Al conocer ese bar pensé inevitablemente en Toulouse-Lautrec y en el espectáculo de la vida. A Lautrec le interesaba exclusivamente el hecho humano, el ambiente y el paisaje son sólo un complemento. “No existe más que la figura” -le decía a su amigo y biógrafo Joyant- “El paisaje no es nada y no debería ser sino un accesorio”. “El paisaje sólo debería usarse para hacer más inteligible el carácter de la figura”. Su elección temática era el mundo del circo, los espectáculos, los cafés, los cabarets y los prostíbulos, visto sin condenas moralistas pero también sin complacencias sensuales. Lo que a él le interesaba registrar era la vida, tal como era, no como pudiera ser o parecer. La actitud de un cuerpo femenino en reposo o danzante, el ademán de un brazo, la mueca de una boca, una mirada captada en el instante de su máxima expresividad gesticular.

El Café de la Plaza, de Concepción del Uruguay, siempre me produjo esa misma sensación. Un lugar ameno para la reunión con los amigos, un espacio incomparable para leer el diario con un delicioso olor a café con leche por las mañanas, acompañado por las inevitables medialunas y con ese rumor inconfundible de los grandes cafés del mundo,  que al caer la tarde, se pueblan con gentes de todo tipo que buscan refugiarse alrededor de sus mesas.

Ese viernes era también especial. Tocaba el grupo de «Chaca y un, dos, tres…probando» con todo su chévere. Por lo que sabía, harían dos entradas y ya se acercaba la hora de la primera. Cuando lo anunciaron, el café estaba atestado de gente expectante. El «Chaca» Apeceche en el teclado, Analía Chichizola, en voz y guitarra y Verónica Sommer en voz.

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Sombra, Thalía, Gal Costa, Vinicius de Moraes, Chico Buarque y otros monstruos de la música caliente y sensual latinoamericana, hicieron que el ritmo se vuelva febril desfilando por entre las sillas del café. El clima llegó al paroxismo cuando anunciaron que habían convocado para la reunión a la batucada de la Comparsa Aimará, con la presencia estelar de su pasista «Pachi», que arrancó más que aplausos. Estallaron gritos alucinados de más de un parroquiano del lugar. Cuando Pachi empezó a contornearse y a vibrar al ritmo de la música del Brasil, sentí que me faltaba el aliento. Como pudimos, nos pedimos otra vuelta de cafés con algo más, para soportar estoicamente las alucinaciones que nos producía la calentura de la imaginación. Los algo más de los cafés eran: Ron (en el Cubano), Cointreau (en el Suizo), Whisky (en el Irlandés) y  Cognac (en el Napoleón). Como era muy fuerte, la alucinación se entiende, acompañamos el café con un par de copas supletorias para soportar estoicamente la diminuta bikini que lucía la pasista.

         Con la cadencia de la batucada, Pachi arrancó balanceando sus caderas vestida por una diminuta bikini con flecos confeccionados de mostacillas y colores brillantes. Con la luz direccional de los reflectores sobre el pubis, las mostacillas parecían un calidoscopio lanzado a velocidad vertiginosa. A medida que los redobles se multiplicaban, el cuerpo de la pasista se contorneaba de pies a cabeza vibrando rítmicamente y, ofreciendo al acalorado público, un espectáculo con alto contenido erótico. Inevitablemente tenía que suceder. Con el apretujamiento y el abundante alcohol, desde la barra atestada de gente, se fue abriendo paso un borracho que a los empujones se dirigió directo al escenario exhibiendo impúdicamente un puñado de dinero en su mano derecha.

         – ¡Permiso, dijo un petiso! ¡Ya voy, mi amor…, a ver como bailás para mí solito!  ¡Dale, perra…, yo te pongo estos billetes en el concherito pero tenés que mover el culito para que te vea de cerca! – Y a medida que balbuceaba, con mano torpe, intentaba sujetar los billetes en el elástico de la bikini de Pachi.

– ¡Rajá de acá, borracho de mierda, si no querés que te estropee la trompa! – Dijo el morocho del bombo mayor, blandiendo amenazadoramente el mazo frente a la cara del atrevido parroquiano.

         – ¡A quién vas a estropear, croto! – Se encocoró el borracho, poniéndose en guardia, y allí se armó una trifulca mayor porque empezaron los forcejeos entre todos los que estaban cercanos al escenario.

         Mientras tanto, el resto del auditorio había hecho un profundo silencio tratando de no perderse detalle de la pelea. Todos estaban pendientes del morocho y del borracho y especulaban con las dotes pugilísticas de cada uno; cuando, desde el fondo del bar, se escuchó un reclamo alcoholizado pidiendo más acción:

         – ¡Sangre…, quiero ver sangre! ¡Sangre…, quiero ver sangre!…

         – ¡Si querés ver sangre, pinchate el culo! – Contestó muy suelto de cuerpo el borracho que había iniciado la trifulca y, con la carcajada general, se dio por terminado el conflicto.

*** Daniel Omar Granda ***

Un comentario sobre «UN CAFÉ COMO EN PARÍS (215)»
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