Siempre me obsesionaron las tetas pero, las de mi tía Angelita, eran algo descomunal. La tía era solterona y en realidad, tampoco se sabía que fuera pariente en línea directa. Angelita era una gringa grandota y  fuerte como un buey, prima lejana de la abuela Rosa, había venido a la casa de la calle San Luis, por unas semanas solamente, para ultimar los detalles de su casamiento con un candidato que vivía en Buenos Aires. Como nunca se casó, terminó compartiendo la pieza con mi madre, a la que llamaban Porota.

Angelita tenía horarios poco regulares porque era enfermera así que, a veces, trabajaba por las noches en un sanatorio privado y otras, durante el día en el Hospital de Niños. Nunca sabíamos cuando la tía iba a estar en la casa y eso nos desorientaba, porque de ello dependía nuestra propia seguridad infantil.

Como no tenía hijos, Osvaldo y yo, éramos su debilidad. Nos llegaba a perdonar la peor de las travesuras y siempre fue el aliado indispensable cuando el pelotazo artero acertaba  en el vidrio de la puerta del tío José, o sobre el jarrón de la abuela. Angelita, con sus dos tetas enormes, se interponía entre la paliza segura y nosotros. Fue el mejor abogado de causas perdidas que tuvimos durante la infancia, hasta que un día, sin muchas explicaciones, se volvió a Rojo y nunca más supimos de ella.

Gustaba, como todas las mujeres de la casa, del cotorreo incesante que acompañaba la ronda de mate en el centro neurálgico de la casa de la calle San Luis: la cocina. Angelita tenía la voz gruesa y la risa fácil. Como buena gringa, era bien dispuesta para el trabajo y como a ella le gustaba asegurar en su jerga de enfermera: ¡Nunca le sacaba el culo a la jeringa¡ Siempre se mostraba solícita para cualquiera de la familia que pudiera necesitarla.

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Su más secreto orgullo y motivo de todas las cargadas familiares eran esas dos tetas enormes que lucía con particular satisfacción. Lo notorio no era el tamaño sobrenatural de las mismas sino su propia consistencia. En ellas no había artificio, era todo absolutamente natural. Además, se destacaban particularmente, porque la tía Angelita tenía la cintura diminuta, anchas las caderas, piernas fuertes pero bien torneadas y una alzada espectacular de yegua percherona salvajemente elegante.

En la mesa de los domingos, cuando no estaba trabajando, todos esperábamos el momento en el que la tía se sentaba relativamente lejos de la mesa, iba corriendo con disimulo la silla hasta apoyar literalmente las tetas sobre el borde de la tabla y, acomodaba el plato con los ravioles o los fideos estratégicamente justo en el centro, para intentar llevar el tenedor a la boca sin que se le escurriera por el escote algún resto desagradable de pasta. Era un espectáculo aparte. Hacíamos apuestas para ver en qué momento la tía se distraía y un tallarín, serpenteando en el aire, desaparecía como por arte de magia entre los atributos con que la naturaleza la había dotado.

Una siesta de verano, con un calor y una humedad verdaderamente insoportables, entré como una tromba en la pieza de mi madre. Ella no estaba y yo, necesitaba urgentemente las rodilleras y los botines de fútbol que guardaba en su ropero. En medio de la penumbra, empecé a revisar todos los estantes para encontrarlos. Al pasar de un cuerpo del ropero al otro, sobre la luna del espejo del centro, vi un espectáculo que me dejó sin aliento.

A mis espaldas, acostada en su cama y tapada con una sábana hasta la mitad del cuerpo, dormía la tía Angelita. Estaba desnuda y cada una de sus tetas reposaba distraídamente al costado de su cuerpo.

Tenso como un gato me di vuelta lentamente. Al instante olvidé mi objetivo y el poderoso imán de lo desconocido me puso en movimiento. Me fui acercando a la tía, controlando su respiración pausada. A medida que ganaba terreno, la aparente tersura de esos senos me llevaban hacia la locura de querer tocarlos. Extendí los dedos, pero no me atreví. Me contuve un instante y cobré aliento. Las manos me temblaban, el corazón galopaba tan fuerte que era capaz de delatarme. Como rindiéndome ante la octava maravilla del mundo, me fui agazapando. Estaban tan cerca de mi nariz que tuve miedo de que la respiración agitada y caliente me delatara. Las recorría una y otra vez. Desde la base de su nacimiento, en ese pecho que se expandía con rítmica respiración, hasta la curva oscura y perfecta del pezón turgente. Era una enorme ciruela jugosa con una pequeña protuberancia en la punta. Los medí, los pesé, calculé que  apenas cabrían en una fuente de regular tamaño, los olí y casi me pierdo.

Por un fugaz momento me pareció que el ritmo de su respiración cambiaba. Asustado di vuelta la cabeza y creí ver que Angelita sonreía. Fue lo último que alcancé a razonar. Con el resto de mis fuerzas, ordené a mis piernas que saltaran, salvándome por milagro del sonoro cachetazo que no pudo sonar sobre mi rostro adolescente.

*** Daniel Omar Granda ***

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