Algo más de ochenta años después del fin de la contienda salen a la luz, recogidas en el volumen «La cámara en el macuto» (La esfera de los libros), imágenes de una calidad notable tomadas por fotógrafos carlistas y guardadas durante años en archivos familiares.

«La cámara en el macuto» es un libro de historia y para la Historia. Su originalidad principal está en la aportación del fotógrafo soldado en el frente de batalla. La conjunción del combatiente y el fotógrafo, algo absolutamente novedoso. Sus protagonistas son simples voluntarios enrolados en la filas carlistas del bando nacional durante la Guerra Civil que asoló los campos y ciudades de España entre 1936 y 1939. Ese fue el papel que desarrollaron en el conflicto Sebastián Taberna, Nicolás Ardanaz, Martín Gastañazatorre, José González de Heredia, Julio Guelbenzu, Germán Raguán y Lola Baleztena. Cuatro navarros, un alavés, un vizcaíno y un guipuzcoano. El médico pamplonés Pablo Larraz y el técnico informático vizcaíno Víctor Sierra-Sesúmaga, autores de la obra, han tenido el acierto de recopilar todo un ingente material gráfico a lo largo de una paciente investigación de varios años de búsqueda a través de los herederos y familiares de los combatientes-fotógrafos, logrando reunir varias decenas de miles de instantáneas guardadas en cajas y álbumes, de las que casi un millar, en su gran mayoría inéditas, son las que se recogen en la obra de gran formato editada por La Esfera de los Libros.

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Si es cierto que ya en la Primera Guerra Mundial profesionales del periodismo y la comunicación, por medio de grandes cámaras con trípode o del cinematógrafo, pudieron captar los horrores de la misma, no lo es menos que en la Civil la técnica de la fotografía y del cine habían evolucionado tan considerablemente como para afirmar que el conflicto español fue el primero que pudo seguirse «en directo» gráficamente por medio del fotoperiodismo, que utilizaba pequeñas cámaras, y de equipos de cine mucho más manejables.

Como dice el reconocido hispanista Stanley G. Payne en el prólogo de la obra, «la Guerra Civil española alcanzó un nivel nuevo en varios aspectos técnicos, entre ellos en el empleo de los medios de ilustración y comunicación. Aunque no se utilizaba ningún medio que no hubiera sido empleado, hasta cierto punto, en la Primera Guerra Mundial veinte años antes, el papel de estos medios en la contienda española fue proporcionalmente más amplio, más intenso y mejor desarrollado». Así, durante la Guerra Civil varios fotógrafos profesionales fueron elevados a la categoría de iconos por su relevancia y reconocimiento internacional. La batalla de la propaganda fue entonces crucial, tanto o más importante que las hostilidades en el frente abierto o las desatadas por el odio y la eliminación del adversario en la retaguardia. Nombres como las de Robert Capa, Pepe Campúa, José María Díaz Casariego, Bartolomé Ros, Juan José Serrano, Hermanos Mayo (colectivo de extrema izquierda), Alberto Segovia, Alfonso Sánchez, Deschamps, Santos Yubero y Agustí Centelles, entre otros, fueron debidamente resaltados en ambos bandos. Sus incursiones y presencia en primera línea para captar imágenes de combates y lucha en sus versátiles y modernas cámaras de 35mm. llegaron a dar incluso la vuelta al mundo. Pero todos ellos, una vez hecho su trabajo, con no poco riesgo de sus vidas, retornaban a la retaguardia para procesar las imágenes captadas en unos laboratorios con un mínimo de medios y distribuirlas vía agencias a los periódicos y revistas más importantes. Los siete de «La cámara en el macuto» nada tuvieron que ver con aquellos reporteros gráficos. Eran fotógrafos aficionados, alguno semiprofesional. Y también combatientes, lo que marcaría una enorme diferencia psicológica entre unos y otros. De ahí que lo que se plasma en la obra es la experiencia de la guerra , en las trincheras y en la retaguardia, de forma directa y en primera persona. Sus cámaras, varias con el objetivo Leica más moderno de entonces, fueron captando imágenes de acontecimientos de guerra excepcionales y de gran impacto a escenas sosegadas y tranquilas, solo perceptibles a la sensibilidad del ojo del combatiente.

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El interés fotográfico de ellos fue muy diverso, aunque en muchos casos se centró en realidades cotidianas: el rancho, momentos de aseo y «despioje», e infinidad de actividades propias de la vida en primera línea. Otras veces inmortalizarían dinámicas escenas de diversión y camaradería: bromas, juegos, canciones y hasta bailes en fiestas improvisadas en el mismo frente. También momentos de intimidad, de escribir o recibir cartas del hogar, la lectura de periódicos o las largas guardias nocturnas abiertas a las confidencias y la reflexión. Las obras de Larraz y Sierra-Sesúmaga traspiran sentimientos y mensajes contrapuestos propios de la psicología del combatiente; pueden percibirse en ellas la soledad, privaciones, añoranza y sufrimiento en unas ocasiones, y la vitalidad juvenil, idealismo y entusiasmo en otras. Conceptos que se muestran ante la cámara de forma espontánea, cuando el que está al otro lado del objetivo es alguien con quien se comparten vivencias y destino en la trinchera. Tampoco faltan imágenes reales de combate en primera línea del frente, en las que el combatiente-fotógrafo se las ingeniaba para mantener en una mano el fusil y en la otra la cámara, lo que dotaba al momento de patetismo, fuerza y autenticidad, al ser reportero y soldado a un mismo tiempo. La obra nos trasmite una visión intimista y desmitificadora del conflicto. Un enfoque poco habitual de lo que fue la guerra. Los retratos de víctimas y caídos se muestran con respeto, sin brutalidad ni ensañamiento, al igual que las de los prisioneros, lejos de ser trofeos o botín o una curiosidad, pues en el fondo no dejaban de ser también sus hermanos. Aquellos fotógrafos de combate convivieron con la tragedia y la muerte, era su paisaje diario. Y las víctimas no fueron para ellos seres desconocidos, por lo que con su doble acción nos muestran el rostro humano de aquella gran tragedia colectiva. Y junto a todo ello, la fe del combatiente requeté, que en su firme y acentuada religiosidad nos muestran las misas de campaña e instantes de oración en la intimidad y retratos de voluntarios con profusa simbología religiosa en su pecho. Los autores, que ya publicaron anteriormente «Requetés, de las trincheras al olvido» en el mismo sello editorial, han estructurado el volumen en tres partes, además del prólogo del profesor Stanley Payne y de un prefacio de Luis Hernando de Larramendi, presidente de la Fundación Ignacio de Larramendi e impulsor principal del proyecto. Este singular original se suma a las grandes obras de historia gráfica sobre la Guerra Civil, Franco y el franquismo, Juan Carlos y la reciente sobre Falange editada por Actas. En síntesis, unvolumen gráfico de gran interés.

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A Sebastián Taberna, Nicolás Ardanaz, Martín Gastañazatorre, José González de Heredia, Julio Guelbenzu, Germán Raguán y a «la margarita» enfermera en el frente Lola Baleztena, les unió el ser voluntarios, soldados y la pasión por la fotografía, aunque fueron muy diferentes entre sí. Taberna y Ardanaz partieron el 19 de julio de 1936 en el Tercio del Rey. Con sus Leica y RolleIflex captaron magníficas imágenes en los frentes de Somosierra, Navafría y Sigüenza. Taberna llevaba consigo un rudimentario laboratorio de revelado. El alavés González de Heredia –El Cojo de Hermua– retrató a los carlistas en el frente de Vizcaya. Martín Gastañazatorre, de Durango, cubriría con el Tercio de Begoña los frentes de Aragón y Levante. El navarro Julio Guelbenzu, con el Tercio de Montejurra, los de Oyarzun e Irún, y la ofensiva sobre Vizcaya en 1937. El Tolosarra Germán Ragúan, el avance sobre San Sebastián; y Lola Baleztena, desde «Frentes y Hospitales», la labor de las enfermeras en el frente y la retaguardia.

FUENTE

www.larazon.es & www.elespanol.com

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