Daniel Granda 26/12/2020
La Federación de box estaba repleta. Si se lograba dar ese arreglo hacia la unidad de la juventud peronista, se consolidaba un frente político fenomenal. Alberto Brito Lima y los compañeros de la Guardia de Hierro me habían advertido que no me arrimara tanto para la zurda, que el general tenía sus reservas, pero a mí no me importaba. Había que lograr la unidad del movimiento y eso sólo era posible luchando todos juntos contra los milicos que decían que al Viejo no le daba el cuero para volver, lo demás vendría por añadidura, éramos peronistas. Esa noche, entre los oradores, hacía su debut el candidato a gobernador por la provincia de La Rioja, un petizo patilludo que imitaba a Facundo Quiroga y que para la izquierda era de derecha y para la derecha del peronismo, estaba entongado con los sectores de la zurda. Los bombos sonaban cada vez más fuerte acompañando la palabra subida de tono o dicha con doble sentido. Luche y vuelve era la consigna. Una genialidad de la inventiva popular. Nada más claro, nada más simple. Si esta síntesis no lograba que los sectores de la izquierda y de la derecha trabajaran por un objetivo que les era común, nada lograría la unidad del movimiento. Al gritar como desaforados la estrofa final del Himno Nacional: «O juremos con gloria morir», sentimos que todo comenzaba.
Mi casa era un despelote como el movimiento peronista. Mi vieja entendía, más o menos, eso de que había que jugarse de una vez por todas y tomar al toro por las astas pero en lo de Margarita, mi mujer, las cosas eran distintas. Las opiniones políticas eran de la más rancia ortodoxia peronista y estaban peleados a muerte con cualquiera que cuestionara el liderazgo del general. Ya me empezaron a mirar raro cuando me descolgué con el comentario de que Augusto Timoteo Vandor había querido jugarse la personal y cuando insinué que el movimiento necesitaba democratizarse, para que las bases se pudieran expresar, me hicieron la cruz. Creo que ese mismo día mi suegra se juramentó mandarme en cana. En ese entonces no podía.
Nuestra pareja fue sufriendo las transformaciones del movimiento, de derecha a izquierda. Al principio militábamos en la unidad básica del barrio, en parte por tradición familiar y en gran parte porque necesitábamos sentir que hacíamos algo para cambiar las cosas que pasaban. Con el tiempo nos fuimos comprometiendo más seriamente en lo que hacíamos y Margarita distanciándose del riñón de su familia, que por supuesto, no podían admitir que eran sus propias opciones y me culpaban irremediablemente por todo su proceso. Nuestro matrimonio fue intenso y urgente como los tiempos que corrían y más de una vez, me pregunté cómo fue que la perdí. Cuando tuvimos al pibe andábamos de maravillas, hasta recuerdo lo contenta que se puso cuando acepté que se llamara Gustavo como su viejo. Después, cuando quedó embarazada de la nena, ya veníamos mal. En todo sentido veníamos mal. A mí me costaba entender algunas cosas que pasaban, en cambio ella era como la madre, tozuda, pero pateando para el otro arco. Una vez que se le metía algo en la cabeza era muy difícil que cambiara de opinión.
No sé si nuestras primeras peleas fueron personales o políticas. A veces, por ser políticas, las convertíamos en agrias discusiones personales y otras, por el contrario, por no aceptar que eran personales, las llevábamos al plano de las diferencias políticas. Lo que sé es que cuando nació Martita, la cosa ya no daba para más y nos separamos. Nosotros nos fuimos arreglando pero a los chicos les hicimos mucho daño. Después de un tiempo, Margarita se juntó con otro compañero y los pibes mejoraron. Un buen tipo. En ese entonces fue difícil para mí unir todos los pedazos, mi matrimonio roto, los niños, mis dudas sobre lo que hacíamos, los compañeros de la infancia en la vereda de enfrente. Junto con el matrimonio se me fueron al tacho de la basura las viejas ilusiones de un movimiento sin agachadas. No aguanté más y me fui del país.
«La casa estaba rodeada y la zona liberada. No había salidas posibles ni posibilidad de resistencia. Margarita sólo atinó a proteger a los niños metiéndolos debajo de una vieja mesa de madera, echados de boca contra el piso, recibieron la primera descarga. Cuando una mano los izó de los cabellos arrastrándolos hacia la calle, supieron del llanto. Su madre, abrazada al pavimento, en su último intento logró desviar de ellos el tiroteo».
Cuando supe lo de ella, no soporté más el exilio. Decidimos regresar de inmediato con mi nueva compañera y hacernos cargo de mis hijos. Al principio fue difícil, sobre todo con la nena. Martita se había pegado mucho a mi vieja durante todo ese tiempo, pero Beba es una mina de fierro y se los fue ganado de a poco con mucho cariño y paciencia. A Gustavo me lo llevaba de viaje a menudo y charlábamos hasta por los codos. Creo que le gustaba mi trabajo pero nunca me quiso contar lo que pasó aquella noche con su madre, era como si la hubiese borrado de su mente. No quise forzarlo pero, desde entonces, se despierta aterrado por las noches y tengo que apretarlo muy fuerte contra mí para que se calme.
Es muy duro para nuestros hijos tener que aceptar esta realidad y muy cruel para nosotros no poder ofrecerles otras opciones. Nunca tuve dudas de que el mundo que soñamos es cien veces mejor por igualitario, solidario, justo, sin exclusiones sociales, para todos las mismas oportunidades y utópico, sin duda alguna. La gran pregunta es si estamos dispuestos a pagar los costos para alcanzarlo. No hay otra forma de entenderlo sino a través de la ideología y ésta, a veces, entra en franca contradicción con nuestras propias tripas. Estando en el exilio, extrañaba e idealizaba a mis hijos sabiendo que Margarita los protegería y los cuidaría como buena madraza que era, hasta que llegó la noticia de su fusilamiento y entonces, ya no me sirvieron ni mis propias palabras en aquel viejo poema: «Los hijos de la guerra, crecen aunque no quieran» . Tenía que volver, hacerme cargo de ellos, protegerlos, darles la frágil seguridad de una vida insegura. Al menos, poder abrazarlos muy fuerte cuando sintieran el miedo.
«Se presentaron de repente. En un rápido operativo dos coches cortaron las intersecciones de la calle y de un tercero, personal con ropa de fajina, irrumpió en la vivienda. Gustavo dio un grito y se tapó la cabeza. Marta, que jugaba con los cubos, empezó a sollozar. Beba se asomó por detrás de la cocina para ver que estaba pasando y el culatazo de un Fal le cruzó la cara. Él no estaba. Dieron vuelta la casa revisándolo todo mientras se iban quedando con los objetos personales que tuvieran algún valor y como eran mercenarios, el saqueo estaba incluido en la paga.
A los tres los sacaron a empujones mientras los subían al Falcon. A Beba, encapuchada, la acostaron en el piso del auto mientras le daban algunas patadas. A los chicos los dejaron por el camino, sin que nadie interviniera. Una milagrosa vecina los reconoció y se los llevó a su abuela».
Fue un golpe muy duro que la chuparan a Beba. El precario andamiaje de legalidad que había logrado construir por entonces, se me fue al diablo. Vivía del corretaje de máquinas y herramientas para talleres y pequeñas industrias que me había conseguido un amigo de la infancia. Me tuve que borrar para no poner en peligro a gente con buena intención que todo lo que hacían era por gauchada. Nobleza obliga. Decidí que no me iban a quebrar y empecé a frecuentar los cafés de los buscas y salía a vender por la calle, o puerta a puerta, las ofertas de la mercadería del día. Broches, pilas, lápices y lapiceras, una cajita con cincuenta carretes de hilo de coser, sábanas, cubrecamas, magiclik, encendedores y las chucherías que pudieran aparecer y uno cargarlas en un bolso. Si miraba para atrás se me llenaban los ojos de lágrimas pero estaba decidido a salir del pozo. Entonces creía que más abajo no podía caer y me equivoqué nuevamente.
Durante todo ese tiempo vivía en una piecita alquilada en un conventillo de Morón. Sabía que no debía ir a la casa de mi vieja y mucho menos quedarme a dormir, pero los chicos tienen mucho miedo y sufrieron bastante, pobrecitos. Era posible que controlaran la casa porque me andaban buscando, pero se los prometí y esta noche me quedo con ellos.
Cuando la puerta de calle recibió un escopetazo y después una patada, yo sabía que era inútil resistirme, para qué. Lo único que alcancé a ver, antes de que me pusieran la capucha, fueron los ojos de Gustavo. ¡No hijo, ni lo pienses! No es tu culpa, ni la mía, ni de ella. Tenía que ser. No, no es tu culpa.
Desperté en un vómito. Me dolía terriblemente la cabeza y una insoportable puntada en el bajo vientre me recordaba la sesión de picana de la noche anterior. Quise incorporarme y un nuevo vómito me contuvo. Estaba encadenado a la pata de una cama y maniatado, no podía sacarme la capucha que me ahogaba. La tanteé con la cabeza y comprendí que era sólo un elástico de malla para que la corriente eléctrica descargara a tierra. Las preguntas incesantes y las risas me martillaban la cabeza.
-¿A quién conocés?
-¡Cantá, carajo!
-Te vamos a reventar como a la puta de tu mujer, pero no vas a tener su misma suerte. No va a ser tan rápido. Vas a pedir a gritos que te matemos.
-¿Dónde estuviste en Perú? ¿A quién viste? ¿Quién te bancaba? ¡Hablá, hijo de puta! ¡Hablá, carajo!
-Dale Julio, si ya lo sabemos todo. Sólo queremos confirmarlo. Para qué te vas a hacer amasijar. La Beba ya nos contó todo. Dale, hablá que después no te pegan más.
Beba, ¿qué pudo haberles contado? No, lo que pasa es que me quieren hacer pisar el palito. Beba es mi compañera. No, quieren quebrarme diciendo que ella les contó. ¿Qué les pudo contar? ¿Beba? ¡No!, no y no.
Sentí que con una pinza me agarraban de la lengua. La descarga fue inmediata. La lengua se contrajo, como queriendo escapar de esa aguda quemazón.
-Ay, mamita, ¿por qué?
Y otra vez el vómito. Ya no tenía qué largar y empecé a escupir sangre. El gusto acre llenó el ambiente.
-¡No! No, por favor basta, basta. ¡No aguanto más!
Tiritaba. Me castañeteaban los dientes y no podía evitarlo. ¿Cuánto hacía que estaba aquí? Allí vienen otra vez. ¡Otra vez no, por favor! ¡Otra vez no! Pasaron.
No, allí vuelven, vuelven, vuelven.
Una patada en los testículos me obligó a moverme y me levantaron por las axilas.
-Ahora vas a ver cine del bueno y sin cortes.
Me sentaron en un banco y esperamos. Temblaba de antemano y empecé a sollozar. Cuando me sacaron la capucha un penetrante dolor en los ojos me impidió mantenerlos abiertos. Mientras me amordazaban pensé que era la última vez, porque no podían arriesgarse a que los reconociera.
-Por qué llorás, maricón. No lloraste cuando te metiste en la joda, ¿no? Ahora, aguantátelas.
-Che, ¿te gustan las pornográficas? ¿Sí? Contestame, hijo de puta. Ahora nos vamos a cojer a tu mujer, a ver si te gusta la película.
Cerré con fuerza los ojos. No quería ver a Beba desnuda y atada sobre esa mesa. Ese sexo amado no podía hacer nada por evitarlos. Ella lloraba y se clavaba las uñas en las manos con la escasa movilidad que tenían sus muñecas. En la más terrible desesperación y en la impotencia, valoré su amor y lloré. Lloré por mí y por ella. Lloré.
El cachetazo sonó claro, me obligaban a mirar y se reían. Me sostenían de los cabellos para que no pudiera torcer la cara, mientras le quemaban los pezones con la brasa del cigarrillo.
-¿Te das cuenta que podemos hacer con ustedes cualquier cosa? La única salida que te queda es colaborar con nosotros.
-Hoy nos cojimos a la Beba, mañana le vamos a hacer lo mismo a tus hijos. Al Negro le gustan mucho los pibes. ¿No es verdad, Negro? Pensalo, pero pensalo muy bien, hijo de puta.
Me encapucharon nuevamente y me volvieron a encadenar, pero no en el mismo lugar. Olía distinto, como a taller. Quedé inmóvil sobre una colchoneta, boca abajo, sorbiendo la mugre de otros torturados. Sin tiempo.
El Turco me pateó las costillas para despertarme, mientras me sacaba la capucha.
-¿Te acordás de mí? Hace algunos años fuimos compañeros con Alberto Brito Lima en la Matanza, ¿te acordás? Yo estaba cuando te chuparon, pero vos no me viste. Julio, dejate de joder y colaborá. Mirá, estuve hablando con algunos compañeros y me dijeron que si yo respondía por vos, te podemos recuperar. Para que veas que no es joda, mañana te llevo a ver a tus pibes y dentro de un tiempo, cuando seas de los nuestros, te largamos.
Sabía que era posible y que a ese tratamiento lo llamaban «recuperar». Recuperar qué: la vida, la dignidad, la vergüenza, los sueños, la libertad. ¿Y para recuperarse, a cuántos compañeros debería traicionar?
Gustavo quiso abrazarme pero el Turco se lo impidió. Lo detuvo agarrándolo de un brazo. Marta estaba en el colegio y mi vieja la había ido a buscar.
-¿Te gusta ver a tu papá? -dijo mientras lo sujetaba por los brazos para que no me abrazara- ¿Te gusta? Bueno, te prometo que si se porta bien lo traigo todas las semanas para que lo veas.
Después de forcejear, cuando logró soltarse, Gustavo se abrazó tan fuertemente a mis piernas que casi pierdo el equilibrio. Realmente no creí que pudiera tenerlo otra vez conmigo. La posibilidad de no volver a acariciarlo me golpeó con más fuerza que la propia tortura.
-Usted no tiene que decirle nada a nadie, señora -le dijo el Turco a mi mamá- Julito se está portando muy bien y pronto lo van a tener de vuelta. La Beba va a tardar un poco más, pero también va a volver. Además, usted ya me conoce. Soy un peronista de palabra. Lo fundamental es que no hagan nada y, sobre todo, que de esto no le digan una sola palabra a nadie. ¿Está claro? -concluyó.
Los días se fueron haciendo interminables, sobre todo las noches. Los gritos de los torturados me helaban la sangre. A pesar de taparme con fuerza los oídos,
no dejaban de atormentarme. El pensar en no volver a ver a los chicos, era la justificación a la que me aferraba con uñas y dientes. Sobrevivir, colaborar, sobrevivir. ¿Si me hubiese escapado ese día que me dejaron ir solo a mi casa, desde la parada del colectivo? El Turco me había advertido que me vigilarían, pero tenía mucho miedo y no hice nada. ¿Y si los traen a Gustavo y a Martita aquí? ¡No! ¡No, por Dios, no quiero ni pensarlo! ¡No! No aguanto más… ¿Hasta cuándo? ¡Basta, por favor! ¡Basta! Que se callen. ¡Que se callen de una buena vez! ¡Mátenlo, pero que se calle! ¡Por favor!
Estaba decidido. Cuando me dejaran solo con mi vieja, le contaría todo para que pida ayuda. El Turco me acompañó hasta la puerta de mi casa y dijo que pasarían a buscarme a las cuatro en punto. Era el momento que esperaba.
-Mamá, hacé algo por favor. No aguanto más los gritos de los torturados en la noche, pedí ayuda. ¡Por favor!
«La madre de Julio denunció ante la Comisión de la OEA la existencia de un campo de concentración clandestino de la Policía Federal llamado Olimpo, en el que estaban detenido su hijo y su nuera. Refirió todos los datos por él aportados y los relatos espeluznantes que eran parte de las torturas físicas e intelectuales que sufrían su hijo y todos los detenidos-desaparecidos que allí estaban: Los gritos y los llantos permanentes por las diversas torturas y la picana; los niños abortados y los nacidos a término en cautiverio, en partos clandestinos, para ser entregados a camaradas o vendidos; las violaciones habituales de todo tipo y las que tuvo que soportar por ver a su propia compañera violada y torturada; en definitiva: una pormenorizada descripción del mismo horror. Incluso le aportó a la Comisión de la OEA la dirección exacta del funcionamiento de dicho campo de concentración, llamado irónicamente: “El Olimpo” que funcionaba en los viejos talleres de la Policía Federal cito en la Avenida Olivera y Ramón L. Falcón.”
El velero de Julio naufragó junto a sus sueños y a los de Beba, en la noche que aún nos habita…
*** Daniel Omar Granda ***
Continuará…
El próximo Lunes 18 de Enero, un nuevo relato.