Cuando la maldita próstata lo atacaba, en medio de la noche, y lo obligaba a orinar dos veces, tres veces y hasta cuatro veces según el grado de histeria con el que se hubiera acostado; Hugo sentía que ya no conseguiría volver a dormir profundamente, aunque estuviera muerto de sueño. Al regresar a la cama y arrellanarse bajo el edredón, los fantasmas se presentaban, una y otra vez, con preguntas sin respuestas y buscando algunos porqués sobre la vieja militancia montonera que se había quedado adherida en su pecho y en su memoria.
Cuestionaban sistemáticamente las razones que argüía Hugo en su defensa, tratando de zafar de alguna manera del imaginario interrogatorio al que era sometido, noche tras noche. Él sabía perfectamente que todo aquello no era otra cosa que una jugarreta del puto sentimiento de culpa que tenía pero, ahí estaban otra vez esas voces, machacando y machacando en su cabeza queriendo conseguir certezas que a Hugo se le escapaban de su propia memoria.
En un intento desesperado por calmarse, abría muy grande los ojos para que el vacío de la noche lo inundara y ahuyentara los fantasmas. Trataba de tomar la mayor cantidad de aire posible en una bocanada profunda; todo el aire que soportaran sus castigados pulmones de fumador empedernido, con cincuenta años de ejercicio activo. Aplicaba lo aprendido en sus clases de relajación teatral, empezando por llenar de aire primero la panza para luego ir subiendo por el diafragma hasta hinchar todo el pecho y aguantando la respiración cuanto pudiera. Luego, cuando sentía que estaba por reventar como los sapos que de pibe torturó poniéndoles un cigarrillo encendido en la boca, soltaba el aire de un solo golpe y con un resoplido sonoro. Repetía este ejercicio, un par de veces más, hasta sentir como se iba regulando su alterado ritmo cardíaco mientras se preguntaba en voz alta conjurando a la noche y a sus demonios:
– ¿Culpa? ¿Culpa de qué? ¡La reputa madre que los parió a todos! ¡Yo no hice un carajo más que sobrevivir! ¡Por qué mierda, entonces, me siento culpable!
Una y otra vez, los compañeros que él sabía muertos o desaparecidos, se le presentaban como espectros en el silencio de la noche y Hugo, sentía que lo miraban como preguntando:
– ¿Estás cómodo y calentito debajo de las sábanas?
– ¿Seguramente hacés proyectos para mañana, para pasado o para el mes que viene? Seguro tenés algunas cuentas que pagar o los apurones de guita habituales pero; en el fondo y en definitiva (y no tan en el fondo):
– ¿Vos estás vivo al fin y al cabo…, verdad? ¿Y eso…?
Precisamente eso, era lo que Hugo sentía como lo imperdonable que le estaban reclamando. ¿Estar vivo era imperdonable? ¿No era acaso una ley natural? El sentimiento de angustia aumentaba en proporción inversa al paso del tiempo que transcurría conversando, imaginariamente, con los viejos compañeros.
Otras noches se mostraban indiferentes, distantes y no le dirigían siquiera la mirada. Como acusándolo, vaya a saber de qué cosas que él hubiera incumplido. Haciéndolo sentir culpable por algo que él evidentemente no había hecho: Morir como ellos en algún campo de concentración clandestino; esposado y desnudo en un elástico pelado donde le pasaban la picana; con la cabeza metida en alguna batea inmunda, llena de heces y orines; en algún vuelo de la muerte (cuando ya lo desechaban por irrecuperable) o, simplemente, haber caído herido de muerte en algún combate o haberse amasijado a sí mismo, tragando la famosa pastillita de cianuro.
¿Pero, por qué se sentía culpable? ¿Culpable de qué? Si nunca había traicionado ni delatado a nadie. ¿Culpable por estar vivo? ¿Por haber sido cuidadoso con la seguridad personal y nunca haber actuado liberalmente con la compartimentación de su vida privada? ¿Culpable por el silencio de aquellos compañeros que murieron sin mencionar su nombre; como Quito, que en el último abrazo y en la promesa que se hicieran minutos antes de que lo detuvieran, sellaron para siempre el pacto sagrado de cuidar a sus familias mutuamente y a la amistad que los uniera? ¿Culpable por cagarse de hambre durante años, por no poder tener un trabajo decente sin que lo obligaran a pasar por la supervisión de la SIDE? ¿Culpable por ser un perejil que no quiso irse al exilio, pensando que algo más se podía hacer? ¿Culpable por correr una carrera contra la muerte y cuando las balas le pegaban cerca, como cualquiera, cagarse en las patas y meterse debajo de la cama pensando que eso era más seguro? ¿Culpable por haber fundado con otros sobrevivientes, aquel taller en la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios, en Floresta, donde se atendían las necesidades de más de doscientas familias con hijos o familiares de desaparecidos y se laburaba, permanentemente, con los hijos de los compañeros que el Estado afirmaba no tener? ¿Culpable de haber trabajado con los organismos de derechos humanos, desde el principio y hasta más allá de Alfonsín, la CONADEP y el Juicio a las Juntas? ¿Culpable de haber trabajado con las madres hasta que ellas mismas se dividieran en dos fracciones irreductibles y no pudo habérselo bancado? ¿Culpable de haber seleccionado los poemas, armado e impreso los tres poemarios de los “Cantos de vida, Amor y Libertad” de la Madres de Plaza de Mayo, desde la clandestinidad? Igual que las primeras revistas de las Madres y del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Pensar en sentirse culpable por todo eso, era una boludez y un absurdo.
Como tantos otros, Hugo se había abierto de la organización Montoneros cuando Perón los traicionó, después de usarlos como forros pinchados para volver del exilio y luego, sin que se le moviera un pelo de su engominada testa fachistoide, los echó de la plaza como si fueran la peste a la que no podía controlar. Las organizaciones armadas peronistas y sobre todo las Juventudes de las Regionales, fueron para el viejo general una herramienta fantástica para demostrarle al general Lanusse que le daba el cuero y que tenía capacidad de maniobra para volver al poder y mucho más. Pasamos de ser los Muchachos de las Formaciones Especiales, para convertirnos en la presa fácil que le tiró como carnada al brujo López Rega y a su triple A, cuando empezaron a asesinar a militantes de la izquierda peronista durante el gobierno títere de Isabel.
Poco tiempo después, Montoneros decide volver a la clandestinidad y eso era imposible para todos aquellos que habían desarrollado una actividad abierta políticamente. Todos esos militantes eran conocidos en los barrios por sus trabajos en los frentes y tanto la SIDE, como la Triple A y sobre todo -el famoso señor del lápiz- que los tenían absolutamente fichados a todos y a cada uno, con los datos al día para poder chuparlos cuando quisieran. Y los hijos de putas, quisieron. ¡Vaya si quisieron!…
Por aquel entonces, los barrios estaban arrasados y los militantes desbandados, sin una infraestructura que los sostuviese, ni al militante barrial o al perejil encuadrado; viviendo a diario el sálvese quien pueda; encontrándose con los compañeros para pasarse las noticias necrológicas o, advertirse cuando se sabía que una cita estaba envenenada. En esos precisos momentos leían azorados el delirante análisis de la revista Venceremos, órgano oficial de la organización Montoneros desde el exilio, donde la conducción nacional analizaba la coyuntura política como un simple retroceso estratégico y ordenaba a sus cuadros, a reiniciar la batalla en todos los frentes; cuando la realidad de los sobrevivientes, por supuesto, era otra y muy distinta. Los compañeros caían todos los días como moscas. Los milicos entraban en los barrios con camiones y los cargaban hasta que se les caían por las barandas laterales. Los centros clandestinos de detención y de tortura se multiplicaban por todo el país y la política de exterminio se había desatado con tal furia y eficacia, que era un milagro zafar con vida. Los que lograban cruzar las fronteras, con la ayuda única de familiares o amigos, debían enfrentar un exilio incierto sin otra esperanza que la solidaridad de muchos pueblos amigos.
Y mientras tanto todo esto sucedía en el país; los comandantes Montoneros, disfrazados del Che Guevara en un cómodo y seguro exilio en Cuba o en París, se peleaban entre sí para ver quién era el que se quedaba con más guita, con más armas o simplemente; para ver quién era el que la tenía más grande. Se acusaban de traidores, unos a otros, pero por zurda y sotto voce, negociaban con Massera la posible vuelta a la democracia con la figura del almirante como representante de un peronismo renovado.
Hijos de remil putas y además; traidores.
La biblia y el calefón, como anticipó Discépolo en su tango “Cambalache”: “Y en un mismo lodo, todos manoseados”.
Y este es casi el final de un cuento que no es precisamente un cuento. Es la cruda realidad, porque no tiene otro final que la propia angustia de una generación que intentó cambiarlo todo y no pudo; ni siquiera cambiarse a sí misma. La realidad. La puta realidad de un país agachado, en ruinas, con las pretensiones de ser el faro más inteligente del planeta. Los más piolas. Los vivos. Los más cancheros. Los que inventamos el tango, la birome, el colectivo, el dulce de leche, la empanada y el asado pero también; la traición y las agachadas y la corrupción más espantosa y el populismo clientelar que nos va hundiendo, de a poco en el hambre, en la miseria y en la propia mierda.
Perdimos hace generaciones la memoria de lo que había hecho grande a esta patria: La cultura del esfuerzo, de la ascensión social a partir del trabajo y del estudio; de ser los hijos de aquellos inmigrantes del mundo entero, que vinieron al país escapando del hambre, de las guerras. Quienes orgullosamente decían que los argentinos descendíamos de los barcos…
Si miramos para atrás –se dijo Hugo- me queda solamente el orgullo de haber votado con ambas manos alzadas al Dr. Raúl Ricardo Alfonsín y apoyado con las pocas energías que me quedaban, el Juicio a las Juntas Militares y la investigación de la CONADEP; pero también, la vergüenza de haber vivido la decadencia y la corrupción escandalosa del Menemismo posterior. La locura de los desquiciados del uno a uno, que les permitió a muchos recorrer el mundo como si fueran los nuevos ricos; mientras veían (sin ver) que sus compatriotas menos afortunados, se iban enterrando cada día un poco más en la miseria.
La desaparición o la venta de empresas nacionales como YPF; Aerolíneas Argentinas; la Flota Mercante; los Ferrocarriles Argentinos que conectaban al interior profundo con el puerto de Buenos Aires y al desaparecer, dejaron los pueblos aislados y con cientos de miles de trabajadores desocupados. La corrupción por la venta de las joyas de la abuela y después; la ignominia atroz de llegar a volar un pueblo entero para tapar el negociado de Menem por contrabandear armas a dos pueblos hermanos de Latinoamérica y que, el innombrable Jettatore pasara raudamente de convicto, a senador ad eternum, con sentencias firmes nunca cumplidas y la vergüenza ajena, ardiendo en la consciencia del pueblo.
Después, algunos intermezzos de media tarde para entretener a los giles, para luego caer en las manos del mejor gobernador elegido por el propio Menem. Sí señor: Usted acertó… Llegaron los pingüinos santacruceños que soñaban con ser Montoneros pero; cuando sonó el primer tiro y les pegaron una cachetada en la universidad, se rajaron para esconderse en su provincia y nel frattempo, practicar cómo hacer para poner de rodillas a una nación entera después de haber sometido y saqueado a su propia provincia.
Y conocimos entonces el proyecto y lo sufrimos. La corrupción disparada a diestra y siniestra. Cajeros de banco convertidos, de la noche a la mañana, en empresarios de la construcción y dueños de una fortuna incalculable. Secretarios y hasta jardineros que eran dueños de autos de alta gama, campos, propiedades en el exterior y todo lo imaginable y lo inimaginable también. Este valiente compañero del sur profundo, realizó el más heroico acto de justicia que se podía esperar por entonces: bajó de un plumazo el cuadro del dictador General Videla de la Casa de Gobierno. ¿Qué lo parió, diría el perro Mendieta de don Inodoro Pereyra?, personaje inolvidable del querido Negro Fontanarrosa. Un verdadero acto de arrojo para un usurero, igual que su padre, de quién aprendió a decir: Éxtasis, abrazado a una vieja caja de caudales. Además, con relatos de epopeyas libertarias, logró cooptar algunos de los organismos de derechos humanos, que terminaron prostituyéndose y convirtiéndose en inmobiliarias. Y llegó la muerte y también el reparto de la herencia del muertito y la venganza…
La viuda no escatimó esfuerzos para recuperar lo suyo, en manos de tantos testaferros como los que usaba su marido, para tapar y disfrazar los negocios fraudulentos del saqueo más grande que pudo haber sufrido esta nación, arrodillada y muerta de vergüenza ajena. Años de persecución y de silencios, fueron construyendo un gobierno cleptocrático que cobraba el peaje y la devolución en contante y sonante de los favores que le hacían a los amiguitos del poder; que terminaron por hundirnos del todo en la peor de las mugres: La corrupción y la degradación de las instituciones más escandalosa que pudo haber sufrido la Argentina. Y lo más increíble es que, después de su propia derrota y perseguida por decenas de juicios; testimonios; pruebas irrefutables; filmaciones; bolsos arrojados a un convento; sus amigos contando pilas de dólares en la rosadita; testigos arrepentidos; testaferros; el vicepresidente que quiso quedarse con la máquina de hacer billetes y una veintena de sus funcionarios en cana: Vuelve después de un período de cuatro años, a la vicepresidencia de la nación, con un frente peronista comprado por la traición de la dirigencia del Peronismo Federal; paladines ayer de la honradez y la justicia pero; en cuánto vieron la posibilidad de morder un pedazo del queso, se saltaron las rejas convirtiéndose en traidores a un verdadero proyecto peronista, nacional y federal.
Este es un país incomprensible desde toda lógica. A pesar de lo que pudieron ver y comprobar con sus propios ojos; siguen creyendo en los peces de colores y en el facilismo engañoso que les vende como humo un gobierno populista, que iba a subir la jubilaciones, bajar el precio del asado y la canasta familiar; pero que en realidad venían con la simple intención de concluir con el saqueo que había quedado inconcluso, y conseguir la impunidad para la señora y toda su banda de ladrones.
¿Cómo para no soñar con fantasmas?, se dijo Hugo con una mueca que parecía sonrisa. Creo que los compañeros quieren que haya algo de justicia y además, que no se los siga insultando, sugiriendo: “Que son nuestros herederos y para colmo de males, se llaman a sí mismos la Cámpora, para apropiarse de una bandera que no tienen los cojones que tuvimos para defenderla, ni la dignidad para sostenerla”.
-La reputa madre que los parió –se dijo Hugo- si esta mierda es nuestra herencia, renuncio ya mismo a ella. Queremos que hagan inmediatamente un aborto generacional de la historia, para librarnos de tan pesada herencia. Los fantasmas que me rodean deben querer eso. Que no ensucien sus nombres, ni su lucha. Qué podríamos estar equivocados con la metodología; el empleo de la violencia; la lucha armada; con el general que nos usó de forros y después nos cagó y nos tiró los perros; con la traición de nuestros propios comandantes; pero nunca se puso en duda la honradez de aquellos que perdieron sus vidas por un ideal superior: “De un mundo nuevo más justo, libre y soberano”. Un hermoso sueño de justicia social que quedó enterrado en el tacho de las buenas intenciones.
– Ahora –se dijo Hugo- si éstos son nuestros herederos, no los podemos ni queremos aceptar. Son los hijos de la corrupción, aunque podemos admitir que muchos de ellos están equivocados y cooptados por el relato que les venden: de los derechos humanos y la igualdad frente a ley. Además del relato setentista, les venden el recuerdo de la lucha armada en contra de la última dictadura militar. Mientras tanto pase el tiempo y ellos se den cuenta por sí mismo que simplemente los están usando de forros y como fuerza de choque, nada podemos hacer.
– Otra generación perdida y la reputa madre que los parió –sentenció en silencio.
– ¿Y a dónde llegamos, entonces? – se preguntó Hugo.
– A la mismísima mierda –se respondió a sí mismo e hizo silencio para siempre.
-¿Otra oportunidad de qué, Juan?
¿De llenarse la boca con boludeces sobre los desaparecidos
y seguir haciendo lo mismo que todos los demás?
¿De hablar de los muertos heroicos para justificar que siguen vivos
y no hacen un carajo de todo lo que querían hacer?
¿De usar los setentas para tapar lo que no pueden
ni quieren hacer ahora?
Martín Caparrós de “A quien corresponda” Editorial Anagrama (2008)