Disponíamos de una pequeña tienda situada en los bajos del edificio donde se ubicaba parvulitos. Se abrían unos enormes ventanales y, tras subir tres grandes escalones de madera, vieja y carcomida por los años, llegábamos como a un paraíso de chucherías, chocolates y multitud de dulces, al que comúnmente llamábamos: el kiosko de Pacita. Está claro que la madera de antes ya no es la de ahora. Aquellos tres míseros escalones aguantaban el peso de unos 30 alumnos apelotonados unos encima de otros.
En el kiosko encontrábamos aquellos ansiados helados de Frigo o de Miko, ya fuese verano o invierno, los había todo el año: los «frigopie», los «drácula» o el «mikolápiz», mi preferido. En otras ocasiones, traían «La Menorquina» o «Alacant», pero no eran tan apetecibles. Aquellos flash de cola, de limón, de piña… Chicles «Cheinw», sobre todo, que era el que mandaba en aquella época.
Recuerdo a mi compañero de clase, José Antonio, que era salir al recreo a comer el bocata y le entraba cara de pena. La razón era muy evidente. Su madre, le mandaba en la mochila cada día, un mendrugo de la barra de pan del día anterior. Integral y sin sal, para joder, evidentemente. Normalmente lo llamamos currusco o cuerno de pan. A todo esto, le añadimos el que, en su interior, llevaba una diminuta loncha de jamón de york o chopped. El motivo era que José Antonio estaba algo pasado de kilos. Con aquel bocata, por llamarlo de alguna manera, su madre pensaba ponerle a dieta para bajar aquellos kilos de más. Poco duraba aquella dieta, cuando pisaba el primer escalón hacia la cumbre de los ventanales del kiosko de Pacita, y se compraba, hasta dos veces, aquellos enormes triángulos cubiertos de chocolate y con corazón de apetitoso bizcocho con crema pastelera. De postre, se «apretaba» una palmera gigante, no como las de ahora, también de chocolate, para quitarse ese sabor que dejaba el «triángulo».
Recuerdo a doña Milagros, la profesora de inglés, como si fuera hoy. Le molestaba que la llamásemos doña y le encantaba oir «señorita Milagros». Los años ya le habían quitado ese privilegio. En su clase mandaban las niñas, a no ser que estuviese Marcelo, que era una más. Se le notaba su poderío cuando decía aquello de «nosotras mandamos en clase». !Menudas movidas había con aquellos comentarios de Marcelo!. Más de uno le calló la boca fuera del colegio y, hasta en el patio de recreo, recibía notas amenazantes.
Doña Milagros, a la que llamábamos «la búho», por sus gafas con tantísimas y tantísimas dioptrías, (también llamadas gafas de «culo de botella»), era muy escrupulosa con eso de coger el bolígrafo con las manos. Los gérmenes y esas cosas que jamás veíamos, solamente cuando echaban en la televisión, los capítulos de «Érase una vez el cuerpo humano». Pegados a la tele todas las tardes y después de clase, (porque antes era jornada partida, no como ahora). Se ponía un guante blanco en la diestra y así evitaba contacto con gérmenes, cuando usaba un útil de escritura que no era el suyo. Eso siempre, porque nunca llevaba ninguno propio. Siempre a gastarle tinta a los demás. Nunca entendí tal miedo por aquella tontería y más, cuando pedía a alguna niña o a Marcelo, indistintamente, ir al baño a por agua. !AL BAÑO!, ese baño que desprendía gérmenes desde lejos. Porque, no os lo perdáis, pero llevaba siempre su propio vaso de agua. Decía: Me lo lavas y me lo llenas de agua fría. El !por favor! también se lo ahorraba mucho. Hoy en día ese tipo de cosas no serían así…
Había otro profesor con una cualidad innata. Se zampaba medio bocadillo con solo mirarlo. A la pregunta de: ¿a ver a qué sabe eso?, te cepillaba medio bocadillo de un mordisco y, si le gustaba, relamía los bordes para que te diese asco y se lo dejases. Estaba todo planificado por don Arturo, al que, por supuesto, también le habíamos puesto mote. Se le decidió llamar «el cojo», por su inusual cojera. Un accidente de coche le dejó así para la posteridad. Recuerdo verle siempre fumando en clase mientras nosotros tragábamos humo a la hora de hacer nuestras tareas de Lengua y Literatura. Cosas impensables hoy en día.
Don Arturo era hermano de otro profesor del colegio, don Jesús. Le podríamos haber llamado Chus, por ejemplo, pero preferimos ponerle el mote de Chusín Pelitoperfecto. Aquel peinado tan «enlacado» que no se movía nada cuando nos daba clases de gimnasia. Ahora es Educación Física. Imposible llamarlo así en aquella época, porque dejo claro que ni había educación ni física.
Desde hace varios años se habla mucho del Bullying. Antes, eso no existía ni por asomo. Unos éramos delgados y otros gordos y a nadie le importaba que le llamasen flaco o gordo. Nos lo pasábamos todo por el mismísimo «forro». Teníamos un profesor, don Felipe, que se metía mucho con los gordos. Hoy en día recibiría amenazas, no de padres, sino de los propios alumnos, se dejaría sacudir y grabar por ellos para que pudieran subir el vídeo a youtube. Sinceramente, se merecía un buen ladrillazo en toda la boca, pero hace algo más de 30 años, había que callarse la boca y no decir ni pío.
Hubo profesores que pasaron tranquilos por los pasillos. Profesores que se dedicaban a formarnos y educarnos sin más. No recibían mucha atención de nuestra maldad. Doña Remedios nos llamaba «neninos» en vez de alumnos. Era bastante entrada en años y muy querida por todos y todas. Don Carlos nos daba matemáticas de 4º a 6º curso y, acabando las clases, se enfundaba el traje de faena y se dedicaba a cuidar de sus vacas. Don Pedro, era un pobre hombre que apena levantaba la voz cuando armábamos jaleo. Un buenazo, aunque desfasábamos bastante con él. Le teníamos tanto aprecio que le pusimos el mote de «susurros».
A veces, se echa en falta esos años que corrieron como la pólvora. Tiempos que ya no volverán. Aquellos maravillosos ’80.
JEZABEL