Lucía estaba nerviosa porque llegaban tarde. El viernes, habían arreglado en el club que Joaquín, su hermano, alquilaría el colectivo para el picnic de la primavera. Ella sabía que si se encargaba Joaquín, algo iba a salir mal. Sonaba el teléfono y dejó el rubor y el lápiz labial sobre la cómoda del dormitorio de los padres.

– ¡Hola Roberto!  -dijo Lucía-  ruborizándose, cuando le conoció la voz.

Sí, yo ya estoy casi lista, pero Joaquín no apareció y estoy preocupada. Seguro que algo pasó.

– No te preocupes Lucía, tu hermano siempre encuentra la solución, aunque tenga que escarbar cielo y tierra.

– ¡Si, vos defendelo! Los hombres son todos iguales. ¡Mirá, si Joaquín se sale con una de las suyas, me va a escuchar! ¡Te juro que esta vez, me va a escuchar!

– Bueno, no te pongas mal. Nosotros los esperamos en la puerta del club. Ya están casi todos, así que cuando aparezca Joaquín, se vienen para acá. ¡Chau! -dijo y se despidió de ella. Lucía, visiblemente nerviosa, colgó el auricular. Retornó a las pinturas y se retocó el rubor. Guardó todo en el bolsito de mano que siempre llevaba consigo y se sumergió en la cocina para verificar que la vianda que le habían preparado fuera suficiente. Estaba contando los sandwiches de milanesas, cuando escuchó la bocina.

Apresuradamente, dejó la contabilidad de las vituallas, rearmó la canasta tal como estaba y salió. Casi se cae de espaldas. Sonriente, haciéndole señas desde la escalerilla de la bañadera «El arca de Noé», estaba su hermano. La bañadera, era un viejo colectivo al que le habían cortado el techo, para que los pasajeros disfrutaran el paisaje en plenitud, totalmente al aire libre.

– ¡Y qué querés, es lo único que encontré! – dijo a modo de saludo.

Tentada a reírse y desfigurada por los nervios que tenía, subió al arca de Noé.

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– Dale, Chicho, arrancá  -indicó Joaquín al chofer, cuando hubo comprobado que su hermana estaba a salvo. Roja por la vergüenza y la ira, Lucía lo increpó:

– ¡Vos estás loco, tarambana. No era que ibas a alquilar un colectivo y te venís con…, esto!  ¡Con el colectivo más viejo que había en Buenos Aires!

– ¡Ufa, ché! A la final, uno quiere quedar bien con los amigos y te la pasas rezongando.

– ¡Yo sabía, yo sabía! – repetía como una letanía Lucía. Como ya no había remedio, sin hacer caso del murmullo de la hermana, pusieron proa hacia el club de barrio, donde esperaban los otros. Al llegar, Joaquín insistió:

– ¡Dale Chicho, hacé sonar la bocina!  Y un estruendoso mugido de vaca afónica, pareció salir del motor.

Los muchachos de la barra no lo podían creer. Ya casi habían desaparecido las bañaderas y era muy difícil llegar a conseguir una para hacer un paseo en grupo.

– ¡De dónde sacaste este aparato, perejil! – le gritó Hugo en forma de saludo.

– ¿Es nuevo, no?  – bromeó Evaristo acomodando sus cosas.

Las chicas no sabían que pensar. Se sentían ridículas yendo a un picnic con semejante vehículo. Chichita, que siempre filosofaba más allá de lo tolerable, sentenció:

– Es el destino y el destino no se puede evitar…

Roberto, encantado con la ocurrencia del que esperaba sea su cuñado, le dijo a Lucía:

– ¡Está bárbaro, para no acalorarnos, pero eso sí; no nos vamos a poder escabullir en los asientos! –afirmó guiñándole un ojo a su novia.

Ella se puso roja y luego viró hacia el violeta. Cuando estaba por estallar, revoleándole las vituallas por la cabeza del atrevido pretendiente, Joaquín, imitando a los viejos guardias del ferrocarril, vociferó:

– ¡Vamonnosss! Y finalmente, todos rieron por la ocurrencia.

Realmente el trayecto hasta los bosques de Palermo fue divertido. No había forma de que los sombreros y los pañuelos de cabeza se quedaran en su lugar. Se movía tanto la bañadera, que era tarea difícil pretender trasladarse de un asiento a otro, a riesgo de pegarse un buen golpe. Cuando ya nos estábamos acostumbrando al traqueteo; don Chicho, indicó:

– Bueno, muchachos. Llegamos…

Todos bajaron a los empujones y al mismo tiempo. Ya en el trayecto se empezaron a vislumbrar las parejitas, pero en el parque, cada uno buscaba su acompañante para sentarse cerca. Chichita, siempre eficiente, los organizó como era su costumbre y no había nadie que pudiera torcerle el brazo de mandona insoportable:

– Pongamos todas las canastas juntas, así cuando sea la hora de almorzar, compartimos  las cosas que trajimos.

– Yo todo lo que traje, es hambre. – señaló timidamente Nahuel.

Los chicos con la pelota y las chicas con las confidencias al aire libre, hicieron que la mañana pasara rapidísimo. A la hora del almuerzo, las bromas de siempre. El sandwich compartido iniciaba un ritual. Joaquín se atragantó con un huevo duro y hubo que golpearlo en la espalda para que reaccione.

– ¡San Blas, San Blas! – le decía Lucía mientras lo golpeaba en la espalda.

– ¡Ma’ que San Blas, ni ocho cuarto! –dijo el atorrante de Joaquín con un hilo de voz-  ¡Se me atragantaron lo huevo, se me atragantaron!

A la hora de la fruta, la charla se hizo profunda.

– ¿Qué es el amor? – preguntó Lucía.

– Para mí, es compromiso -aseguró Roberto.

– Yo creo que es amistad, compañerismo, entre otras cosas- dijo Hugo.

– Yo sin embargo, afirmo categóricamente que «el amor es una novela incompleta, con una página arrancada por la mano de la desesperación», aseguró Chichita demostrando sus lecturas  y todos se quedaron perplejos, sin respuestas.

– Lo lamento, mi estimado auditorio  -copó la banca Evaristo- pero el amor es como la vida: Es una milonga y hay que saberla bailar…, ¡Chan chan!, concluyó.

Y en medio de las carcajadas por la ocurrencia de Evaristo, se escuchó la voz de Cecilia, una rubia despampanante por la que todos se babeaban y a la que nadie tenía acceso, diciendo: – Tenés razón, loquito, vamos a festejar…

Y ya don Chicho, estaba haciendo sonar el grabador a cinta, desde donde Palito Ortega cantaba a voz en cuello: – Vuelve, vuelve primavera…

*** Daniel Omar Granda ***

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