El PICAFLOR:

Cuentan los ancianos que el gran Tupá es justo y bueno cuando justa y buena es la intención de los hombres. Y la intención de Potí y Guanumby fue la más noble que existe en este mundo: amarse siempre y mucho, más allá del cielo y de la tierra, del tiempo y de la muerte, de la vida y de la humanidad.

Eran sus familias de tribus enemigas y hacía tanto tiempo que se odiaban que ya nadie conocía la razón. Cuentan que Potí era bella. Bella como el alba en primavera, bella como el viento del atardecer que arrastra las hojas en otoño y alivia a los hombres del verano, bella como el sol que acaricia los rostros y alumbra la sombra del invierno. 

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A Guanumby no le costó enamorarse, y muy pronto Potí también lo amó. Una y diez mil veces se encontraron más allá del monte blanco, bajo el sauce criollo, sin que nadie los viera. Pero un día la hermana de Potí sospechó. Sigilosa, la siguió hasta el monte y descubrió el secreto. Y enseguida se lo confió a su padre.

Al día siguiente, como siempre, Guanumby cruzó el monte blanco y esperó bajo el sauce. Pero Potí no llegó.  Desesperado, se acercó a la aldea, a riesgo de que lo mataran. Y encontró a Potí discutiendo fervorosamente con el cacique de su tribu:

─ ¡Jamás lo permitiré! ─le gritaba él. ─ ¡Estoy enamorada de Guanumby! ¡Debes entenderlo, padre! ─ ¡Nunca! Por la mañana te casarás con uno de los nuestros, y esa es mi última palabra.

Entonces Guanumby salió de su escondite. Como si hubieran podido ensayarlo una y diez mil veces gritaron al unísono, ante el horror del cacique:

─ ¡Oh, gran Tupá, no lo permitas! Cuentan los ancianos que jamás se vio en la tierra otro prodigio igual. De pronto Potí y Guanumby vieron sus propios cuerpos, extrañados, como si ya no les pertenecieran. Potí se deshizo en un tallo pequeño pero firme y su piel se fue volviendo suave como un terciopelo: era una flor, una flor bellísima como ella misma lo había sido antes de que el gran Tupá la transformara.

Guanumby, al mismo tiempo, se volvió ligero como el aire: dos alas diminutas, casi transparentes y veloces lo mantuvieron en vuelo y, desesperado por encontrar a Potí, se alejó torpemente del lugar. Desde entonces la busca.  Huele cada flor de cada monte, de cada aldea. Besa con su pico las corolas más bellas con la secreta esperanza de encontrarla. Cuentan que unos hombres lo vieron y quedaron extasiados por el color de sus plumas y la rapidez de sus movimientos. ─Picaflor ─ lo nombraron, porque una y diez mil veces lo vieron escarbando con su pico el interior de las flores, ignorantes de que Guanumby solo busca los besos de su amada.      

LEYENDA DE LA YERBA MATE (VERSION GUARANÍ): 

Yarí, la luna, miraba llena de curiosidad los bosques profundos con que Tupá, el poderoso dios de los guaraníes, había recubierto la tierra, y su deseo de bajar se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Yarí llamó a Araí, la nube rosada del crepúsculo, convenciéndola para bajar con ella a la tierra.

 Al día siguiente paseaban por el bosque transformadas en dos hermosas jóvenes; pero sus cuerpos se iban fatigando, cuando a lo lejos vieron una cabaña y hacia ella se dirigieron para buscar un poco de reposo. De pronto sintieron un ruido y era un yaguareté que iba a lanzarse sobre ellas, cuando una flecha disparada por un viejo indio sorprendió a la fiera hiriéndola en el costado. 

El animal enfurecido se lanzó sobre su herida, al mismo tiempo que una nueva flecha atravesó su corazón. Terminada la lucha, Araí y Yarí fueron tras el indio, que les había ofrecido hospitalidad y entraron en la choza.

El hombre vivía con su mujer y su hija quienes las atendieron con gran afecto, contándoles que Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. 

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Al día siguiente Yarí anunció al viejo que había llegado el momento de marchar. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas, que acompañadas del viejo, emprendieron el camino. El viejo les contó por qué vivía aislado: cuando su hermosa hija creció, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espíritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido. 

Yarí y Araí se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos, donde se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormían, Yarí fue sembrando delante de la choza una semilla celeste, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Araí dejaba caer suave y dulcemente una lluvia que empapaba la tierra.

Llegó la mañana y ante la cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas. Cuando el indio despertó y salió para ir al bosque quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendía.

Llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo sucedido se cayeron de rodillas sobre la húmeda tierra. Yarí, bajo la figura de doncella que habían conocido, descendió y les dijo: Yo soy Yarí, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad.

Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región en símbolo de la amistad.

Vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba. Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseñó el modo de tostar la yerba y de tomar el mate. 

Pasaron varios años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra.  Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.

EL ORIGEN DE LOS RÍOS PILCOMAYO Y EL BERMEJO:

         Cuenta la leyenda que cuando terminó la creación, Tupá, Dios de los guaraníes, confió a Guarán la administración del Gran Chaco, que se extendía más allá de la selva.

Y Guarán comenzó la gran tarea: cuidó de la fauna y de la flora, de la tierra, de los ríos y de los montes, y también gobernó sabiamente a su pueblo. Logró, de esta manera, una verdadera civilización.

Guarán  tuvo dos hijos: Tuvichavé, el mayor (imperioso, nervioso y decidido), y Michiveva, el menor (más reposado, tranquilo y pacífico). Antes de morir, Guarán les entregó a ellos el manejo de los asuntos del Gran Chaco.

Fue entonces cuando comenzaron las peleas entre los dos hermanos: ambos tenían opiniones diferentes sobre cómo administrar las diversas necesidades de la región.

 Aprovechando la oportunidad, un día se les apareció el genio del mal, Añá, que les aconsejó que compitieran entre sí con destreza para resolver las cuestiones que los enfrentaban.

Tuvichavé y Michiveva, cegados por sus diferencias, decidieron hacerle caso. Subieron  cerros que bordeaban el Gran Chaco y para disputar su hegemonía sobre la región acordaron realizar diversas pruebas de destreza, de resistencia y habilidad, especialmente en el manejo de las flechas. En una de esas pruebas, Michiveva lanzó una flecha contra el árbol que servía de blanco; Añá hizo de las suyas: la desvió y logró que penetrara exactamente en el corazón de Tuvichavé.

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La sangre brotó a borbotones, con fuerza. Comenzó a bajar por los cerros, llegó hasta el Chaco, se internó en su territorio y formó un río de color rojo: el I-phytá (Bermejo). Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, de las consecuencias de ese inútil enfrentamiento, Michiveva estalló en llanto. Y lloró tanto que sus lágrimas corrieron tras el río de sangre de su hermano: así se formó el Pilcomayo, siempre a la par del Bermejo.

El Gran Chaco quedó sin jefe, pero siguió prosperando bajo el cuidado de la naturaleza, enmarañado, impenetrable, surcado por el río de aguas rojas, nacido de la sangre del corazón de Tuvichavé.

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