Alguien dijo alguna vez que se usa poca tinta cuando se quiere hablar de los caídos. Solamente hay elogios para los vencedores y nadie se da cuenta que en cualquier guerra todos perdemos algo. Nunca hay vencedores, pero si vencidos. Y demasiados…
Como diría mi querido abuelo José: ¡cuando más jodidos estábamos se nos echó encima la guerra!
Recuerdo que llegó tan inoportuna como una ráfaga de aire frío. Entró sin llamar y se acomodó en nuestros hogares. Se refugió en nuestra memoria para siempre y eso es algo que jamás se podrá ir de la cabeza. Nunca perdonaremos, nunca olvidaremos. Sabemos a ciencia cierta que el tiempo nunca cura todas las heridas. Llegó hasta nuestras puertas y supuso la pérdida de muchas vidas. Se desestabilizaron familias enteras, hogares… incluso se perdieron lágrimas y algún que otro recuerdo por el camino. Dio fruto el silencio y, sin hacer mucho ruido, se clavó en la nuca como una mirada furtiva. Aún a día de hoy, la gente del pueblo suplica por dar gloria a aquellos héroes que lucharon incansablemente.
¡Ay, si los vientos que pueblan aquella montaña hablaran… !
A diario, se preparaban los fusiles y se afilaban las bayonetas. Se enfundaban ropas ceñidas y prietas con unos cintos que cortaban hasta la respiración. Se usaba calzado viejo, pero cómodo, para el trote, y poco abrigo, para ir ligeros. Se podían vislumbrar señales del bando enemigo en las casas desde los inicios de la contienda, cuando ya se oían silbar las primeras balas. Las calles se llenaron de miedo y el infortunio serpenteaba a sus anchas por el pueblo. Muchos se habían tirado al monte como medida de precaución, aunque no lo tenían muy claro. Bastantes niños y ancianos hacían demorarles la marcha.
!Qué lástima del viento que solo nos alimentaba con aquel sonido tan estremecedor!

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Pasaron un puñado de días y las tropas enemigas tomaron la plaza mayor, y se empezaban a acumular rehenes. Agrupados frente a un paredón que se levantaba incorrupto por la parte de atrás de las viejas escuelas, donde de críos llegamos a formarnos como personas.
En casa, cerramos a cal y canto. Aprovechamos los muebles de una habitación en desuso, tras la muerte de mis abuelos, para cerrar puertas y ventanas a prueba de invitados inoportunos. Mi abuela Laura que siempre fue muy previsora, y hasta unos años antes de su muerte, empezó a acumular comida no perecedera en los armarios.

Como ella decía: “hay que tener de todo un poco. Algún día llegará la guerra y, con ella, el hambre”.
Y el hambre llegó… ¡qué razón tenía mi abuela!
Afortunadamente, teníamos provisiones para varios días allí encerrados, y así evitaríamos salir que ante todo era nuestra mayor prioridad. Empezábamos a sentir el ambiente cargado a miedo.
A espaldas de nuestra casa, se erguía un frondoso bosque hacia la mitad de la montaña de Brañarrubia, por el que corría libremente el río Pedreo. Un río bastante caudaloso de aguas transparentes y cristalinas donde se reflejaba cada noche la luna. Un río que también daba nombre al pueblo. El bosque, habitado por el silencio, era vigilado bajo la atenta mirada de las tropas del Capitán Vallejo, un militar curtido en mil batallas. Tras sitiar al pueblo, su siguiente paso sería reunir a sus hombres y hacerlos marchar hacia la montaña, la que se decía que era cobijo de mercenarios y ladrones de poca monta. Gente que vendería a su propia madre por un trozo de pan, pero no era así… En Pedreo no había ese tipo de gente. Tan solo gente honrada y trabajadora. Jornaleros que en su vida jamás habían empuñado un fusil o entrado en combate cuerpo a cuerpo. Simplemente personas humildes que ansiaban la libertad anhelando acabar con el sufrimiento que había traído la guerra.

La resistencia se atrincheraba en Brañarrubia y, si aguantabas sin pestañar, en ciertos páramos aislados, se dejaban ver en ocasiones muy contadas. Eran veloces y esquivos para evitar ser capturados. Parece ser que quien comandaba aquellas escasas tropas rebeldes era un viejo amigo de mi padre, con el que había estudiado y hecho el servicio militar, si no recuerdo mal, en alguna zona de Tetuán. Era algo excéntrico y malhumorado, pero gran persona. Se llamaba Fernando Olea, pero se le conocía por “El Buitre”. No era nada sosegado ni tranquilo. No sabía lo que era la calma ni estarse quieto ni un solo minuto. No echó raíces en ningún lugar y no podía aguantarse sin tener ocupadas las manos. A falta de calma era todo tempestad. Cuando el nerviosismo se apoderaba de él solía desenvolverse muy bien, sobretodo en alta montaña. Mi padre siempre me dijo que era mitad hombre, mitad cabra.
¡Aunque más tirando a cabra…!
Bajaban al pueblo en contadísimas ocasiones o aprovechaban la ayuda de algún vecino para conseguir víveres. Los alimentos escaseaban y solían cazar algún animal salvaje por la montaña. Nunca les faltaron ardillas, venados o animales de piel tan dura como la piedra como los jabalíes. De vez en cuando, y con los ojos muy abiertos, se acercaban al río a pescar. No muchas veces, por miedo a ser vistos o, mucho peor, capturados.
Tras un error exorbitante, Olea, deja a la vista el campamento base. Las tropas de Vallejo conquistan la cima y decenas de hombres, armados hasta los dientes, capturan al pequeño grupo rebelde. Brañarrubia deja de ser un pequeño fortín atrincherado, y cae presa del enemigo. El cielo se les desmorona…
¡Atrapados como moscas!, decían.
El miedo se apoderaba de los más débiles y se empezaban a desestabilizar.
¡Se había alterado el rebaño porque había llegado el lobo!

Niños y mujeres en estado de shock por el apresamiento, ven cómo empiezan a balbucear los hombres, que parece ser que acabarán derrotados por los de Vallejo. La suerte no se busca, la suerte te encuentra. La serenidad que reinaba se tuerce y se hunde en el nerviosismo, el cuál maneja a la perfección Olea, quien es el primero que recibe el culatazo del fusil del Capitán. Su entereza le confirma como digno rival y un líder consolidado. A pesar de su impavidez, la sangre recorre su rostro, y se refleja en sus ojos vidriosos la rabia contenida. Son dirigidos hacia la plaza mayor junto a los demás para ser ejecutados. Vallejo, no se rige por leyes escritas y no es muy amigo de hacer rehenes. Todo hace presagiar que sus cuerpos acabarán colmando una vez más las cunetas.
El panorama es mucho más que desolador. Frente al paredón se cobijan hombres, mujeres y hasta niños, que no sobrepasan los diez años. Se presentan como un rebaño de ovejas asoladas a merced de un voraz depredador. Las tropas forman frente a ellos y se preparan para una primera ráfaga.
¡Fuego!
Demasiados son los que caen ante el fuego rival y pocos son los que se levantan. Ante la atenta mirada de Vallejo y sus tropas, Olea es el primero en ponerse en pie. Tras un primer fusilamiento, quienes estábamos atrincherados en nuestras casas, fruncimos el ceño, ante los gritos de desesperación y los disparos.

Yo nunca quise ser un cobarde. Mi abuelo siempre me dijo que correr lejos del peligro era cosa de cobardes, y más si se trataba de proteger a los míos. Debía apretar los dientes y plantarle cara al enemigo. Yo no era un cobarde ni quería serlo jamás.
Me giré hacia mis padres con mirada penetrante y manteniendo la cabeza bien alta. Mi madre rompió a llorar y mi padre me hizo un gesto que nunca olvidaré: asintió con la cabeza y sus ojos me demostraron lo orgulloso que estaba de mi. Salí por un ventanuco que daba al patio trasero de la casa y por el que parecía casi imposible escabullirse. Mis ansias podían conmigo y conseguí escapar sin problemas. Corrí veloz hacia la plaza con el puño en alto, en señal de fuerza, aguante y rebeldía, y gritando: ¡fuera de nuestro pueblo, malditos!
Apenas había llegado y, una segunda oleada de disparos, hicieron caer entre otros a Olea. Se levantaron un puñado de hombres y mujeres, y habían caído todos los niños.
¡Salvajes!
Aquello era una oda a la desesperación. Me arrestaron y me asestaron un pequeño culatazo que me dejó un poco ido. Desde el suelo, podía ver cómo la sangre inundaba el muro de un rojo tan vivo, que contrarrestaba con las telas blancas que cubrían a los muertos, los cuáles eran azotados y apilados por los soldados en la cuneta, junto a la fuente de Cuatro Caños. Las balas atentaban contra el paredón y embelesaban los sentidos de los que aún seguíamos prácticamente en pie.
Vallejo, gritó otra vez: ¡soldados! ¡fuego! …y el aire se vició de nuevo.

Se podía apreciar en el aire, un aroma a muerte y despedida. La entereza de desmoronaba y la sangre fría aflojaba. Una gran mayoría dejaban resbalar por sus mejillas lágrimas que denotaban su poca entereza frente a aquel momento. Se arrodillaban y suplicaban clemencia. Solamente era rabia desesperada por no haber cumplido con éxito su rebeldía.

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A falta de dos minutos para la medianoche, el Capitán Vallejo, fiel a sus ideales, ordenó formar una larga fila, y uno a uno los fue matando personalmente.
Y la luna fue testigo de aquel acto. Un cielo impasible se iluminó con cada disparo…
La angustia de mi padre crecía sin parar a medida que iba contando los disparos. No pudo más y, en un último arrebato, comenzó a arrancar las tablas de la puerta y consiguió salir. Mi madre le siguió, pañuelo en mano y apretando los dientes. Con su gesto desencajado dejaba ver la desesperación que en ella reinaba. Al llegar a la plaza, vieron como las tropas la abandonaban dejando una escena muy desoladora. Junto al paredón yacían los últimos cuarenta y ocho cuerpos que habían asesinado. Mi madre, temiéndose lo peor, empezó a recorrer aquella hilera de cuerpos, rezando incansablemente porque sus sospechas no se hiciesen realidad. Se detuvo frente al último cuerpo y se arrodilló junto a él llorando como si no hubiese un final.
Repicaron las campanas y, rompiendo el silencio reinante, la noche se tiñó de un denso color negro, y los caídos fueron llevados a camposanto. Una gran fosa común aguardaba su llegada. De regreso, la gente se encerró de nuevo en sus casas con el miedo metido en el cuerpo.
Superada por la angustia mi madre no dejaba de pensar en mi. Recordó mis escasos quince años y, poco a poco, se iba desmoronando. Consiguió aferrarse a una última esperanza de que aún siguiera vivo, aunque ya era tarde, ya que una bala había atravesado mi cráneo.

¡Me gustaría que supiese que al menos mi muerte fue rápida y no sufrí!
Seguía apretando su pañuelo contra la boca evitando que se le cayesen más lágrimas.
¡Esto no es vida!, decía mi madre.

Por fin los cuerpos de aquellos héroes descansan en suelo santo. Meses más tarde, se colocaba una placa en el paredón donde fueron fusilados casi la totalidad del pequeño pueblo. Se empezaron a reconstruir poco a poco las casas y a sanearse las calles. Ojalá sirva de ejemplo y, no sea solo esta vez, la que se hable de los que cayeron vencidos, de los que perdieron (pero que aún así ganaron la gloria), de aquellos que no se olvidarán tan fácilmente… ¡Gloria eterna a los héroes!

¡Qué orgulloso estaría mi abuelo de que no hubiese bajado la frente en ninguna ocasión en aquel trágico momento, de que no hiciese estragos a la hora de enfrentarme con mi temprana edad a aquellos soldados, de que jamás me hubiese dado por vencido… de que no haya sido un cobarde, lo que nunca quise ser!
Sobre mi, me fui como una triste despedida que se pierde en el viento, como un abrazo que busca su consuelo, como una sensual voz que disipa el ruido. Fueron muchos los que plantaron cara y muchos los caídos aquella noche.
¡Dios los guarde en su gloria y que el cielo no olvide poner sus nombres a cada estrella!
Mi cuerpo inerte colmaba aquella gran fosa en el cementerio…
¡Yo era el cuarenta y ocho de la fila, ella lo sabía!


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