.

-¿Te fijaste que las gallinas tienen los ojos vidriosos, como si estuvieran muertas, pero que aún pueden caminar? -le respondí.

-¡Mirá -dijo Ariel- me parece que lo mejor que podemos hacer es cerrar la puerta con el candado y llamar a alguien!

-¿Y a quién, Ariel? ¿Vos pensás que alguno nos va a creer?

-¡No sé! ¡Llamemos a la policía! Que vengan a ver, que muevan el culo, que joder -dijo enojado por la necesidad de decir algo.

Agarré mi valija y cerramos la puerta como pudimos. Nos metimos en la pieza de Ariel para llamar al comando radioeléctrico de la Policía Federal.

-¿Operación gusanos? ¿Constitución? Es una zona liberada, QSL… Cambio y fuera.

Nadie nos creyó. Suponían que estábamos borrachos o que en algo raro andaríamos para hacer semejante joda en mitad de la noche. La mujer y los hijos de Ariel no sabían qué creer. Los tíos, que con el revuelo que armamos se habían levantado, dijeron por lo bajo: los muchachos se pasaron con algunas copitas y en fin, dejaban la frase por la mitad del camino como si con eso explicaran algo y se volvieron a acostar.

Ariel, cansado y enojado por su falta de credibilidad, me dijo:

-Flaco, quédate en la cocina por esta noche y arreglate con las frazadas como puedas. En todo caso llévate solamente el colchón y mañana, con la luz del día, vamos a ver quién carajo tiene la razón en esta casa de mierda. Pegó un portazo a la puerta de su pieza y desapareció dentro de ella.

Salí en último lugar. Miré hacia la pieza del fondo y me di cuenta que la puerta había quedado abierta. No tuve el coraje de entrar. Frente a las piezas, se hallaban alineadas las cocinas del conventillo. Vi la puerta abierta de la cocina de Ariel y entré. Asustado y muerto de miedo, no sabía qué hacer con las manos. Nervioso, no tuve mejor idea que poner la pava al fuego y prepararme unos mates con los elementos que estaban dispuestos para la mañana siguiente. Las manos me temblaban y me castañeteaban los dientes. Trataba de razonar coherentemente repasando por orden los últimos acontecimientos. Seguía sin entender. Eran todas preguntas y ninguna certidumbre.

Me sentí estúpido y volví a la realidad. Yo estaba tomando mate de madrugada en la cocina de Ariel y mi amigo durmiendo con toda su familia. Me sentí un cobarde y un tarado. Dejé el mate sobre la mesa y me fui hacia la pieza del fondo. La puerta estaba abierta y no se oía ni un murmullo. Estaba oscuro y en silencio. Al cruzar el vano de la puerta, tropecé con la linterna que estaba tirada en el suelo. La empuñé con fuerza como si fuera un garrote y entré. Rearmé como pude el viejo colchón y las cobijas que se habían caído al suelo; me tapé hasta la cabeza y volví a quedarme dormido.

No todo había sido una pesadilla. Tal vez intuición o lo  que llaman un sueño premonitorio. Lo cierto es que me despertaron los gritos y el culatazo que me pegaron en la nuca.

-¡Levantate sorete que llegó la hora de que cantes la Traviata! A empujones me tiraron de la cama, sin dejar que me pusiera los pantalones. En minutos y en un operativo comando, la Federal había copado el conventillo. Hicieron salir a todos los inquilinos de sus piezas y diversos milicos revisaban adentro para ver qué cosas se podían llevar. La gallega estaba muda y nos miraba con odio. El resto de los habitantes del inquilinato no entendían nada, pero de cualquier manera los trataban a los empujones y como si fueran simplemente basura. Ariel estaba tendido en el patio, inconsciente, semidesnudo y sangrado profusamente por su oreja izquierda. Seguramente el culatazo dado con el fusil Fal, le había reventado el tímpano. Nos pusieron las capuchas y nos tiraron en el piso de los Falcon que atravesaban la calle Salta. Todo había sido un endemoniado sueño anticipatorio. Los gusanos que se multiplicaban mientras nos comían las entrañas, no eran otros que ellos.

Saturnino y Ariel también se hundieron, como tantos, en la noche que aún nos habita…

DANIEL OMAR GRANDA

*Nos vemos de nuevo el día 8 de Marzo con el penúltimo relato.
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