LA BITÁCORA DEL NAUFRAGIO
INTRODUCCIÓN A LA BITÁCORA DEL NAUFRAGIO:
La República Argentina, desde 1930 hasta 1983, fue azotada por golpes militares violentos, que derrocaban las democracias republicanas surgidas de elecciones libres. Esa es la triste historia de mi país, lamentablemente. Tampoco vale afirmar que han sido “solamente” las fuerzas militares quienes cometían esos atropellos; en general, eran apoyadas por diversos sectores de la sociedad: Partidos políticos, Iglesia, Sindicalistas y hasta el propio Partido Comunista. Pero sin lugar a dudas, durante el golpe sangriento del período: 1976/1983, llegamos a conocer el peor rostro de nuestra sociedad. Miles de Centros de Detención y Torturas Clandestinas, se instalaron en todo el territorio nacional. La tortura como método y la “desaparición forzada de personas” fueron aplicadas sin piedad con un saldo de 30.000 desaparecidos; cientos de niños secuestrados o nacidos en cautiverio, que al día de hoy se los sigue buscando; miles de muertos y un incalculable número de prisioneros que, si tenían suerte, eran blanqueados en las cárceles. Pero aquellos que consideraban demasiado íntegros y que no iban a delatar aportando algún dato; terminaban en una fosa común o tirados vivos desde los aviones en medio del Río de la Plata. Estos y muchos más son los atroces hechos ocurridos hasta el advenimiento de la democracia con el Dr. Raúl Alfonsín en 1983. La historia la conocen y “La bitácora del Naufragio” pretende homenajear a aquellos que perdieron sus vidas durante dicho período. Los personajes son arquetipos de los diversos argentinos que murieron luchando en esta gesta y de su propia épica. Aunque argentino, mis abuelos paternos son asturianos y agradezco la posibilidad de dar a conocer estos cuentos en #memoriasdeundestierro. La idea es publicar un cuento de la “Bitácora” semanalmente, hasta completar la totalidad de ellos con el cuento de “La noche”, que describe acabadamente la mentalidad propia del torturador.
CARTA ABIERTA DE UN NAÚFRAGO:
Dónde estás, te necesito. La espesura de la sombra de tu noche espanta la mañana y crece, igual que los gigantes de los cuentos, a medida que el terror avanza frente a mis ojos. Entonces me apichono, tiemblo, literalmente me cago de miedo y me tapo la cara con las dos manos para no ver, pero es imposible no ver: “Una vez que abras los ojos, nunca más podrás volver a cerrarlos”, decía aquel famoso graffiti del París-Mayo 68’, que a la militancia de los 70′ nos quemaba la cabeza. Y que cierto, carajo. La mirada fija del miedo. El triste asombro que no puede con sí mismo. Esta puta conciencia que te castañetea en los dientes. Tus ojos y los de tantos gritando esa urgencia de cambiarlo todo. Los que están y no están. Los que no deberían estar pero están. Los traidores a los otros y los traidores a sí mismo. El comemierda de siempre y los nuevos comemierda. Los “José yo te lo explico” que denunciaba Tato Bores y lo inexplicable para José, para doña Rosa y para toda la parentela. Pasa, pasa, pasa… decían los gallegos, pero no pasa, se queda pegado como moco en los agujeros del alma. La sombra de tu noche no tiene mañana y eso la hace más sombra y la hace más noche. Pasa, pasa, pasa… un carajo pasa.
El gigante, con el día, parece diluirse y aparecen los enanos con su discurso de la hora del perdón, del olvido necesario, de la conciliación obligatoria, de la teoría de los dos demonios, del algo habrán hecho porque los argentinos somos todos derechos y humanos, que estamos a salvo si nos portamos bien y si no pensamos en boludeces como esas de la igualdad, la libertad y la fraternidad, que la mano dura era necesaria para restablecer el orden, que en algo andarían, que el caos es un caos y el big bang no existió; y entonces, después de una noche dura nos aflojamos, tomamos unos mates, nos miramos por un rato el ombligo, a veces hacemos el amor -con sábanas o sin sábanas da igual al decir de Mario Benedetti- cerramos un cachito los ojos y parece que dormimos. Aún no, ojo, en guardia. Los enanos también la ofician de alcahuetes, se meten por cualquier agujero. En el baño, en las cloacas, en los bolsillos de tu camisa, en la cama, en la puerta de tu casa, en la sopa. Donde quiera que vayas, allí están los enanos. Anotando, atisbando, midiendo, botoneando, marcando. Hay miles de enanos. Son los creyentes devotos del santo oficio que, por ganarse el cielo, persiguen a los demonios y no les dan tregua, los entregan a la santa purificación de la picana. Son los tacheros afables que te conversan verde para recoger maduro. Los relatores de fútbol hijos de puta que incitan a la argentinidad boluda para pasar por la Avenida de Mayo -mientras la Comisión de la OEA registra las denuncias de los familiares por las desapariciones- gritando que en la Argentina no existió la noche, ni vos. Son los curas en tecnicolor que reciben a los familiares para consolarlos, contenerlos, calmarlos y sacarles de paso algún dato, de amigos, de conocidos, de parientes, de peligrosos pensantes o de cualquiera que pudieran convocar para tener alguna que otra charla amable con el dueño de los candados; para después, eso sí, hacer los debidos actos de contrición y agradecerle al buen señor el favor de permitirles servir a la patria como dios manda.
Y uno debajo de la cama, cagado de miedo, creyendo o soñando que en ese agujero de enfrente vas a estar más seguro y entonces tomas aliento y uno, y dos y tres. Respiras profundo y saltas. Al fin voy a poder descansar. El lugar es chico y un poco precario pero no importa, están juntos y vivos. Sin dudas las cosas se te complican porque no estás solo, tenés con vos a tu mujer, a tus hijas y como mucho el bolso que pudiste rescatar con los documentos personales, cuatro papeles, dos mangos con cincuenta y el muñequito de trapo con la camiseta de Boca que la más grande bautizó como Tito. El problema más serio es que hay que comer todos los días y, para comer, hay que laburar. Pero claro, al diario no podés volver y entonces vendés café por la calle, huevos, sábanas, máquinas de escribir, estanterías para negocios, libros, probás con las ofertas del colectivo de por si esto fuera poco, la biblia, el calefón, yira yira y toda la filosofía de Enrique Santos Discépolo que, si bien no te alcanza, le pone a tu entendimiento una pequeña mueca parecida a una sonrisa.
Mientras jugás con la más chica, sentís que unas pezuñas rascan la puerta, crick, crick, crick, las ratas te encontraron de nuevo. Las llevan de a racimos los enanos, una sujeta a cada dedo.
-Me tironean del meñique, oficial.
-No, mejor sigamos la del índice, es el indicado. Ya olfatean la tierra. Por allí…
Y vos que te mordés los labios, y otra vez, y uno, y dos y tres ¡hop! A correr. Como puedas, con el último aliento que nunca es el último, corrés. En una mano tus hijas, en la otra el bolso, tres papeles, seis botones, una camisa. Fiódor Dostoyevski por lo menos te acompaña. Los demás se quedaron, no hubo tiempo.
Te agarró otra vez la tormenta. La cáscara de nuez en la que flotabas se te fue al carajo y caes al agua, te aferrás con fuerza a un madero, flotás a la deriva pero todavía flotás. La vela fue deshecha pero aún flotan los maderos, sólidos, seguros, indestructibles. Aunque te hundieras vos sabés que ellos seguirán allí, de eso estás seguro. Te alegrás y descubrís algo importante. Ahora estás seguro que el error estuvo en la elección del velamen, en los vientos, en el timón, donde vos quieras; pero nunca en la madera. La madera es noble, fue bien elegida. Flota con vos a cuesta o sin vos, pero flota. En la noche de mar embravecido, allí estará. Será la base de nuevas embarcaciones. Otros veleros la tendrán en sus costillas. Manos más diestras que las tuyas harán nuevos encastres. Sueñas…
La sombra de tu noche se extiende en esta mañana incierta. Me pregunto si es función de la luz librar esa batalla. Será posible una noche de luz o estamos condenados a vivir ciclos inevitables. No será un absurdo sinsentido la noche. Aferrado al madero te adormecés. De la misma vieja madera está hecha tu guitarra. Sabés que en algún rincón de la noche los amantes se aman. En ella cabe todo, el amor, el odio, el miedo, la locura, la tortura, la esperanza. Hay abrazos nocturnos y urgentes que sueñan, que aman, que copulan con rabia pariendo mañanas. Será la noche el punto de partida y su proyecto el mañana. Entre ambos, noche y día, el amor y el desamor. Pero también la noche es silencio, abandono, dolor, desesperanza. Cerrás los ojos y está en vos, los abrís, pero cada día hay que construirlo. Una nos envuelve, al otro hay que andarlo. Saber que no hay camino, como dijo Antonio Machado, que todo es andar haciendo camino.
El sopor de la seguridad te afloja los músculos. Dormido profundamente, flojo, caés al agua. El chapuzón te despierta -el madero- Si no te aferrás a él, seguro que te hundís para siempre. Qué será siempre. Habitantes de la noche, cómo es siempre. Nosotros fuimos mañana, ayer, pero nunca siempre. Qué cambió el nosotros entusiasta. El mundo marcha al revés de lo previsto. Hoy las madres suceden a sus hijos como un signo de esperanza: “Nuestros hijos nos parieron”, dicen las Madres de Plaza de Mayo. Cómo fuimos capaces de parir estas tigras y nos resultó imposible copular con la historia. Tal vez la embarazamos y no nos dimos cuenta o tal vez no alcancen siete años sino setenta, o setenta veces siete. Mientras tanto, debajo de la cama, recibimos delirantes mensajes desde el éter con la orden de reorganizarse, caracterizando el desbande como estratégico. Ya verán cuando avancemos, decían un puñado de hijos de puta delirantes mientras tanto, disfrazados de comandantes guerrilleros, se peleaban en París para ver quién se quedaba con más guita, se traicionaban, nos traicionaban, se puteaban, se acusaban de alta traición, se condenaban a muerte y viceversa. Eso sí, en Europa, con la seguridad de estar bien lejos de tu noche negociaban con el Almirante Emilio Eduardo Massera, quién había dejado organizadita y funcionando la ESMA y pretendía ser el nuevo Perón, con el apoyo de la traición de la conducción Montonera. A vencer y a resistir que la victoria es nuestra. Como a Dante Alighieri: me dan un infinito asco los traidores.
Y si fueran ciertos nuestros sueños, no los de ellos, los nuestros. Si a pesar de todo retoñamos. Si se cumple a pie juntillas el regreso en el viento, en una canción, en una madre, en vos, en el pueblo. Sobreviviente: hay que sacudirse el polvo del silencio, no está dicha la última palabra, unamos los maderos.
Dónde estás, hermano, te necesito. Sé que soy muchos y a veces no soy capaz de ser yo mismo. Tengo miedo o estoy cansado que es igual. Cómo amarrar tantos maderos. Todos los días pienso qué hubieras hecho vos si la vida nos cambiaba los papeles. Pero la vida no quiso. A veces puteo contra esta jodida vida y lloro en el silencio. Hoy te escribo. Hoy, y ayer, y antes de ayer, estuve con el pueblo. Vos eras la consigna y yo, tu testigo. Las banderas flameaban como antes, el tiempo es otro y no flamea. No estás ni vos, ni Tito, ni Nené, ni Héctor, ni Simona, ni Oaki, ni el Gordo, ni Tomás, ni Román, ni tantos ni. En qué recodo de la historia se quebraron sus veleros. Hasta cuándo esta noche que nos habita…
“Morir es dormir. ¿No más?
Morir es dormir… y tal vez soñar.”
«Hamlet (Acto III – Escena IV)
W. Shakespeare
LA NOCHE QUE NOS HABITA:
Difícilmente podría hacerlo entrar en razones. Enrique ya había decidido que, a pesar de todo, no abandonaría el país. Tantos años a la cabeza de la juventud peronista de la zona, hacían que su resolución de vivir en el partido fuera peligrosa. Felizmente, con la ayuda de otros amigos, logramos convencerlo de que vendiera el departamento y se fuese con su mujer y su hija al interior.
-Mirá -me dijo una vez la Negra- Quito ya no es el de antes. Vive obsesionado por los diarios. Lleva un minuciosos registros de muertes y desaparecidos y, todos los días, se pregunta por qué Coco o el Negro y no él. Es como si quisiera llegar al final.
El final. La palabra quedó suspendida del asombro. Sonó en mis oídos como un lejano grito aún audible. En su voz, la de todos, el final. ¿Cuántas veces me hice la misma pregunta? Sentir en la piel el sudor de los otros. La garganta que se cierra, a medida que el miedo desciende por los hombros. El final y las pupilas que se dilatan conteniendo el vacío dejado por las lágrimas y el miedo que avanza por el vientre. Las terribles imágenes del último combate acuden ahora golpeándonos los muslos. Solo frente al enemigo y en nuestra soledad; el otro. El final y el miedo por las piernas. Mordiendo nuestra espalda, ese último combate del que todo sabemos y aun así, es preciso pasarlo en la mesa de torturas. Solos, frente a frente. El enemigo, yo y el mudo testigo del otro. También el miedo que se aloja definitivamente en la garganta. El final.
Qué lejos están aquellas proyecciones de “La hora de los hornos”, la “Operación masacre”, los reportajes al Viejo. Cuántas ilusiones corrieron por debajo de los puentes y cuántos sueños flotan hoy con las manos atadas a su espalda. La esperanza, acribillada a balazos, rugió en silencio desde una tumba sin nombre. Regresar a la playa es necesario para el hombre que cae al mar desde un helicóptero artillado. Regresar es necesario.
De Enrique, lo que me impresionaba eran sus ojos. Increíblemente tiernos. Quizás favorecía esa expresión el tener los párpados caídos y sobre todo el derecho, notoriamente más marcado que el otro.
Una vez se lo hice notar y se rio con ganas, retrucándome con una idiota semblanza vacuna que me pareció exagerada. Como aquella vez que, por tomarme el pelo, me pintó de rojo los labios de un afiche de Belmondo que tenía en mi pieza, diciéndome que un compañero no podía ser tan puto para que le gustase un rostro masculino, aún en nombre de la estética. Desde entonces, la realidad latinoamericana era analizada bajo la sensual vigilancia de un francés muy distinto a aquel Debray que testimonió los primeros pasos.
A las ocho tengo que pasar a buscarlo para comer un asado, y ver a Boca ganar la Libertadores. Las excusas son buenas para volver a encontrarnos. ¿Cuántos años pasaron desde Belmondo? La vida nos arrastró varias veces hasta sus límites. La urgencia por ver un mundo nuevo nos puso viejos en éste y a pesar de todo, no dejábamos de soñar con esa vieja utopía llamada libertad.
Durante cuatro años vimos gastársenos las ganas en encuentros casuales. Enmarcados en un barrio o en alguna movilización, nos buscábamos para saber que estábamos. Nos bastaba. Cuando encontré a la Negra, casualmente, en el andén de Liniers, el tiempo desapareció. La distancia nunca había sido verdaderamente cierta. Vernos y sentir que ayer nos habíamos buscado, fue una misma alegría.
Al rato la mesa de su casa se tendió, albergando la amistad. Con nosotros Belmondo, Roberto, el Mosquito y tantos otros que nos ayudaban a sentirnos vivos.
Los ridículos calzoncillos antieróticos de Enrique surtieron efecto. Hoy ofrecíamos a nuestro afecto dos hijas, la suya y la mía. Junto al pan soñamos en voz alta la posibilidad futura de que crecieran juntas por continuar a nuestros ojos. Ese fue el camino que elegimos algunos años atrás.
Me dolía tener que convencerlo, pero era necesario. Sabía que si lograba que se fuera sería un nuevo compás de espera en nuestras vidas. Pero si no lo lograba, la espera del reencuentro podría ser mucho más larga y peligrosa. A pesar de que Enrique ya no militaba, lo buscaban por todas partes. Supimos de varios compañeros a los que les habían hecho preguntas muy concretas sobre su paradero. No era prudente seguir creyendo en la suerte.
Aún no era el tiempo de la síntesis. Los muertos conocidos eran muchos, demasiados y deambulaban vivos por nosotros. Se cometieron errores, pero no era posible dimensionarlos. No ahora.
¿Cómo ocurrió todo? ¿Por qué Roberto, que soñaba con un tonto tanque amarillo a lunares, hoy no sueña con nosotros? ¿Qué fue lo que hizo trizas ese gran sueño colectivo? El Mosquito cayó en una sonrisa.
Pero Boca juega la final y el asado es una buena excusa. Esa noche atentaba contra nosotros. Llegamos con Enrique a casa, ya de noche y un corte de luz, casi nos obliga a volver a su departamento asesino. Por suerte volvió la luz y nos dispusimos frente a Boca y, no nos fallaron ni Boca ni el asado.
Inevitablemente, superada ya la excusa, vienen los raccontos necrológicos.
-Ya sabés de Juan, que el Loco, que Horacio, Mecha, Esteban, Jorg…
Necrológicamente nos sumergimos en el tema, apretándonos fuertemente las manos. Los asesinatos de presos (durante los traslados) eran moneda corriente. Se leía en los periódicos que Mengano había pretendido huir. El cómo se desprendía de nuestra angustia, si sabíamos que estaba esposado, desarmado, sin esperanzas y que a pesar de todos se había entregado creyendo en la justicia.
El proceso de Reorganización organizaba la infamia. La noche cubría cualquier posibilidad de luz que quisiera filtrar por la ventana. Con la noche crecían los ruidos de cadenas, extendiéndose en el grito de un vientre roto a patadas o en el de algún testículo amorotonado a 220 voltios.
-Por eso te tenés que ir. ¿A quién le importa si sos culpable o inocente? ¿Quién te va a juzgar? ¿Una picana? Con el torturador no se razona y, además, el país es un gran campo de concentración.
-¿No te das cuenta que el terror impune nos invade?
Era difícil darse cuenta, mientras el áspero silencio nos aturdía. Sonó el teléfono. A pesar de ser temprano, nos despertó a casi todos. Por suerte las nenas dormían.
La voz quebrada de la Gorda sonó como un latigazo. Tuve que hacérselo repetir otra vez, porque no quería oírlo.
-Se lo llevaron a Cacho del banco. Fue anoche, mientras trabajaba, a la madrugada. Les aviso para que se cuiden. Suerte.
Colgó, era preciso proteger a nuestros sueños y había tiempo. Sólo un bolso y la calle. A las dos nos veríamos para saber que estábamos bien y darnos las manos. Enrique, con la calle, fue en busca de su bolso y no debió hacerlo.
Las ratas habían roído su cerradura durante la noche. Al entrar al edificio, lo atraparon.
-El oficial Benítez es el que está a cargo del procedimiento, señora; no tema que a su hijo no le va a pasar nada.
Tita, la mamá de Enrique, había sido detenida horas antes de que él llegara al departamento. Toda la noche habían masticado sus entrañas. Tita fue por la mañana para cuidar la beba y se encontró con ellos. La interrogaron por horas acerca del paradero de su hijo, pero lo ignoraba. Ahora lo tenían, a Enrique y a su bolso.
-Vos sos un boludo, pibe -dijo uno-. Para qué guardás estos viejos documentos, si ya no sirven. Nosotros sabemos que no estás en nada, pero igual vas a tener que acompañarnos. Es sólo rutina.
-Si querés, despedite de tu vieja en la cocina… -agregó el oficial.
Se negó. Sabía que era condenarla a una segura tortura posterior. Quizás, por eso mismo, no quiso llevarse la foto de su hija que le ofrecían. Tenía la certeza de que no iba a ser el primero al que torturaran con ella. Por eso prefirió dejarla en la biblioteca, agregando: Vamos.
-Señora. Mañana vaya a buscarlo al Regimiento 1ª de Palermo, que allí el oficial de guardia le va a informar dónde va a estar el pibe.
Enrique jamás pudo abrir esa ventana, como había convenido con la Negra, para avisarle que todo estaba bien.
La ventana y los sueños quedaron cerrados frente a la noche que aún nos habita…
A Enrique Maratea (Quito).
Detenido / desaparecido desde el 29/04/1977 y en él,
a todos los compañeros detenidos / desaparecidos
durante la feroz dictadura militar de los años 70’
en la República Argentina.
OLIMPO:
La Federación de box estaba repleta. Si se lograba dar ese arreglo hacia la unidad de la juventud peronista, se consolidaba un frente político fenomenal. Alberto Brito Lima y los compañeros de la Guardia de Hierro me habían advertido que no me arrimara tanto para la zurda, que el general tenía sus reservas, pero a mí no me importaba. Había que lograr la unidad del movimiento y eso sólo era posible luchando todos juntos contra los milicos que decían que al Viejo no le daba el cuero para volver, lo demás vendría por añadidura, éramos peronistas. Esa noche, entre los oradores, hacía su debut el candidato a gobernador por la provincia de La Rioja, un petizo patilludo que imitaba a Facundo Quiroga y que para la izquierda era de derecha y para la derecha del peronismo, estaba entongado con los sectores de la zurda. Los bombos sonaban cada vez más fuerte acompañando la palabra subida de tono o dicha con doble sentido. Luche y vuelve era la consigna. Una genialidad de la inventiva popular. Nada más claro, nada más simple. Si esta síntesis no lograba que los sectores de la izquierda y de la derecha trabajaran por un objetivo que les era común, nada lograría la unidad del movimiento. Al gritar como desaforados la estrofa final del Himno Nacional: «O juremos con gloria morir», sentimos que todo comenzaba.
Mi casa era un despelote como el movimiento peronista. Mi vieja entendía, más o menos, eso de que había que jugarse de una vez por todas y tomar al toro por las astas pero en lo de Margarita, mi mujer, las cosas eran distintas. Las opiniones políticas eran de la más rancia ortodoxia peronista y estaban peleados a muerte con cualquiera que cuestionara el liderazgo del general. Ya me empezaron a mirar raro cuando me descolgué con el comentario de que Augusto Timoteo Vandor había querido jugarse la personal y cuando insinué que el movimiento necesitaba democratizarse, para que las bases se pudieran expresar, me hicieron la cruz. Creo que ese mismo día mi suegra se juramentó mandarme en cana. En ese entonces no podía.
Nuestra pareja fue sufriendo las transformaciones del movimiento, de derecha a izquierda. Al principio militábamos en la unidad básica del barrio, en parte por tradición familiar y en gran parte porque necesitábamos sentir que hacíamos algo para cambiar las cosas que pasaban. Con el tiempo nos fuimos comprometiendo más seriamente en lo que hacíamos y Margarita distanciándose del riñón de su familia, que por supuesto, no podían admitir que eran sus propias opciones y me culpaban irremediablemente por todo su proceso. Nuestro matrimonio fue intenso y urgente como los tiempos que corrían y más de una vez, me pregunté cómo fue que la perdí. Cuando tuvimos al pibe andábamos de maravillas, hasta recuerdo lo contenta que se puso cuando acepté que se llamara Gustavo como su viejo. Después, cuando quedó embarazada de la nena, ya veníamos mal. En todo sentido veníamos mal. A mí me costaba entender algunas cosas que pasaban, en cambio ella era como la madre, tozuda, pero pateando para el otro arco. Una vez que se le metía algo en la cabeza era muy difícil que cambiara de opinión.
No sé si nuestras primeras peleas fueron personales o políticas. A veces, por ser políticas, las convertíamos en agrias discusiones personales y otras, por el contrario, por no aceptar que eran personales, las llevábamos al plano de las diferencias políticas. Lo que sé es que cuando nació Martita, la cosa ya no daba para más y nos separamos. Nosotros nos fuimos arreglando pero a los chicos les hicimos mucho daño. Después de un tiempo, Margarita se juntó con otro compañero y los pibes mejoraron. Un buen tipo. En ese entonces fue difícil para mí unir todos los pedazos, mi matrimonio roto, los niños, mis dudas sobre lo que hacíamos, los compañeros de la infancia en la vereda de enfrente. Junto con el matrimonio se me fueron al tacho de la basura las viejas ilusiones de un movimiento sin agachadas. No aguanté más y me fui del país.
«La casa estaba rodeada y la zona liberada. No había salidas posibles ni posibilidad de resistencia. Margarita sólo atinó a proteger a los niños metiéndolos debajo de una vieja mesa de madera, echados de boca contra el piso, recibieron la primera descarga. Cuando una mano los izó de los cabellos arrastrándolos hacia la calle, supieron del llanto. Su madre, abrazada al pavimento, en su último intento logró desviar de ellos el tiroteo».
Cuando supe lo de ella, no soporté más el exilio. Decidimos regresar de inmediato con mi nueva compañera y hacernos cargo de mis hijos. Al principio fue difícil, sobre todo con la nena. Martita se había pegado mucho a mi vieja durante todo ese tiempo, pero Beba es una mina de fierro y se los fue ganado de a poco con mucho cariño y paciencia. A Gustavo me lo llevaba de viaje a menudo y charlábamos hasta por los codos. Creo que le gustaba mi trabajo pero nunca me quiso contar lo que pasó aquella noche con su madre, era como si la hubiese borrado de su mente. No quise forzarlo pero, desde entonces, se despierta aterrado por las noches y tengo que apretarlo muy fuerte contra mí para que se calme.
Es muy duro para nuestros hijos tener que aceptar esta realidad y muy cruel para nosotros no poder ofrecerles otras opciones. Nunca tuve dudas de que el mundo que soñamos es cien veces mejor por igualitario, solidario, justo, sin exclusiones sociales, para todos las mismas oportunidades y utópico, sin duda alguna. La gran pregunta es si estamos dispuestos a pagar los costos para alcanzarlo. No hay otra forma de entenderlo sino a través de la ideología y ésta, a veces, entra en franca contradicción con nuestras propias tripas. Estando en el exilio, extrañaba e idealizaba a mis hijos sabiendo que Margarita los protegería y los cuidaría como buena madraza que era, hasta que llegó la noticia de su fusilamiento y entonces, ya no me sirvieron ni mis propias palabras en aquel viejo poema: «Los hijos de la guerra, crecen aunque no quieran» . Tenía que volver, hacerme cargo de ellos, protegerlos, darles la frágil seguridad de una vida insegura. Al menos, poder abrazarlos muy fuerte cuando sintieran el miedo.
«Se presentaron de repente. En un rápido operativo dos coches cortaron las intersecciones de la calle y de un tercero, personal con ropa de fajina, irrumpió en la vivienda. Gustavo dio un grito y se tapó la cabeza. Marta, que jugaba con los cubos, empezó a sollozar. Beba se asomó por detrás de la cocina para ver que estaba pasando y el culatazo de un Fal le cruzó la cara. Él no estaba. Dieron vuelta la casa revisándolo todo mientras se iban quedando con los objetos personales que tuvieran algún valor y como eran mercenarios, el saqueo estaba incluido en la paga.
A los tres los sacaron a empujones mientras los subían al Falcon. A Beba, encapuchada, la acostaron en el piso del auto mientras le daban algunas patadas. A los chicos los dejaron por el camino, sin que nadie interviniera. Una milagrosa vecina los reconoció y se los llevó a su abuela».
Fue un golpe muy duro que la chuparan a Beba. El precario andamiaje de legalidad que había logrado construir por entonces, se me fue al diablo. Vivía del corretaje de máquinas y herramientas para talleres y pequeñas industrias que me había conseguido un amigo de la infancia. Me tuve que borrar para no poner en peligro a gente con buena intención que todo lo que hacían era por gauchada. Nobleza obliga. Decidí que no me iban a quebrar y empecé a frecuentar los cafés de los buscas y salía a vender por la calle, o puerta a puerta, las ofertas de la mercadería del día. Broches, pilas, lápices y lapiceras, una cajita con cincuenta carretes de hilo de coser, sábanas, cubrecamas, magiclik, encendedores y las chucherías que pudieran aparecer y uno cargarlas en un bolso. Si miraba para atrás se me llenaban los ojos de lágrimas pero estaba decidido a salir del pozo. Entonces creía que más abajo no podía caer y me equivoqué nuevamente.
Durante todo ese tiempo vivía en una piecita alquilada en un conventillo de Morón. Sabía que no debía ir a la casa de mi vieja y mucho menos quedarme a dormir, pero los chicos tienen mucho miedo y sufrieron bastante, pobrecitos. Era posible que controlaran la casa porque me andaban buscando, pero se los prometí y esta noche me quedo con ellos.
Cuando la puerta de calle recibió un escopetazo y después una patada, yo sabía que era inútil resistirme, para qué. Lo único que alcancé a ver, antes de que me pusieran la capucha, fueron los ojos de Gustavo. ¡No hijo, ni lo pienses! No es tu culpa, ni la mía, ni de ella. Tenía que ser. No, no es tu culpa.
Desperté en un vómito. Me dolía terriblemente la cabeza y una insoportable puntada en el bajo vientre me recordaba la sesión de picana de la noche anterior. Quise incorporarme y un nuevo vómito me contuvo. Estaba encadenado a la pata de una cama y maniatado, no podía sacarme la capucha que me ahogaba. La tanteé con la cabeza y comprendí que era sólo un elástico de malla para que la corriente eléctrica descargara a tierra. Las preguntas incesantes y las risas me martillaban la cabeza.
-¿A quién conocés?
-¡Cantá, carajo!
-Te vamos a reventar como a la puta de tu mujer, pero no vas a tener su misma suerte. No va a ser tan rápido. Vas a pedir a gritos que te matemos.
-¿Dónde estuviste en Perú? ¿A quién viste? ¿Quién te bancaba? ¡Hablá, hijo de puta! ¡Hablá, carajo!
-Dale Julio, si ya lo sabemos todo. Sólo queremos confirmarlo. Para qué te vas a hacer amasijar. La Beba ya nos contó todo. Dale, hablá que después no te pegan más.
Beba, ¿qué pudo haberles contado? No, lo que pasa es que me quieren hacer pisar el palito. Beba es mi compañera. No, quieren quebrarme diciendo que ella les contó. ¿Qué les pudo contar? ¿Beba? ¡No!, no y no.
Sentí que con una pinza me agarraban de la lengua. La descarga fue inmediata. La lengua se contrajo, como queriendo escapar de esa aguda quemazón.
-Ay, mamita, ¿por qué?
Y otra vez el vómito. Ya no tenía qué largar y empecé a escupir sangre. El gusto acre llenó el ambiente.
-¡No! No, por favor basta, basta. ¡No aguanto más!
Tiritaba. Me castañeteaban los dientes y no podía evitarlo. ¿Cuánto hacía que estaba aquí? Allí vienen otra vez. ¡Otra vez no, por favor! ¡Otra vez no! Pasaron.
No, allí vuelven, vuelven, vuelven.
Una patada en los testículos me obligó a moverme y me levantaron por las axilas.
-Ahora vas a ver cine del bueno y sin cortes.
Me sentaron en un banco y esperamos. Temblaba de antemano y empecé a sollozar. Cuando me sacaron la capucha un penetrante dolor en los ojos me impidió mantenerlos abiertos. Mientras me amordazaban pensé que era la última vez, porque no podían arriesgarse a que los reconociera.
-Por qué llorás, maricón. No lloraste cuando te metiste en la joda, ¿no? Ahora, aguantátelas.
-Che, ¿te gustan las pornográficas? ¿Sí? Contestame, hijo de puta. Ahora nos vamos a cojer a tu mujer, a ver si te gusta la película.
Cerré con fuerza los ojos. No quería ver a Beba desnuda y atada sobre esa mesa. Ese sexo amado no podía hacer nada por evitarlos. Ella lloraba y se clavaba las uñas en las manos con la escasa movilidad que tenían sus muñecas. En la más terrible desesperación y en la impotencia, valoré su amor y lloré. Lloré por mí y por ella. Lloré.
El cachetazo sonó claro, me obligaban a mirar y se reían. Me sostenían de los cabellos para que no pudiera torcer la cara, mientras le quemaban los pezones con la brasa del cigarrillo.
-¿Te das cuenta que podemos hacer con ustedes cualquier cosa? La única salida que te queda es colaborar con nosotros.
-Hoy nos cojimos a la Beba, mañana le vamos a hacer lo mismo a tus hijos. Al Negro le gustan mucho los pibes. ¿No es verdad, Negro? Pensalo, pero pensalo muy bien, hijo de puta.
Me encapucharon nuevamente y me volvieron a encadenar, pero no en el mismo lugar. Olía distinto, como a taller. Quedé inmóvil sobre una colchoneta, boca abajo, sorbiendo la mugre de otros torturados. Sin tiempo.
El Turco me pateó las costillas para despertarme, mientras me sacaba la capucha.
-¿Te acordás de mí? Hace algunos años fuimos compañeros con Alberto Brito Lima en la Matanza, ¿te acordás? Yo estaba cuando te chuparon, pero vos no me viste. Julio, dejate de joder y colaborá. Mirá, estuve hablando con algunos compañeros y me dijeron que si yo respondía por vos, te podemos recuperar. Para que veas que no es joda, mañana te llevo a ver a tus pibes y dentro de un tiempo, cuando seas de los nuestros, te largamos.
Sabía que era posible y que a ese tratamiento lo llamaban «recuperar». Recuperar qué: la vida, la dignidad, la vergüenza, los sueños, la libertad. ¿Y para recuperarse, a cuántos compañeros debería traicionar?
Gustavo quiso abrazarme pero el Turco se lo impidió. Lo detuvo agarrándolo de un brazo. Marta estaba en el colegio y mi vieja la había ido a buscar.
-¿Te gusta ver a tu papá? -dijo mientras lo sujetaba por los brazos para que no me abrazara- ¿Te gusta? Bueno, te prometo que si se porta bien lo traigo todas las semanas para que lo veas.
Después de forcejear, cuando logró soltarse, Gustavo se abrazó tan fuertemente a mis piernas que casi pierdo el equilibrio. Realmente no creí que pudiera tenerlo otra vez conmigo. La posibilidad de no volver a acariciarlo me golpeó con más fuerza que la propia tortura.
-Usted no tiene que decirle nada a nadie, señora -le dijo el Turco a mi mamá- Julito se está portando muy bien y pronto lo van a tener de vuelta. La Beba va a tardar un poco más, pero también va a volver. Además, usted ya me conoce. Soy un peronista de palabra. Lo fundamental es que no hagan nada y, sobre todo, que de esto no le digan una sola palabra a nadie. ¿Está claro? -concluyó.
Los días se fueron haciendo interminables, sobre todo las noches. Los gritos de los torturados me helaban la sangre. A pesar de taparme con fuerza los oídos,
no dejaban de atormentarme. El pensar en no volver a ver a los chicos, era la justificación a la que me aferraba con uñas y dientes. Sobrevivir, colaborar, sobrevivir. ¿Si me hubiese escapado ese día que me dejaron ir solo a mi casa, desde la parada del colectivo? El Turco me había advertido que me vigilarían, pero tenía mucho miedo y no hice nada. ¿Y si los traen a Gustavo y a Martita aquí? ¡No! ¡No, por Dios, no quiero ni pensarlo! ¡No! No aguanto más… ¿Hasta cuándo? ¡Basta, por favor! ¡Basta! Que se callen. ¡Que se callen de una buena vez! ¡Mátenlo, pero que se calle! ¡Por favor!
Estaba decidido. Cuando me dejaran solo con mi vieja, le contaría todo para que pida ayuda. El Turco me acompañó hasta la puerta de mi casa y dijo que pasarían a buscarme a las cuatro en punto. Era el momento que esperaba.
-Mamá, hacé algo por favor. No aguanto más los gritos de los torturados en la noche, pedí ayuda. ¡Por favor!
«La madre de Julio denunció ante la Comisión de la OEA la existencia de un campo de concentración clandestino de la Policía Federal llamado Olimpo, en el que estaban detenido su hijo y su nuera. Refirió todos los datos por él aportados y los relatos espeluznantes que eran parte de las torturas físicas e intelectuales que sufrían su hijo y todos los detenidos-desaparecidos que allí estaban: Los gritos y los llantos permanentes por las diversas torturas y la picana; los niños abortados y los nacidos a término en cautiverio, en partos clandestinos, para ser entregados a camaradas o vendidos; las violaciones habituales de todo tipo y las que tuvo que soportar por ver a su propia compañera violada y torturada; en definitiva: una pormenorizada descripción del mismo horror. Incluso le aportó a la Comisión de la OEA la dirección exacta del funcionamiento de dicho campo de concentración, llamado irónicamente: “El Olimpo” que funcionaba en los viejos talleres de la Policía Federal cito en la Avenida Olivera y Ramón L. Falcón.”
El velero de Julio naufragó junto a sus sueños y a los de Beba, en la noche que aún nos habita…
NIÑO BIEN:
Es cierto, era un tipo distinto. Pudo ser cualquier cosa, tener lo que quisiera pero prefirió su suerte. Esa fue su diferencia, su sello distintivo, pudo elegir y eligió.
Don León lo sabía aunque jamás lo quiso aceptar. Supongo que para un hombre importante de negocios como él, era una situación difícil de sobrellevar. Si bien nunca escatimó esfuerzos por su familia, profesaba el más romántico de los socialismos a pesar de reconocer sus propias contradicciones. Comunista de la vieja escuela, tenaz y tolerante al mismo tiempo, probablemente soñaba para su hijo otro destino. Su madre, merecería un capítulo aparte. Era, estrictamente hablando, un racimo de afectos. Lo cobijaba sin sobreprotecciones y sabía convertirse a veces en cómplice, siempre en amiga.
Dante creció así, entre un desmedido amor y los almohadones. Los mejores colegios, los mejores juguetes, los mejores vestidos, los mejores viajes, lo mejor de lo mejor, todo; incluso, la calidez de un buen hogar.
En los tiempos difíciles, durante su detención en el penal de Rawson, lo acompañaron permanentemente a pesar de la distancia. Seguramente proyectaron en él, viejos sentimientos por una revolución abortada mucho antes de nacer. Dante se convirtió en esa suerte de hijo soñado pero demasiado real. Cuando salió del penal quisieron creer que replantearía su vida y en alguna medida lo hizo, sólo que no en la dirección esperada por ellos. Era un hombre distinto el muchacho que encontraron. Sólido, definido, con urgencias incontenibles y con una claridad de objetivos ante los cuales no cabía otra actitud que aceptarlos. La tortura logró en Dante el efecto contrario al que buscaban. Sus íntimas preguntas hallaron su respuesta en la picana.
-¡Nos van a matar a todos! -sentenció una vez- Igual, desde la tumba, es preciso continuar. Hay que apostar al sueño de los hijos de nuestros hijos.
Y apostó. Apostó con tanta fuerza que de pronto se convirtió en el gran artesano de lo nuevo. Construía diariamente un hombre de otra dimensión: humano, solidario, generoso, alegre y tan cotidiano que a la vista de los otros era un hombre creíble.
Ese otro llenaba sus espacios, era el que importaba. Ese otro dejó de verlo como a un niño bien para incorporarlo afectivamente a su vida. Y así, con la simple magia de lo simple, fue el Dante de la mesa, del barrio, de la fábrica. En la soledad de la pobreza, siempre cabía un Dante; en la calle y en cualquier lugar donde fuera necesario, allí estuvo. Creció en todos y con todos. Creció de tal modo que nadie pudo creerlo aquella tarde.
Tenía que verse con Víctor, era imprescindible. Las cosas ya no estaban como antes. Esteban le había contado con lujo de detalles la situación del sur y no daba para más. Al cruzar Cabildo, desde una esquina, le hicieron señas para que se acercara.
-¿Cómo estás?, che… ¿Ya no te acordás de mí? Soy Julio, el Gringo.
-Sí, perdoname, es la sorpresa. Lo que pasa es que esperaba a otra persona. ¿Qué tal? ¿Cómo va tu gente?
-Te voy a hablar sin rodeos, no tengo tiempo. Mirá, hoy a las cinco de la tarde se tienen que encontrar la Pety con Esteban para pasarse un mensaje. No hay forma de ubicarlos y sabemos que la cita está envenenada. Ya agotamos todos los medios para avisarles, pero fue imposible engancharlos. Si por casualidad tenés la oportunidad de verlos antes de esa hora, pasales el santo. ¡Ah!, se tenían que encontrar en la esquina de la lechería. Adiós y cuidate por favor. ¡Chau!
Se quedó inmóvil. El semáforo se puso en verde y cruzó sin saber por qué. Automáticamente siguió caminando y mirando vidrieras. En los pequeños cafés al paso, los empleados se apretujaban masticando un distraído sandwich mientras desde las tiendas, aburridos vendedores esperaban que el reloj pulsera les diera la orden de partida.
Dante se detuvo. Tenía que llegar hasta la lechería y estudiar el terreno. Tal vez quedase tiempo. Paró un taxi y lo abordó. En el trayecto repasó mentalmente los pasos que pensaba dar. Hizo esfuerzos por recordar los nombres y las claves de los teléfonos de seguridad, para dejar en ellos algún mensaje que advirtiera a los compañeros lo que estaba sucediendo. Sabía que era simplemente un albur, pero tenía la esperanza de que se comunicaran antes de ir a la cita. Estos teléfonos se alquilaban para otros fines comerciales, pero nosotros los usábamos para nuestro control de seguridad. En realidad, eran pequeñas empresas familiares que con un teléfono en su casa, ofrecían el servicio a cualquier empresa de ventas que necesitara que sus vendedores pasaran los pedidos del día, para organizar la entrega de la mercadería al siguiente. Allí uno dejaba los mensajes y alguien, el supervisor por ejemplo, llamaba una o dos veces al día y le pasaban los pedidos de cada vendedor que había llamado durante esa jornada. De esa manera sencilla era posible saber que todos militantes que componían un grupo estuvieran bien o, por el contrario, si alguien no llamaba al teléfono del control (en tiempo y forma), el resto del equipo tomaba los recaudos necesarios para borrarse. Normalmente se usaban sencillas reglas mnemotécnicas para recordar las claves cambiando una vocal para convertir el nombre en apellido o poniéndole nombres de fantasía a los lugares del encuentro. Los servicios de estos teléfonos salían en los avisos clasificados del diario Clarín y se contrataban por un par de meses, pagando por adelantado. Así que, aunque los servicios pincharan los teléfonos y controlaran las llamadas, era casi imposible descifrar el jeroglífico de aquellas conversaciones en clave.
Al llegar, dos cuadras antes, pagó la tarifa que indicaba el reloj y descendió. Si Julio hubiera sido más claro le podría haber facilitado la tarea, pero Dante ya se
estaba acostumbrando a las emergencias. Compró cospeles en un bar y comenzó su periplo telefónico. Era preciso llamar de diversos teléfonos públicos ante la eventualidad de que estuviesen intervenidos; arriesgar a que rastrearan la llamada parecía una prevención extrema, pero no se sabía exactamente qué nivel tecnológico habían alcanzado durante este tiempo.
Las tres de la tarde y nada. Las esperanzas se alejaban junto al último número que recordaba. En media hora tenía que volver a llamar a todos para saber los resultados. Con suerte, alguno de los dos se comunicaba antes de ir a la cita.
Recordó que Esteban solía tomar café en un boliche del Abasto. ¡Siempre se vuelve al primer amor! Como tenía que hacer tiempo para volver a llamar a los teléfonos de control, decidió tentar esa posibilidad.
Corrió hasta la boca del subte y se perdió en él. Las dos cuadras hasta Bustamante lo agitaron. Al llegar al bar tuvo miedo de entrar. No quería desilusionarse, pero era preciso gastar esa posibilidad. Entró. En el salón principal no estaba y se dirigió al baño por las dudas. No quería darse por vencido tan fácilmente. Tuvo que rendirse ante la evidencia: no estaba. Pidió un café y esperó.
-¡Hola! Sí. Llamaba nuevamente para saber si había podido pasarle mi mensaje al señor Estebando. ¿No? Bueno, gracias. Sí, ¡por favor! Comuníqueselo.
Colgó y volvió a intentarlo por cuarta o quinta vez.
-Sí, de la agencia La Emergente. Quería saber si la supervisora Petiche llamó. No, bueno, gracias. Sí, lo reitero porque es un pedido urgente.
Compró más cospeles y cambió de teléfono. El tiempo se ausentaba. Prefirió llamar desde el centro; más cerca de donde debía llevarse a cabo la cita. Cuando ya no quedaban opciones, dudó. Intentó descubrir a los tiras entre la gente para saber dónde estaba parado. Todos le daban la impresión de tener la gorra marcada y ninguno parecía darse cuenta. Dante sabía que estaban… ¿pero dónde?
-¿Será ese que se hace el gil o aquel flaquito con cara de soñador? -pensó.
Volvió sobre sus pasos. Tenía que descubrirlos y se sentó con un diario en la ventana del bar, justo frente al lugar donde debía producirse el encuentro.
Del cristal surgió Mercedes con su panza grandota y con una caricia en los ojos para el hijo que esperaban. Dante rehuyó, quizás por primera vez, a esos ojos que lo ataban a la vida. Siguió buscando entre los autos para tratar de descubrir a los canas disfrazados de transeúntes. Estaba inquieto, demasiado ansioso.
Desde el fondo del bar, el jugueteo en soledad de una cucharita golpeando contra un pocillo de café cualquiera, lo distrajo. Se vio solo, en aquella Navidad, frente a su arma. La velaba en una venta distinta de la de aquel otro Quijote en su primera salida y sin ser nombrado aún caballero.
-¿Te acordás hermano qué tiempos aquellos? -los versos de un tango dolorido golpearon su recuerdo.
-Y pensar que yo lo criticaba al gordo García Elorrio por ser un liberal con las minas. Nunca me voy a olvidar lo que en esa oportunidad me dijo Mariano: ¡Mirá, no te doy un cachetazo porque te quiero! Pero antes de cuestionar a éste, o a cualquier otro compañero, debés hacer por lo menos, la mitad de lo que él hizo. Después, no sólo tenés el derecho a cuestionarlo, sino el deber de hacerlo para ayudarlo a cambiar.
Creyó ver a Esteban y volvió bruscamente a la realidad. Ni siquiera se le parecía. La danza de fantasmas aceleraban su ritmo a medida que la hora de la cita se iba acercando. No tenía escapatoria. Su sentido trágico de la vida no le ofrecía más opciones. Perder la vida ganando en dignidad y en compromiso o ganar su seguridad, perdiéndose el respeto. Igual sensación experimentó aquella vez cuando el Negro -de los cabecitas- le preguntó si su vida valía más que la de él y si por eso, el calibre de su arma tenía que ser mayor. Dante no lo dudó ni un instante, le entregó su automática y salió a la calle con la pistola 22 mm del Negro.
Vio nuevamente a Mercedes -no la quería ver- llamó al mozo y salió.
La tarde era gris, pero no importaba. Levantó la solapa de su abrigo y cruzó la avenida. Un coche y cuatro armas se adelantaron al colectivo. El alto y el estampido sonaron al unísono. Cuando quiso alcanzar la pastilla de cianuro que guardaba celosamente en un bolsillo interior, una nueva descarga quebró su velero hundiéndolo para siempre en la noche que nos habita…
A Sergio Paz Berlín (Dante/Oaky)
militante montonero muerto
por las fuerzas represivas
el 25 de Agosto de 1976.
EL CÁNTARO ROTO:
Ese minúsculo cuerpo roto, como una muñeca de trapo destrozada, es mi
cuerpo. Está tan deformado y vacío que es difícil reconocerlo. El pelo enmarañado por la mugre, la tierra, la sangre, el vómito, con mechones arrancados, canosos, tan desteñidos que parece mentira que alguna vez hayan sido rubios y dorados; si hasta me decían la gringa. Te amé y no sabés cuánto. Verte ahora allí, tirado, descuartizado, hecho un guiñapo sanguinolento me da una profunda tristeza.
Recuerdo lo difícil que fue de pequeña aprender a soportar los golpes y las
raspaduras, cuando mi viejo me llevaba al parque y a mí me gustaba hacer
acrobacias en las barras paralelas y en esos cuadrados asimétricos, de todos los
colores, en donde me colgaba y hacía la prueba «dipicil». Me gustaba su risa y
mucho más que estaba siempre atento para evitarme un golpe y después, cuando me entró el berretín de hacer gimnasia deportiva -porque iba a ser profesora de educación física- el viejo se bancaba estoicamente los entrenamientos casi diarios y los plomazos de las competencias inter-clubes que eran interminables. Por aquel entonces soñaba ser una Nadia Komanechi y en casa mis hermanos me jodían con que era Nadia la Conochi. Siempre te cuidé, desde chica, y no porque buscara ser una diva o una estrellita del cine o de la televisión; no, lo mío pasaba por el deporte. Después, cuando empezó a declinar mi entusiasmo por la gimnasia me atrapó la natación y sobre todo los saltos ornamentales. Evidentemente, tantos años de dominar el cuerpo a mi antojo para trabajar en la barra o en las paralelas asimétricas, me servía para rápidamente adoptar las posturas que me indicaban los profesores y hacer un correcto clavado o un doble mortal; lo que no pude superar fue la imagen que por entonces tenía de mí misma. Las compañeras del colegio, en plena adolescencia, empezaban a desarrollarse, a tener tetas y yo veía que se me ensanchaba la espalda y que los pezones no daban señales de hacer crecer nada a su alrededor, ni tetitas siquiera. Así que adiós a la natación y entonces despuntaba el vicio con los deportes de equipo del colegio. Por esa época solía mirarte en el espejo buscando descubrir la sombra de los senos, durante horas y horas te observaba creciendo desparejo, las caderas, el incipiente pubis, el costado obsceno, la curva de los ojos perdida entre los pelos y después, sin tener muy en claro el por qué, por un tiempo te perdí el rastro dejándote olvidado en el desván de los recuerdos. El día que le dije a mi viejo que iba a estudiar trabajo social o sociología casi se cae de culo. Él estaba tan convencido, como yo, que mi destino era el profesorado, a lo sumo convertirme algún día en entrenadora de gimnasia deportiva o algún otro deporte. Me acuerdo que lo charlamos mucho y coincidimos que en parte también era su culpa. En nuestras mesas familiares nunca fue invitada la televisión, discutíamos de todo, ningún tema era tabú, el pelo largo, el jean, lo social y la ideología almorzaban con nosotros, la literatura, la religión, el sexo; en una palabra: la biblia y el calefón. La política no era una mala palabra sino que era la respuesta natural de cualquier persona que tuviera dos dedos de frente y las cosas que pasaban no les resbalaran. El hartazgo y el odio familiar hacia los golpes militares, que siempre favorecían los intereses de los que más tenían haciendo miserable la vida diaria de la gente que aguantaba, que esperaba, que apretaba los dientes y el cinturón y que, inevitablemente, un día reventaba frente al último y más sangriento, «comunicado número uno» que tuvimos que escuchar por cadena nacional.
Fue por ese entonces que otras cosas más importantes ocuparon los sueños. La vida nos llevaba deprisa y vos eras un simple instrumento. Creíamos que no había tiempo para detenerse a contemplarte, a cuidarte, en definitiva a mimarte. La Facultad, la conciencia social, la militancia, el mundo nuevo que
estaba por hacerse, la urgencia inevitable de querer cambiarlo todo, la juventud y la más hermosa de las utopías que llamamos libertad. Me acuerdo que quisiste
rebelarte aquella tarde, ¿te acordás? Fue en el parque, con aquel primer beso, en
ese asiento arbolado del amor en diciembre, aún lo recuerdo. Esteban junto a ti,
aferrado a su promesa de aquel -te esperaré siempre-. Pero no era posible, había otras urgencias y no te dejé ni siquiera intentarlo. No había tiempo o al menos, sentíamos que no lo había. Seguimos adelante. Te enredé en mil cosas que debían ser hechas y fueron hechas. Algunas bien, otras no tanto; pero por la noche estábamos en paz. Atentas, pero en paz. Y así seguimos y seguimos hasta el día que te dieron la noticia: ¡Qué maravilloso fue saberlo!, dentro tuyo había otro cuerpo. ¿Creo que nos reconciliamos esa misma tarde? Cómo no hacerlo. De
repente y sin mediar palabras, el cambio. Volvimos al espejo. Otra vez a las caderas, al pubis, a los senos: ¡Qué orgullosa estaba de ti y de tu vientre! Apoyaba temblorosa las manos y lo medíamos, lo acariciábamos, lo inventábamos, lo soñábamos crecer y crecer y crecer; hasta que llegaron ellos.
Y ahora, aquí estamos. Vos, yo y un terrible hueco en el medio como la noche más profunda…
EL ASTRONAUTA:
Con esta escafandra de alondras juego a voltearme una y otra vez dentro del vientre de mamá. De puro glotón insatisfecho me succiono el pulgar, mientras ella me arrulla a golpecitos en su panza.
¿Cómo seré mañana? Salto de la inmediatez del ego a la noción de ser. Soy todo y nada soy aún. No puedo ver la rosa, pero sé de ella. Es lo que importa. Ancho y diminuto como el mundo soy su historia, su presente, su porvenir. Sé tantas cosas que debo comprobar, vivir, experimentar, gozar, sufrir, sentir, hallar, descubrir, perder y olvidar. Por ahora, simplemente, viajo en sus entrañas.
Me aburro y de una patada de rana giro sobre mi cabeza buscando una posición más cómoda. Papá ríe satisfecho y sueña con el pequeño jugador de fútbol dormido en su regazo. Mamá me acaricia suavemente y una leve presión me reubica. Su silencio me dormita. El fluido sanguíneo ahora es lento, monótono, pausado. Dormimos los tres el sueño del amor.
Algo me estremece. Ella está asustada, yo también. Cae y una horrible presión me obliga a cambiar la posición. Tiembla. ¿Habrá llegado el momento de nacer? Sé que no. ¡No! ¡Mamá, por favor esperá, que aún no estoy listo! Me ahogo. Esa cosquilla es infernal. ¡Detente!…
Así está mejor. Se serena. Sus pulmones gimen oxígeno. Me quedo quieto y busco el pulgar. ¡Otra vez! ¡Me empujan! Las paredes se cierran y me empujan. El colchón se desinfla y desaparece. Caigo sobre tu costado sanguinolento y mis alondras me abandonan. ¿Por qué me rechazás? ¡Mamá! ¡No quiero abandonarte! ¡No estoy listo todavía! ¡No me obligues! ¡No!…
LUCHE Y VUELVE:
Soy una hormiga. ¿Cuánto hace que entré en la fábrica? Doce años once, diez. Todavía no terminé la casa. A veces tengo ganas de agarrar a Simona, a los pibes y volverme a la provincia. ¡La vieja se pondría loca de contenta! Lástima que por allá no hay laburo y para estar otra vez en el monte, prefiero esto. Lo único que falta ahora, es que el tren de las cinco y media venga con atraso, así me descuentan el premio. ¡Qué frío hace, carajo! Me tendría que haber puesto el saco de lana, con esta campera me voy a congelar. La Rosa ya se debe estar levantando, pobrecita, tenía tanto miedo. Estoy seguro de que es por unos días, hasta que se acostumbre al nuevo patrón. Espero que no sea como el Turco y se quiera avivar con la chica, porque si no, lo agarro del cogote como a ese cabrón. ¡Lo juro! No sé qué pasó con la plata de este mes, estamos a quince y ya no tengo un peso. Menos mal que la Paraguaya nos fía, algo es algo ¡Carajo, tener que ir a trabajar con este frío, pobre pibe! No debe tener más de doce años, o trece a lo más. «Los únicos privilegiados son los niños» ¡Privilegiados las pelotas! No sé dónde vamos a ir a parar si seguimos así, a los caños vamos a ir a parar. Y este puto que no se digna venir y me hace perder el premio. Por más que después lleve el papelito que me da el ferrocarril, se lo pasan por el culo. Seguro que va a estar ese vigilante del jefe de personal: -Armendariz, tarde ¡Siempre tarde, Armendariz! -como si siempre fuera una o dos veces al mes. Y bueno, de última, a él qué le importa si tengo otro trabajo, si hago changas o si la plata no alcanza. Armendariz, pase por personal, es lo único que sabe decir ese alcahuete. Con la Simona ya ni me acuerdo de cuándo hicimos el amor. En cuanto me meto en la cama, no aguanto el cansancio y me quedo dormido. A Pablito le tengo que conseguir otro catre porque nunca llego a aguantarme hasta que él se duerma, siempre le gano yo y la Simona paga los platos rotos. Voy a tener que correrme para la puerta o no voy a poder bajar. ¡Qué amasijo! Todos los días igual. ¡Menos mal que llegamos! Le tengo que decir a Simona que acorte la correa del bolso, cualquier día me lo afanan de un tirón.
Si se entera José, me mata. Yo no lo entiendo, tiene tanto miedo. Y bueno, yo no hago mal a nadie ayudando a ese muchacho. Héctor es un buen chico, pobre, trabaja todo el día como un burro y todavía tiene tiempo para los demás. Esto lo tendría que pagar la Municipalidad. Los muchachos tienen razón, si no lo hacemos nosotros no lo hace nadie y seguimos sin veredas. José no quiere que me meta en política, pero si esto no es política. No se puede estar toda la vida con el barro hasta el cogote, a los chicos ya no hay zapatillas que les aguante. La gorda se me cayó el otro día y casi se mata. Está bien así. Poniendo un poco cada uno llegamos hasta el asfalto. El viejo viene tan cansado de la fábrica que no va a tener ganas de ponerse a trabajar. Con suerte, el domingo, ponemos la ventana del comedor y apisonamos la tierra para el contrapiso. Espero que José se levante con el pie derecho. Le voy a pedir al Héctor que le dé una mano, quién sabe si no se entusiasma con los muchachos y cambia de parecer. ¡Ojalá! ¡Dios lo quiera! Le vendría tan bien, está siempre solo. Con el hermano ni se hablan. No tienen nada de parecido, Jorge es igual al padre y mi José a la vieja. Pobre doña Nuncia, tiene tantas ganas de que nos volvamos a la provincia. Extraña a los nietos y la entiendo, pero cuando viene a Buenos Aires no se aguanta más de un mes. Empieza que sus toscanos, que las gallinas, que los perros ¡qué sé yo! Pobre vieja, es tan buena. La Rosa no quiere saber nada con irse. Con trece años ya es señorita. Si el padre se entera de que está de novia con el chico de los Arévalos, nos mata a las dos. Tan distinta de la Gorda que no parecen hermanas. El Jorgito y el Gurí, con tal de andar a caballo todo el día, son capaces de agarrar viaje, pero yo no quiero. El rancho está terminado, unos cuantos ladrillos más, volteamos la cocina de madera, levantamos la medianera, ponemos una losita y queda lista. Después la vamos terminando. A José le anda dando vueltas la idea, pero yo no quiero. Tenemos amigos, un buen trabajo. No quiero, ¡qué sé yo! Le voy a decir al Héctor que le dé una mano. Tal vez ahora cambie todo y se pueda estar mejor. Al menos un poco. ¡Vamos a ver!
-¿Sabés lo que me dijo el Lechuza? -le preguntó a Simona mientras se descalzaba para lavarse los pies. Sentado en una sillita petizona, José se arremangaba los pantalones sobre las pantorrillas, metía los pies en una palangana amarilla y con una pava se iba echando el agua tibia para combatir la hinchazón.
-Dicen que quieren formar una lista opositora al Bocón. Que van a presentarse en la interna y a formar una agrupación. No los van a dejar, tienen buenas intenciones pero no los van a dejar.
-¿Y vos qué vas a hacer, Viejo? El Lechuza es tu amigo y sabés que es honesto. ¿Te vas a meter?
-No sé. Quieren ponerme como delegado de sección, pero seguro que si perdemos, después nos joden. No sé qué hacer.
Simona lo miró con ternura, se secó las manos en el delantal y se sentó a su lado para cebarle mate.
-Hoy estuvo el Héctor -dijo Simona- Con los chicos quieren darte una mano el domingo, para ver si volteamos la casilla de madera y podemos levantar la medianera.
-¡Bárbaro! Espero cobrar la quincena esta semana, así compro el material que hace falta. Che ¿y qué bicho le picó a éste que quiere venir a ayudarme?
-No seas desconfiado -le recriminó Simona- todavía que el muchacho se ofrece, andás dudando. Además, ahora va a tener un tío importante. No todo el mundo tiene un tío delegado, ¿no?
La alcanzó con la toalla mientras Simona, riendo, esquivó como pudo el agua de la palangana. José se calzó las zapatillas y se fue con la Gorda a buscar a Rosa a la estación del ferrocarril.
-¿Y, qué tal? ¿Cómo se portó éste? -preguntó José.
-Nada que ver con el Turco, don Jorge es un buen hombre y las chicas del taller son muy buenas conmigo. La verdad, estoy contenta con haber cambiado de trabajo.
La avenida principal estaba viva. Un hormiguero humano se movía con premura. Largas colas se formaban detrás de los postes indicadores de las distintas líneas de colectivos que unían la estación de Grand Bourg con los barrios más alejados.
José y sus hijas decidieron regresar a pie. Se encaminaron sin apuros por la ancha calle que sale en diagonal desde la estación para perderse en las entrañas del barrio. Al llegar a la farmacia, José les dijo que se adelantaran, que él pasaría un rato por el boliche de la Paraguaya. Las besó y siguió por una lateral hasta el portón de la esquina. Atravesó el patio descubierto que hacía las veces de canchita de papi-fútbol, hasta el billar donde jugaba Héctor con los integrantes de la juventud peronista.
-¿Aprendiste? -le dijo a Héctor, que estaba preparado para tirar.
-No me hables al tiro, ¿no ves que les doy ventajas?
-Che, ¿y por qué juegan? -preguntó José, sentándose en un banquito al costado de la mesa.
-El que pierde prepara el engrudo y lleva los tachos. ¡Ah!… y también los lava después.
-¿Después de qué?
-De la pintada de esta noche, tío. ¿O no sabés que ya largamos la campaña del luche y vuelve? Si querés podés jugar -agregó Héctor con una sonrisa burlona.
Descontaba que su tío no jugaría, pero no fue así. Jugó y ganó, con una diferencia tan aplastante que por largo tiempo Héctor soportó las cargadas de sus amigos.
-Bueno -dijo al ganar- los espero a todos a las diez de la noche y no me vengan con los tachitos vacíos.
Saludó y se fue. Cuando ya habían cruzado la canchita, Héctor se dio vuelta hacia el resto y riendo agregó:
-¡Lo logramos, carajo! Jamás hubiera creído que José nos acompañaría, qué me importa lavar cien tachos. Vamos a laburar.
A las diez en punto estaban todos en la esquina de su casa. Revisaron el engrudo, lo revolvieron y empezaron a enganchar los carteles uno a continuación del otro. Hábilmente enrollaban un cartel y antes de que éste se terminara, colocaban el siguiente teniendo en cuenta que quedara invertido, para poder pegarlos con mayor facilidad. Cuando todo estuvo listo, Héctor fue a llamar a su tío.
-Me traje a la Rosa para que vaya aprendiendo -dijo José.
-Lo mejor es separarnos en dos grupos, uno por cada vereda. Así terminamos más rápido.
-Los que no tienen engrudo o carteles, pueden adelantarse para blanquear los paredones donde hacer las pintadas más grandes -agregó Héctor.
Una vez organizados, partieron. Empezarían desde el barrio hacia la estación, empapelando virtualmente toda la avenida. Cerca de la medianoche estaban terminando cuando, al llegar a la estación, algunos movimientos extraños llamaron la atención de Héctor.
-Tío, fijate en esos dos de la escalinata, ¿qué tienen entre las piernas?
José despegó nuevamente el cartel recién embadurnado para evitar los pliegues. Miró hacia donde le indicaba Héctor y se dio cuenta de una especie de señal que se pasaban con otro grupo de muchachos que bebían, acodados al mostrador de un barcito al paso, ubicado justo frente a ellos.
-Héctor, me parece que éstos están queriendo joder. No les hagan caso que son los patoteritos de siempre. A uno, al menos, lo conozco y no precisamente por su cara bonita. Avisale a los chicos que se crucen y volvamos para la casa.
Cuando Héctor cruzó la calle, del local del Comando de Organización, salió otra patota. Avanzó por la estación, reuniéndose con los que estaban en la escalinata. Avanzaron con actitud amenazante hacia ellos. A la cabeza se ubicó un morocho fornido, con campera de cuero y vaqueros que ostentaba sin disimulo una pistola automática en su mano derecha. Todos se miraron y se hizo un pesado silencio.
-¿Qué carajo se creen que están haciendo? -dijo.
Antes de que Héctor contestara, fueron rodeados por el grupo del bar y otros que se agregaron desde las sombras. Todos fuertemente armados con automáticas, revólveres de diversos calibres y escopetas recortadas.
-¿Qué les pasa a ustedes? -dijo Héctor con la voz quebrada- ¿No ven que estamos pegando carteles para la campaña? ¿O no somos compañeros? -agregó.
-¡Compañeras son las bolas y sin embargo se golpean! -replicó el morocho-Ustedes son rojos infiltrados y los vamos a cagar a tiros. Y sobre todo a vos -concluyó señalándolo a Héctor.
José no se aguantó más y agarrando desprevenido al que tenía a su lado, le quitó el revólver que llevaba a la cintura y en un rápido movimiento lo tomó por los pelos apoyándole el cañón del arma en la garganta.
-¡Al primero que se mueva, lo liquido! -amenazó.
La cuerda se tensó al máximo. La duda cruzó por sus ojos. Una cosa era patotear y otra distinta salir lastimados. Milagrosamente, dos policías uniformados cruzaron en bicicleta por el campo de batalla. Conociéndolos a casi todos, se bajaron y a los gritos, uno de ellos, empezó a dar órdenes:
-¿Pero están todos locos? ¿Qué carajo se creen que están haciendo, pendejos de mierda? ¡Bajen ya mismo esas armas! -ordenó el sargento mientras junto a su compañero sacaron las pistolas Ballester Molina 11.25 y apuntaban al grupo en su conjunto.
Quizás la indecisión o que en realidad no tenían intenciones de llegar a un verdadero enfrentamiento, hizo que depusieran su actitud. Retrocedieron, permitiéndole al agente ocupar el centro del círculo, mientras que el sargento cubría la retirada del grupo de Héctor.
-Y ustedes tómenselas rápido, antes de que se arme la podrida. No voy a poder sujetarlos por mucho tiempo. Están todos en pedo.
Héctor, José y el resto de los muchachos comenzaron a retirarse. Cada tanto daban vuelta la cabeza para cerciorarse de que los del Comando se habían quedado en la estación y seguían conversando con los policías.
-No lo puedo creer -dijo José masticando bronca.
-Qué cosa no podés creer. Si siempre andan calzados y patoteando. Son matones a sueldo y de peronistas tienen muy poco -contestó Héctor intentando una respuesta.
-Ma’ que matones, ni peronistas. Lo que no puedo creer es que nos haya salvado la cana. ¡Qué joder!
A pesar de sus prevenciones, José fue elegido delegado por su sección y aceptó el cargo. Cuando Lechuza le propuso encabezar la lista de la agrupación para presentarse en las internas del sindicato, ya estaba en una situación difícil. Si no aceptaba, defraudaba a todos los compañeros que lo habían elegido por aclamación y por el contrario, si aceptaba, sabía que se enfrentaba a un poder oscuro en una lucha desigual y que probablemente le costaría muy caro.
Simona lo alentaba. Contrariamente a lo que José hubiese preferido, era ella la que lo entusiasmaba con sus propias deducciones y esperanzas. Contenta, participaba activamente de ese proceso ofreciendo la casa y su hospitalidad. Quería ser protagonista, pero sus limitaciones objetivas la condicionaban. La atención permanente del hogar y de sus seis hijos, obligaban a Simona aceptar que su protagonismo pasaba por el rol de acompañante. Aunque quizás por ello, o simplemente por lo febril de su alegría, fue que se encontró movilizando a las mujeres del barrio para mejorar las condiciones en la escuela que pensaba inaugurar la municipalidad sobre la calle Iparraguirre y a la que asistía la casi totalidad de los chicos de la zona.
-Te das cuenta de que no hay derecho -insistía Simona- Estuvieron todo el año metiendo tres grados en una misma aula porque no había lugar y ahora, porque viene el intendente, quieren que la mitad de los chicos pasen a la escuelita de la estación. ¡Claro!, ahora es una escuela modelo, entonces los pibes nuestros no pueden entrar, es injusto y no lo vamos a permitir.
-¿Y qué piensa hacer, tía? -dijo Héctor.
-Vos encargate de juntar a los muchachos de la juventud, que esta noche tendremos una reunión en lo de la Paraguaya. Hasta luego.
Amaneció nublado. Desde temprano la directora esperaba la llegada del intendente y de las autoridades militares.
Estaba todo dispuesto para inaugurar la escuela «John F. Kennedy», el orgullo del distrito escolar del partido. La señora directora iba y venía, dando las últimas indicaciones al personal subalterno para que la fiesta fuera un éxito. Se comentaba que probablemente viniese la televisión a registrar el acto y visiblemente, esa posibilidad aumentaba el nerviosismo del personal.
-Lo que me extraña -dijo la directora-, es que siendo las nueve, hayan venido tan pocos chicos. A las y media está programado descubrir el busto y falta más de la mitad de los alumnos. No lo entiendo, -concluyó.
Siendo las nueve y cuarto, los coches oficiales asomaron por Iparraguirre. Ante el nerviosismo del personal docente, el intendente del partido, los generales Dionisio Roldán y Esteban Rickoll, como así también el señor obispo, ascendieron por la escalerilla lateral al palco oficial que estaba emplazado sobre un costado del flamante patio, mirando de frente al barrio.
La banda del regimiento atacó con las primeras estrofas del himno patrio, dando inicio al acto inaugural, sin más trámites. A continuación hizo uso de la palabra el intendente sin poder concluir su alocución. Por una de las calles laterales, una columna de mujeres, jóvenes y niños con guardapolvo blanco se dirigían hacia la escuela entonando el Himno Nacional. El intendente enmudeció. Al cruzar el portón de entrada, fueron acomodándose en orden, a los costados del palco y atrayendo sobre sí la atención de la televisión. Al terminar con el himno, las voces de: ¡Viva la Patria! obligaron al orador a mascullar un casi imperceptible “Viva”, entre tímido y obligado. Después se hizo un silencio pesado que quebró el intendente al carraspear frente al micrófono.
– Como iba diciendo -continuó- este es un día de gloria para nuestra comunidad. En un esfuerzo mancomunado de las fuerzas vivas del partido, me cabe la responsabilidad, qué digo responsabilidad, me cabe el orgullo y el honor de dejar inaugurada esta escuela que es modelo de civilidad y es de ustedes…
Y con gesto estudiado, de un tirón, dejó al descubierto el busto y la placa recordatoria, mientras el barrio entero arrancó -a capella- con la marchita de «Los muchachos peronistas». El estupor fue general, cuando las autoridades allí presentes comprobaron que el busto recién inaugurado había sido cambiado por uno de la señora Eva Duarte de Perón y al pie, una leyenda que identificaba a la escuela con su nombre.
Las órdenes de viva voz no se hicieron esperar. La banda de músicos militares, atropelladamente, corrió hacia los micros para dejar los instrumentos y tomar sus fusiles. El intendente, desde el palco, pedía por favor fuese desalojada la escuela, para que este acto de civismo no se empañe por la actitud sediciosa de algunos inadaptados.
El barrio, con Simona a la cabeza, se retiró ordenadamente cantando la marchita y con una alegría en los ojos, difícil de contener.
Ya no es como antes. Mientras era delegado me respetaban, ahora es como si tuviera la lepra. Lechuza se equivoca con esta huelga. Ya no está el Viejo y esperan a que metamos la pata para aplastarnos. Por todos lados está lleno de botones y alcahuetes. No se sabe quién es quién, ni para qué arco patean. González, capataz. ¡Sí parece mentira! ¡Capataz de los alcauciles! Hoy despidieron a otros cuatro y chito la boca. Si no te gusta, te enchufan el «subversivo» y se acabó. ¡A otra cosa mariposa! Se lo dije al Lechuza y cree que me cagué. Que ya no soy el mismo y qué sé yo cuántas pelotudeces juntas. Tengo miedo pero no se lo voy a demostrar. Además, no tengo miedo por mí, sino por los chicos. Si me quedo sin trabajo, ¿qué van a comer? ¡Claro, para el Lechuza es fácil jugarla de héroe! Yo no. ¡Yo soy un cagón! Qué se cree… Pero, ¿qué estoy diciendo? El Lechuza es un amigo y lo entiende. Nunca me preguntó nada y no quiere que me meta. No lo puedo dejar solo en esta patriada, juntos empezamos y así vamos a terminar.
Esto se terminó. Rajaron todos como ratas por tirante y para colmo, esta malparida de al lado que nos quiere joder. Tiene envidia de mi José, porque su marido la caga a palos vuelta a vuelta. Le molestan los chicos, si trabajamos, si no trabajamos, todo le molesta. Ya me amenazó varias veces con que me va a mandar la cana. ¡Las ganas que tiene! Qué distinto era cuando tratamos de convencerla de que ayudara. ¡Y nosotros que esperábamos que cambiara! ¡Qué ilusos! Pero no puede ser todo así. Hay que esperar. Es el Brujo ese que la tiene engualichada a la Isabelita. Tengo miedo por mi José. En la fábrica se está poniendo fea la cosa. ¡Dios no permita que pase nada! Además, nosotros no hicimos nada malo. Ellos son los que deberían tener miedo, no nosotros. Ellos…
Simona sintió el forcejeo y pensó que corría peligro Rosa, o quizás alguno de los chicos. Intentó salir a la calle pero dos soldados la levantaron por las axilas. El oficial dio la orden de que la llevaran adentro.
-¿Dónde está tu marido? ¿A qué hora vuelve? -preguntó.
Simona hizo un gesto con la cabeza que indicaba que no lo sabía, o al menos que no lo diría. Una trompada en pleno abdomen la dejó sin aire y cayó. Simona no habló. Por eso siguieron pateándola hasta que advirtieron que ya estaba muerta. No hablaría nunca. José no había hecho nada malo, por eso eran ellos los que deberían tener miedo. Ellos deberían tener miedo.
Desvanecida, desvencijada y con su vela deshecha, Simona cayó sobre una pila de otros cuerpos inermes, en la caja de un camión militar, hundiéndose para siempre en la noche que nos habita…
UN CACHO DE BARRIO:
-El Chancho ya me tiene podrido. Cree que por ser capataz se va a llevar a todos por delante. Mirá, te juro que si no me casara mañana, lo agarraba a las piñas, aunque me dejara sin laburo.
-Calmate, Héctor –le dijo Saturnino-. De última, no es la primera cabronada que te hace. Por ley te corresponden los dos días además de las vacaciones. Así que el Chancho, le guste o no, se la tiene que comer doblada.
El silbato de la planta principal anunciaba que la jornada concluía. Los tornos volvieron a callarse y el mayor bullicio se trasladaba ahora, a los vestuarios.
Mientras se vestían, empezó a explicarle los pormenores de la fiesta, de la ceremonia, de los días que pensaba pasarse en Carapachay y del baile que organizaban en el barrio.
-Te espero. No me vayas a fallar. Venite con tu señora y con los pibes, que hay lugar para hacerlos dormir. Chau… ¡ah!, no te olvides la viola. Chau.
Las últimas palabras quedaron en la puerta de la fábrica. Salió corriendo en busca de la estación. Si perdía el tren de las 18 horas, no llegaba al taller de costura antes de que Nené saliera.
Como todos los días, subió en el último vagón, donde suponía que el boletero ya había controlado al pasaje. En Grand Bourg compraría un buen ramo de flores. Estaba feliz y enamorado.
A juzgar por el desplazamiento de la gente, el boletero se acercaba. Héctor, ducho en estos menesteres, buscó la puerta más cercana para bajar en Kilómetro 30 si fuera necesario. Cuando vio la gorra, el tren entraba en la estación. Bajó y compró las flores. Con una sonrisa de niño y los claveles en la mano, esperó. Cuando Nené le dio un beso, el aplauso festivo de sus compañeras hizo que se ruborizara contestando con una reverencia exagerada.
En su último día de novios, se fueron tomados de las manos.
-Ya llegan -dijo el tío.
-¡A ver, fuerte la marchita! -pidió alguien.
Y al un, dos, tres las voces se dividieron entre el tan, tan, tatam y la marcha peronista. La ocurrencia fue festejada por todos. El vino, las empanadas y los chamamés se adueñaron de la fiesta. Cada tanto, un sapukay destemplado, servía para despabilar a algún borracho que empezaba a cabecear.
-Héctor, te acordás de Hugo, el compañero de la juventud peronista que está afiliando en el barrio. Espero que no te incomode que lo haya invitado -dijo el Chaca.
-No te hagás problema. Al contrario, desde ahora ya sabés Hugo, que esta es mi casa y también podés contar conmigo.
-Gracias, compañero. Es un casorio de primera y el vino, mucho mejor. Mirá que lo de contar con vos me lo tomo en serio, así que preparate para la campaña -dijo Hugo mientras repetía la segunda vuelta de empanadas.
-Eso sí -bromeó Héctor- antes del bombo, necesito un par de semanas para sacarle el gustito al matrimonio.
Los acordes de la verdulera, que tocaba un tío, y un par de guitarras que lo acompañaban, arrancaron con el vals.
Héctor se acomodó el saco y, entre risas y aplausos, encaró decidido hacia la novia que ya lo esperaba adornando el patio de tierra.
El baile, enancado en la alegría, viajó por la noche del pueblo. La madrugada obligaba al mate. La ronda, cada vez más compacta, se llenó de voces. Perón en el exilio, la juventud, Cámpora, la movilización y algún sapukay ronco de vino eran sus habitantes.
Cuando volvió de su luna de miel, la unidad básica ya había sido inaugurada. El local, haciendo esquina, fue cedido por una familia santiagueña que tenía una deuda de gratitud con Perón. Palomeque y los hijos de don Arévalo colaboraron entusiasmados con la idea de que su casa fuese el centro de la actividad del barrio.
Don Arévalo, gallero y viejo ferroviario, había sido corrido de su provincia natal por la Revolución Libertadora. Eran tiempos de reivindicación y de revanchas.
La marchita sonaba por los altoparlantes. La gente humilde desfilaba por la unidad básica buscando su boleta. El miedo al fraude se había generalizado. La juventud organizaba la movilización del triunfo, segura de la respuesta de su gente. A la noche se reunirían, después de la votación, para seguir el escrutinio. Las mujeres preparaban empanadas.
El barrio entero estaba de fiesta, sin saber que alguna vez también el luto los hallaría unidos. Ezeiza fue su bautismo de fuego.
-¡Pero estos hijos de puta tiran en serio! -dijo Héctor.
El Chaca, a su lado, alcanzó a tirarse cuerpo a tierra cuando una bala le silbó sobre la cabeza. El desconcierto se apoderó de todos. Las ambulancias del Ministerio de Bienestar Social hacían galas de total impunidad. Héctor se trepó a un árbol para ver lo que pasaba. Los gritos de auxilio se confundían con las consignas.
-¡Nos están dando como en la guerra! -confirmó-. Avisale a los muchachos que retrocedan, que saquen a las mujeres y a los pibes del barrio primero.
Palomeque transmitió la orden de retirada. Los chicos lloraban. La abuela de Norma tuvo un ataque de histeria y se la llevaron en andas. Nadie sabía nada con certeza. La confusión era total. Los altoparlantes pedían calma y avisaban que el General había sido trasladado a un lugar seguro.
-Seguro -dijo Héctor- El General en un lugar seguro y nosotros, como boludos, dando la vida por Perón.
-Héctor, juntá a los compañeros de la juventud y armen los cordones para que el barrio no se desparrame -ordenó Hugo, organizando la retirada hacia los micros.
-Calma, compañeros -pedía Héctor- Retrocedamos despacio que no va a pasar nada.
El Chaca y un grupo de cadeneros cuidaban la retaguardia. Héctor iba y venía serenando los ánimos. Hugo ya se había reunido con la cabeza de la columna y esperaba órdenes.
Una hora, dos. La marcha se hacía difícil por lo compacto de la movilización. Los micros esperaban sobre la avenida General Paz. La indignación de muchos se confundía con las sonoras puteadas de algunos, que rompían viejos carnets de afiliación. Ezeiza le sirvió a Héctor para crecer. El General se sirvió de todos.
Su proceso fue lento, aún más después de la adopción del niño. A Marito lo recogió Nené después del accidente. Su verdadero padre, borracho, incendió la casilla en que vivían pereciendo junto a otras dos criaturas que se hallaban dentro. El niño salvó su vida por milagro, por estar jugando afuera. La gente se solidarizó de inmediato, cobijándolo.
Héctor y Nené lo adoptaron en forma definitiva. Su amor por ese niño abandonado se acrecentó día a día. Depositaban en él toda la ternura, postergada por frustrados embarazos.
-Cuando pienso en Marito, se me hiela la sangre. Vos tenés que entenderme Hugo, no es lo mismo. Tengo miedo. Pero no miedo por mí, sino por el pibe, por Nené. Marito sufrió tanto que si nos pasa algo a nosotros, creo que se me muere. ¿Entendés? Además, ya no es igual que antes. Antes había que traerlo al Viejo y ahora que lo trajimos, ¿Qué? Nos cagaron a tiros en Ezeiza. Nos echó de la plaza. Ahora, resulta que somos infiltrados, pendejos y qué sé yo cuántas cosas más. Estoy jodido, hermano. Y para colmo, me traés a comer a un lugar cajetilla, donde te sirven el postre junto con la comida -concluyó.
Era evidente que la suprema de pollo a la Maryland no le había gustado. Tampoco el proceso. Hugo trató de explicarle por qué debía seguir adelante. Por Marito no podía aflojar. Tenía que dar el salto o retroceder definitivamente. No había más opciones.
La comisión interna había decretado el paro. Héctor organizó su sección para defender la fábrica. A último momento se enteraron de que el sindicato los había dejado solos. El delegado negoció con la patronal y les pidió que desalojaran los talleres sin violencias. Prometió que todo se arreglaría.
Estaban entre dos fuegos. Si no abandonaban la fábrica, la guardia de infantería los sacaría por la fuerza. Ya la habían rodeado. Por otro lado, si la entregaban, seguramente las represalias caerían sobre la comisión interna. Votaron.
El presidente de la empresa garantizó con su palabra que nada pasaría.
-No se van a tomar represalias -afirmó. Los talleres fueron desalojados después de una toma pacífica de dos días.
En la noche, los camiones entraron al barrio. Los Arévalos fueron sacados de a uno y golpeados brutalmente en la puerta de la antigua unidad básica.
Al viejo gallero, un culatazo le arrancó los pocos dientes que le quedaban. Norma, una vecina, fue arrancada de la cama. El tío -en pedo- quiso defenderse creyendo que eran ladrones. Un certero disparo de itaka lo incrustó contra la pared del fondo, antes de que alcanzara a abrir su navaja.
Héctor fue arrastrado hacia la calle. Alcanzó a ver como Nené se aferraba a la cama, llorando. Marito miraba aterrado. Lo encapucharon, mientras lo golpeaban. Atado como a un fardo, lo tiraron -aún vivo- a la caja del camión.
Cayó en el naufragio sobre otros, que se hundieron junto a él, en la noche que aún nos habita…
LA NENÉ:
Sabía que esto iba a pasar. ¡Yo lo sabía! Héctor nunca me escuchó. Cuántas veces le dije que dejara, que pensara más en nosotros. Pero, no, él siempre en los otros. Que los compañeros, que la injusticia y qué sé yo cuanta milonga. ¿Y ahora? Marito es chiquito, nos necesita. Si no tiene a nadie. Mis viejos no lo van a querer como nosotros. Don José tampoco. Él también lo hinchaba al Héctor para que largara, ahora no van a hacer nada. No es como el hijo. Tiene razón. Si ya podríamos haber terminado la casa; con levantar la piecita del fondo y el baño, estaba lista. Bueno, lista es un decir. Pero no importa, de a poco la hubiéramos terminado. El piso y los revoques los hacíamos después, lo importante eran las paredes y el techo. Teníamos pagado el terreno, así que lo que juntáramos se lo podíamos poner a la casa. Marito disfrutaba tanto. ¡Jugaba con su perro como si fueran dos chicos! Mafalda y la hermana se iban a ir pronto. Ya habían conseguido una prefabricada y hubiéramos tenido un montón de lugar para nosotros. Además, el Chaca ya dijo que se casaba con la Isabel. Parece que con la trompeadura que se pegaron con Mafalda llegaron a entenderse También; ya está gruesa de seis meses la pobre. El hermano no quería saber nada, se agarró a las piñas con el Chaca y si el Héctor no los separa, se matan. Menos mal que se arregló. El Chaca consiguió trabajo en la fábrica del Héctor, pero no creo que le dure mucho. Y ahora con esto, menos que menos. Cuando se enteren en la fábrica, los echan a los dos a patadas. Héctor ya quedó mal con lo de la huelga. ¡Pobre! Estuvo dos noches sin dormir, ¿y para qué? Los sacaron a patadas sin darles un peso. Yo no sé para que se mete. Siempre fue igual. Primero, que les iban a dar un aumento si no hacían lío y después, nada. ¡Pobre! Es testarudo como el padre. ¡Tal, para cual! Cuando nos casamos, lo mismo. Que era seguro el cambio de las planchas, que él lo hablaba al Turco y listo. Todavía tengo cuatro y no sé cuántos veladores. Menos mal que cuando se casó la gorda Norma pudimos cambiarnos los regalos, si no… ¿Por qué me dejaron aquí? ¿Qué estarán haciendo? Si por lo menos viniera el Héctor. Marito duerme, suerte. Se despertó, pero después se volvió a dormir. Es como si no quisiera ver, pobrecito. Cuando se quemó la casilla, estaba como tonto. No se reía ni a garrotazos. Cuántos análisis que le hicimos. Tenía toda la piel lastimada, como si tuviera sarna. No me quería comer nada al principio. Con Héctor lo llevábamos a la calesita, a la plaza, pero igual no se olvidaba. Ahora es distinto. Da gusto verlo jugar con el Colita, se revuelcan en la tierra como si fueran dos cachorritos. Por eso se quedó dormido, no quiere ni ver. Si le falta el Héctor se me muere, son tan pegados. Cuando se fue por unos días al campo, a visitar al padrino, creí que se me enfermaba. A cada rato salía a la puerta con su sillita para esperar al papá. ¡Pobrecito! Voy a tener que decirle cualquier cosa para conformarlo mañana porque esto va a durar unos días. También, el Héctor, si me hubiera hecho caso no pasaba. ¡Es tan cabeza dura! Igual que el padre. Silvia me lo dijo más de una vez. Cuando ella era la novia, tampoco lo podía convencer. Claro que no es lo mismo. Eso fue hace mucho y eran chicos. Ahora me tiene a mí y al Marito. Cuando salga, dentro de unos días, seguro que se le pasa. Un poco está bien, sobre todo porque si no lo hace nadie siempre va a ser igual y eso no es justo. Por lo mismo que a veces lo acompaño yo también. Como cuando fuimos a pintar por la estación, que susto. Creí que nos mataban. No me puedo olvidar de ese negro asqueroso del comando apuntándonos con la pistola. En cinco minutos nos rodearon por los cuatro costados. Escopetas, revólveres, pistolas, de todo tenían. Y nosotros con los tachitos de pintura. Nos salvó la policía. ¡Parece mentira! Esa vez nos salvó la policía. El Héctor lloraba de la bronca. Después hablamos mucho. Me contó lo que pasaba, por qué nos habían asustado, qué decía cada uno. ¡Qué sé yo! No sé. No entendí mucho. Pero igual sé que el Héctor no me iba a mentir. ¿Para qué? Si pudiera hablar con él ahora. ¿No se habrán equivocado? Todo por un paro. Si no era la primera vez que se armaba lío en la fábrica. Bueno, al fin. Parece que terminaron con el Héctor. Abren la puerta. ¿Cómo? ¿Y por qué a mí? ¿Yo qué hice? ¿Qué pasa? ¡Dios mío! ¡Marito, no! ¡Suéltenlo, por favor! ¡Marito, no! ¡Por favor! ¿Por qué le pegan al Héctor? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¡Marito!… ¡Marito!… y los tres se hundieron muy profundo en la noche que nos habita…
LA INVASIÓN:
Cuando el tren se detuvo en el andén principal de la vieja estación de Constitución, era de noche. Recogí la pequeña maleta que llevaba y me dispuse a bajar. El trámite se hacía lento por la cantidad de familias, con críos e infinidad de bultos, que venían desde el interior a probar suerte en Buenos Aires. En oleadas y a paso cansino, llegamos al hall central de la estación. Allí le pregunté a un guarda del ferrocarril por la dirección de Ariel que traía, celosamente anotada, en una hoja del cuaderno de mi hijo, el más chico. Me indicó que era cerca, que no valía la pena tomar colectivo y entonces, me dispuse a caminar. Crucé la plaza en diagonal y tomé por la calle Salta hacia el centro de la ciudad, tal como me habían indicado. Por temor a equivocarme, volví a preguntar en un quiosco de diarios, confirmando que me hallaba a escasas cuadras de mi destino. Al llegar frente a las rejas del viejo conventillo, suspiré aliviado. Me daba miedo Buenos Aires; pero más miedo le tenía a las posibles represalias, que podían tomar conmigo, solamente por haber participado en aquella huelga justa e inservible. Sabíamos que contra los milicos llevábamos todas las de perder. Que no teníamos ninguna posibilidad de negociar mejores condiciones laborales, ni seguridad para los trabajadores pero, a pesar de todo, decidimos luchar. Paramos la producción porque empezaron deteniendo a algunos delegados y la cosa ya no daba para más. A mí tampoco me quedaba otra alternativa que conseguir algún trabajo en Buenos Aires; si quería vivir y traer conmigo a la familia. En mi pueblo no podía quedarme un día más, porque no iban a tardar mucho en salir a buscarme, acusándome de cabecilla del paro y de la huelga en general.
Al vernos con Ariel, nos abrazamos como si el tiempo no hubiese pasado para nosotros. Ariel hacía años que había emprendido la misma aventura y se mostraba satisfecho con la estabilidad alcanzada en esta enorme ciudad.
-¡Al fin te decidiste, Saturnino! Me alegro por vos y espero sinceramente que te vaya mejor que en el pueblo. Vas a ver como todo mejora: “No hay mal que dure cien años” –dijo sentenciando con esa frase tan repetida.
-¡Sí, y sobre todo, tampoco hay cuerpo que lo aguante! -le respondí completando la misma frase y riendo volvimos a fundirnos en un abrazo.
Hacía años que no nos veíamos y teníamos muchas cosas para contarnos pero igual, decidimos charlar por la mañana, mientras tomábamos mate, porque los dos debíamos levantarnos temprano. Ariel para ir a la fábrica y yo, para empezar a buscar trabajo. Se disculpó por no ofrecerme mayores comodidades porque, en una de las dos piezas que ocupaba en el conventillo, alojaba momentáneamente a unos tíos también llegados del interior.
-Por esta noche te vas a tener que arreglar como mejor puedas- dijo.
-No te hagas problema, viejo -me apuré en contestarle- Con el frío que está haciendo, te aseguro que con un catre y un par de mantas la paso bien en cualquier parte.
-¡Mirá, para que no te jodan los chicos, podés tirarte en el cuartito que hay en el fondo! ¡Está lleno de trastos viejos, pero por esta noche va a servir! -señaló Ariel, indicando el codo del patio trasero del conventillo.
-Esperá un momento -dijo y entró en su pieza.
Me puse distraídamente a mirar aquel viejo edificio. La puerta de entrada, era de hierro, con su parte superior con rejas pintadas de negro. Estaba hecha una calamidad. Tenía tanto óxido que de milagro funcionaba. El frente del edificio, que daba a la calle Salta, consistía en un pequeño muro, de un metro y medio, lleno de moho y con las rejas tan herrumbradas como las de la puerta de acceso. Las piezas del conventillo se alineaban sobre el costado del patio central, menos las que daban hacia el fondo que terminaba haciendo un codo al final del patio. A un lado del mismo, se veían dos o tres salas grandes; por lo menos era lo que se podía apreciar desde donde estaba. Tenía la seguridad, sin poder verlas, que enfrentándolas se hallaban las cocinas que correspondían a cada uno de los departamentos.
El piso del patio, de grandes baldosones con guardas de colores, no estaba en mejores condiciones que el resto de la casa. Por todos lados se veía el paso devastador del tiempo, con un patio caótico de baldosas rotas y las que quedaban sanas, estaban tan agrietadas que parecían rotas. Por toda iluminación, una bombita de 40 voltios, flotaba en el aire nostálgico del conventillo.
-¡Ya está, che! -me dijo Ariel, saliendo de su cuarto. ¡Te conseguí dos frazadas que me afané de la colimba! En la pieza hay una cama vieja y espero que todavía sirva.
Sin decir más, tomé la almohada que me alcanzaba y nos fuimos hacia el fondo. Estábamos llegando cuando empezó a mascullar frases ininteligibles. Se disgustó al comprobar que las persianas de la pieza, de hojas exteriores metálicas, estaban cerradas con una cadena y un viejo candado de grandes dimensiones.
-¡Ésta es la Gallega! -aseguró refiriéndose al candado. ¡No sé quién carajo se va a robar algo, si todo lo que hay aquí son porquerías inservibles! ¡Aguantame un cachito que ya vuelvo! -sin esperar un comentario de mi parte, me dio las frazadas que tenía en las manos y se fue a pedirle las llaves a la encargada.
Poco tiempo después volvió con un manojo y febrilmente empezó a probarlas en el candado, hasta que el mismo cedió ruidosamente.
Entramos. Encendí un fósforo para encontrar la perilla de la luz que accioné en vano un par de veces.
-¡Debe estar cortada! –dije conciliador.
-¡No! -aseguró Ariel-. ¡Seguro que está quemada la bombita! ¡Te vas a tener que arreglar sin luz, hermano! ¡Espero que no le tengas miedo al Cuco! –bromeó, mientras buscábamos a tientas la cama y el colchón que no aparecían por ningún lado.
En realidad, aunque no le tuviera miedo, no me agradaba la idea de quedarme en esa pieza toda la noche a oscuras. Instintivamente miré el reloj y metí la mano en el bolsillo del pantalón; recordé que tenía dinero para comer sólo una vez al día hasta que consiguiera algún trabajo.
-¡No te hagas problema! ¡Con el sueño atrasado que tengo, si viene el Cuco, le hago un lugar en la cama y sigo durmiendo! -contesté siguiendo con la broma.
Tendimos la cama y Ariel se despidió, no sin antes volver a disculparse por lo precario de su hospitalidad.
-En la cancha se ven los pingos, Ariel. Lo importante es que lo poco que tenés lo compartís con los compañeros y, con un nuevo apretón de manos, convinimos en tomarnos unos mates y charlar por la mañana.
Me desvestí y me metí en la cama. Traté de arroparme como pude con las escasas cobijas para entrar en calor. Estaba calado hasta los huesos con ese frío húmedo y pegajoso. Intenté acostumbrarme a la oscuridad tratando de distinguir las cosas que me rodeaban. El cansancio del viaje y el frío fueron ganando terreno y me quedé dormido.
Algo me despertó. Tenía la sensación de que me estaban mirando. Acostumbrado, por el hambre, a pasar las noches en sórdidas pensiones de pasajeros o en hoteluchos de mala muerte, traté de aguzar el oído poniéndome en guardia. Fui abriendo lentamente los ojos para distinguir la naturaleza del peligro. Buscando serenarme, contuve la respiración por un instante para que no se me notara alterada.
Nada. A pesar de mis esfuerzos nada me parecía anormal. Con un movimiento inesperado, salté fuera de la cama. Me quedé unos instantes allí, de pie y en guardia, esperando que algo sucediera. Aunque estaba casi seguro de que no había nadie en la habitación, me sentía observado. A tientas me vestí como pude. Cuando logré ponerme el saco, busqué los fósforos en su interior y encendí uno. El escaso radio de luz que produjo no me permitió ver gran cosa. Lo alcé por encima de mi cabeza para que iluminara cuanto fuera posible, repitiendo la misma operación en tres oportunidades. Nada. Con el último fósforo, encendí un cigarrillo y salí al patio.
El frío de la noche me resultó agradable. Caminé hasta la verja exterior para calmarme. Al mirar hacia atrás, advertí que sobre el costado de la puerta de la improvisada pieza, había una llave de luz que no habíamos advertido antes. A pesar de mi desconfianza regresé y traté de accionarla. La escasa luz que produjo la bombilla suspendida en el dintel no me dio tiempo a mirar hacia adentro y volvió a apagarse definitivamente. Supuse que estaba floja la llave interruptora y lo intenté nuevamente. Cuando casi alcanzaba la perilla, sentí que algo baboso y frío me tocaba la mano. La retiré bruscamente preso de un terror irracional. Logré sobreponerme y, como pude, salí corriendo hacia la pieza de Ariel.
Iba a llamar pero me detuve. ¿Cómo podía explicarle lo que había pasado? No me creería una sola palabra. Seguramente pensaría que lo había soñado. Mientras encendía otro cigarrillo, escuché claramente su voz:
-¿Quién está allí? –gritó desde adentro de la pieza.
-¡Soy yo, no grites tanto boludo que vas a despertar a los vecinos! -le dije en un susurro.
-¿Y se puede saber qué carajo estás haciendo a estas horas? ¡Son las dos de la mañana, esperá que ya salgo! -me gruñó de mala gana.
Realmente no sabía por dónde empezar a explicarle. Nada de lo que sucedía tenía sentido. Ariel me miraba con sus ojos chiquitos y legañosos, más pequeños que lo habitual por el sopor de la noche. De no ser por lo dramático de la situación, hubiese reparado en el ridículo dúo que formábamos: yo, vestido con traje y sobretodo y mi amigo, en pijamas y envuelto en una frazada que le tapaba casi hasta la cabeza.
-Pero, ¿estás seguro, flaco? -dijo Ariel- ¡Me parece que estás mirando muchas películas últimamente! -bromeó.
-¡No jodas, che! Ya estoy bastante crecidito como para asustarme con los cuentos de brujas -dije indignado.
-¡Bueno!… ¡Está bien, era una broma! Esperá que me visto, traigo la linterna y vamos a ver –y sin esperar una respuesta, entró en su habitación.
Con la linterna en la mano y un palo en la otra, abrimos lentamente la puerta de la pieza del fondo. Ariel fue iluminando cosa por cosa. Había un poco de todo. Restos de muebles viejos, lámparas de pie ya herrumbradas, hasta una escupidera de porcelana con la manija rota.
-¡Esa, por la medida, debe ser de la Gallega! –bromeó Ariel- ¿Con qué sentarse tiene, no? ¡Nada! Ya te lo dije Saturnino, estás mirando muchas películas – volvió a decir.
-¡Esperá, algo se mueve! ¡Apuntá para allí…, más a la izquierda!
Nos miramos sin entender. En un ángulo de la pieza, debajo de una mesita de luz, estaba agachada una gallina. Ariel siguió recorriendo la pieza con la escasa luz de la linterna.
-¡Esto es insólito! -le dije a mi amigo.
Si algo restaba para colmar nuestro asombro fue descubrir a un grupo de gallinas, metidas en un viejo baúl tumbado en el piso, con sus colas ensangrentadas y que se arrastraban despidiendo un olor pútrido insoportable.
-No entiendo -dijo Ariel- ¿A quién se le pudo ocurrir usar esta pieza para hacer un gallinero? ¡No puede ser, estamos todos locos! -aseguró indignado.
-Eso no sería nada -dije- ¿Y vos cómo explicás ese inaguantable olor a mierda? ¡Mirá que he visto gallineros en el pueblo, pero como éste ninguno! ¡Aquí pasa algo raro, Ariel! ¡Ese olor no es caquita de paloma!
Seguimos recorriendo la pieza con la luz de la linterna. Nos acercamos cuanto pudimos a las que estaban en el piso. Aún se movían.
Luchamos entre el miedo, el asco y la curiosidad. El último fue el sentimiento más fuerte y nos aproximamos lo suficiente para ver con claridad qué era lo que hacía que las gallinas se convulsionaran. El asombro llegó al paroxismo al comprobar que eran gusanos que les entraban y salían por el culo en febril actividad.
-¡Te juro que no lo entiendo! -dijo Ariel- bromeando con el último vestigio de coraje que le quedaba.
Nos miramos en silencio. No sabíamos qué pensar en realidad.
-¡Ariel, -dije asustado- alumbráme bien aquí! ¿O yo estoy loco o me parece que estos bichos van creciendo a medida que les entran y les salen por el culo?
Mi amigo enfocó mejor la gusanera que aprovechaba el menor hueco para introducirse en el animal. No había sido una impresión. Efectivamente, esos cuerpos blandos y de movimiento contráctil, iban creciendo en la medida que ingerían los restos sanguinolentos del interior del ave. Cuando ya habían alcanzado unos seis o siete centímetros de longitud, comenzaban a estrangularse por la mitad de su cuerpo, hasta separarse en dos gusanos idénticos. Se iban multiplicando, formando una masa nauseabunda y ondulante, que intentaba con más ímpetu penetrar en el animal del que se nutrían.
Salimos al patio. Nos miramos sin entender con la impresión de estar frente a algo más complejo que simples gusanos, ¿Pero qué…?
-¡Estos hijos de puta se las comen por dentro! -dijo Ariel, asustado.
-¿Te fijaste que las gallinas tienen los ojos vidriosos, como si estuvieran muertas, pero que aún pueden caminar? -le respondí.
-¡Mirá -dijo Ariel- me parece que lo mejor que podemos hacer es cerrar la puerta con el candado y llamar a alguien!
-¿Y a quién, Ariel? ¿Vos pensás que alguno nos va a creer?
-¡No sé! ¡Llamemos a la policía! Que vengan a ver, que muevan el culo, que joder -dijo enojado por la necesidad de decir algo.
Agarré mi valija y cerramos la puerta como pudimos. Nos metimos en la pieza de Ariel para llamar al comando radioeléctrico de la Policía Federal.
-¿Operación gusanos? ¿Constitución? Es una zona liberada, QSL… Cambio y fuera.
Nadie nos creyó. Suponían que estábamos borrachos o que en algo raro andaríamos para hacer semejante joda en mitad de la noche. La mujer y los hijos de Ariel no sabían qué creer. Los tíos, que con el revuelo que armamos se habían levantado, dijeron por lo bajo: los muchachos se pasaron con algunas copitas y en fin, dejaban la frase por la mitad del camino como si con eso explicaran algo y se volvieron a acostar.
Ariel, cansado y enojado por su falta de credibilidad, me dijo:
-Flaco, quédate en la cocina por esta noche y arreglate con las frazadas como puedas. En todo caso llévate solamente el colchón y mañana, con la luz del día, vamos a ver quién carajo tiene la razón en esta casa de mierda. Pegó un portazo a la puerta de su pieza y desapareció dentro de ella.
Salí en último lugar. Miré hacia la pieza del fondo y me di cuenta que la puerta había quedado abierta. No tuve el coraje de entrar. Frente a las piezas, se hallaban alineadas las cocinas del conventillo. Vi la puerta abierta de la cocina de Ariel y entré. Asustado y muerto de miedo, no sabía qué hacer con las manos. Nervioso, no tuve mejor idea que poner la pava al fuego y prepararme unos mates con los elementos que estaban dispuestos para la mañana siguiente. Las manos me temblaban y me castañeteaban los dientes. Trataba de razonar coherentemente repasando por orden los últimos acontecimientos. Seguía sin entender. Eran todas preguntas y ninguna certidumbre.
Me sentí estúpido y volví a la realidad. Yo estaba tomando mate de madrugada en la cocina de Ariel y mi amigo durmiendo con toda su familia. Me sentí un cobarde y un tarado. Dejé el mate sobre la mesa y me fui hacia la pieza del fondo. La puerta estaba abierta y no se oía ni un murmullo. Estaba oscuro y en silencio. Al cruzar el vano de la puerta, tropecé con la linterna que estaba tirada en el suelo. La empuñé con fuerza como si fuera un garrote y entré. Rearmé como pude el viejo colchón y las cobijas que se habían caído al suelo; me tapé hasta la cabeza y volví a quedarme dormido.
No todo había sido una pesadilla. Tal vez intuición o lo que llaman un sueño premonitorio. Lo cierto es que me despertaron los gritos y el culatazo que me pegaron en la nuca.
-¡Levantate sorete que llegó la hora de que cantes la Traviata! A empujones me tiraron de la cama, sin dejar que me pusiera los pantalones. En minutos y en un operativo comando, la Federal había copado el conventillo. Hicieron salir a todos los inquilinos de sus piezas y diversos milicos revisaban adentro para ver qué cosas se podían llevar. La gallega estaba muda y nos miraba con odio. El resto de los habitantes del inquilinato no entendían nada, pero de cualquier manera los trataban a los empujones y como si fueran simplemente basura. Ariel estaba tendido en el patio, inconsciente, semidesnudo y sangrado profusamente por su oreja izquierda. Seguramente el culatazo dado con el fusil Fal, le había reventado el tímpano. Nos pusieron las capuchas y nos tiraron en el piso de los Falcon que atravesaban la calle Salta. Todo había sido un endemoniado sueño anticipatorio. Los gusanos que se multiplicaban mientras nos comían las entrañas, no eran otros que ellos.
Saturnino y Ariel también se hundieron, como tantos, en la noche que aún nos habita…
LOS CAMINOS DEL OTOÑO:
El humo de mi cigarrillo dibujó en el aire algo parecido a una carroza fúnebre, de las que se usaban antes, con caballos de cresta negra y todo. Detrás del sucio cristal de la ventana del bar, la ciudad se arrebujaba en una inclemente tarde lluviosa de mayo. A veces pienso que el otoño, en la vida, es mansedumbre y alguna que otra sabiduría. No voy a negar que para algunos es solamente la antesala del invierno y para otros, un día fresco del verano que se resisten dejar. Lo cierto, como dice Serrat: «La vida es lo que es, lo que no tiene es remedio».
Amo la poesía y a su vez, amo a los profetas de la metáfora que con ella logran asombrarme. Quizá resulte que el asombro sea también una cualidad del alma. Por qué no, lo cierto es que la vida pasa sin detenerse ni un sólo instante. Para mí, la vida, siempre fue una señora de compromiso abyecto que no acepta el ciego traqueteo de andar y detenernos, ella sólo genera, no vive del ensueño. Nosotros sí, soñamos y nos ensoñamos. Buscamos y perseguimos, como posesos a veces, cosas que con el tiempo se diluyen o simplemente se extravían perdiéndose por sus contornos. Intentamos una y mil veces alcanzar el prestigio, el poder, el dinero, la grandilocuente realización personal y no nos damos cuenta de que la vida es más simple. La vida es sólo vida, la de todos los días, la de las pequeñas cosas. Esa es la vida, la verdadera, la que se nos escapa por entre los dedos sin poder retenerla. La simple vida. La vida simple.
Cuántas veces nos detenemos a pensar, por un instante, en las pequeñas cosas que nos rodean. Esas pequeñas cosas que nos dan grados de felicidad y de tristeza al mismo tiempo. Alguna vez, Jorge Luis Borges confesó amargamente en un poema que había cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no haber sido feliz. Alguna vez, quizás, nosotros mismos nos confesemos, en la intimidad, cometer el mismo pecado. Dejar que la vida pase sin pena ni gloria. Por eso es bueno el otoño. Uno tiene la mochila cargada con alguna sabiduría pero también tiene la fuerza suficiente para poder transportarla. Y por si esto fuera poco, todavía camina por ella con los ojos llenos de asombro. A pesar de todo, a pesar de la sentencia de Armando Santos Discépolo de ver la biblia junto al calefón, a pesar de los dolores y las crueles certezas de tantas historias manchadas de sangre: digo, que a pesar de todos y a pesar de uno mismo, hay que andar por los caminos del otoño y no perder la memoria. A pesar de la vida misma, somos como decía el gran Vate Neruda: «Un animal de luz».
Me detuve a tiempo y volví al bar en medio de mis cavilaciones; con el brazo en alto, le hice señas al mozo para que me alcanzara otro café. Al estar pendiente de su cabeceo afirmativo, me crucé con la mirada de una parroquiana que me observaba disimuladamente desde una mesa relativamente cercana. Era una mujer cansada, de no más de cincuenta años, pero que llamaba la atención por estar acompañada de quien probablemente fuese su madre. Lo notorio, en la anciana, era su pobre desaliño y el evidente estado de demencia senil que la hija trataba inútilmente de disimular. Cruzamos varias veces la mirada y tuve la sensación de que siempre me pedía absurdas disculpas por el cuadro decadente que representaban.
Sobre su mesa, dos tazas de té con leche y restos de facturas, ablandadas y deshechas, para que la anciana pudiera masticarlas e ingerirlas. La madre parecía no darse cuenta de nada, mientras su hija, hablaba y gesticulaba acaloradamente como si mantuviera una conversación con un interlocutor atento.
-Pero, mamá, quedate quieta por favor que te vas a caer. Si no te portás bien no te traigo más a tomar el té. No me hagas pasar vergüenza, haceme el favor. Mirá como te ensuciaste toda. A ver, dejame que te arregle un poco esa camisa que está toda chingada. ¿Y qué hacés con la cartera en las manos, si todavía no nos vamos? ¿Te enteraste de Cristina? La internaron de vuelta, pobre; ya en la casa no se podía quedar sola. Los otros días se cayó y casi se quiebra la cadera, zafó de pura casualidad porque se cayó encima del gato. Ese sí que la pasó mal por el susto que se habrá llevado.
-¡Ay vieja, mirá que sos caprichosa, eh! Dejá tranquila esa cartera, por favor. ¿No querés más té?, dale que en un ratito nos vamos. Y ya son casi las siete y estamos a un par de cuadras del geriátrico. Dale, ¿no querés más té o un poco más de la factura que dejaste por la mitad? Vos seguí jodiendo con no comer que le voy a decir al médico, cuando lo vea, vas a ver que te van a poner las inyecciones que no te gustan. ¡Mirá que sos caprichosa, eh!
Mientras tanto la anciana, con la mirada perdida, daba la impresión de no escuchar el altisonante monólogo de su hija. Por momentos parecía que prestaba atención a sus palabras pero, en realidad, se distraía en su mundo por algún ruido estridente que la sorprendía o quizás con alguna luz que destellaba y atrapaba su interés. Por un instante me pareció que se estaba durmiendo y se inclinaba peligrosamente hacia su izquierda. La hija saltó literalmente de su silla para tratar de detenerla, le desabotonó el cuello de la camisa y sumergió un pañuelo en el vaso con agua para aplicarle una compresa.
-¡Mozo, por favor! -llamó con un cierto grado de desesperación en la voz- Si es tan amable, ¿me alcanzaría un vasito de agua fría? Gracias.
Cuando el mozo prestamente se lo trajo, intentó que la anciana tomara de a poco, algunos traguitos de agua fresca.
-¡Mamá, por favor, no te me duermas ahora que todavía tenemos que irnos! Dale, sé buenita y despertate, por favor.
La anciana pareció reaccionar abriendo desmesuradamente los ojos. La reacción frente a las compresas frías y el agua la devolvieron a la mesa del bar. Cuando la hija creyó que la crisis comenzaba a pasar, volvió a suplicarle que se mantuviera despierta y la dejó sola unos instantes para hablar por teléfono desde el mostrador a su izquierda. Especulé que seguramente estaba pidiendo ayuda a algún familiar o al mismo geriátrico en donde debía reinternar a su madre. Fue en ese momento y en un instante que la anciana corrió su silla, se paró con cierta dificultad y a pasitos apenas perceptibles se dirigió hacia la puerta de salida.
Todos nos quedamos atónitos y sin saber qué hacer. La hija, cuando tomó conciencia de la escena, soltó el auricular del teléfono y corrió tras ella. Antes de llegar al vano de la puerta tomó a la anciana por los hombros pero no pudo evitar que, con los últimos pasitos, se le fuera cayendo la bombacha hasta quedar como un guiñapo sobre el empeine de sus zapatos, como una manea del tiempo, la impúdica vida le ponía su freno con una vieja bombacha.
Internada en otros laberintos distintos y por otras razones más naturales, también ella se perdía, en esta noche que aún nos habita…
LA NOCHE:
Él ya estaba en la puerta de los Tribunales cuando Clara llegó. Se saludaron con una fría sonrisa mientras subían por las escalinatas. A las once tenían cita con el Juez para tentar una reconciliación; a partir de allí, toda la rutina del divorcio que no es otra cosa que jugar al teléfono descompuesto. Este era su segundo matrimonio y, aunque distinto, terminaba en la misma frustración. Quizás Norberto pensó que con Clara bastaba su silencio pero la cosa no funcionó.
Una empleada los llamó por el apellido y entraron. En un escritorio cercano al del Juez, el secretario tomaba nota taquigráfica de su declaración, mientras Norberto veía como Clara le mostraba al magistrado las huellas en su rostro y las marcas insinuantes en la cara interna de las piernas, producto de la última violación y quizá, de la última vez que tuvieron sexo; aunque nunca se sabe. Norberto la miraba de reojo, mientras hablaba. Clara, seguramente, detallaba las razones por las que consideraba que su matrimonio estaba acabado y no debía continuar. Estos exabruptos eran constantes, sobre todo en los últimos tiempos donde Norberto había perdido definitivamente la cordura. La convivencia era imposible y tal vez, hasta peligrosa para su propia seguridad.
-Ya está -dijo el secretario- Ahora usted, señor.
Estaba furioso. Yo no quise pegarle, pero estaba furioso. ¿Por qué no puedo aguantarme? Siempre me pasa, sobre todo cuando me lleva la contra. Esta vez se pasó de la raya. Acusarme a mí, nada menos que a mí. Como si yo fuera el responsable de todo lo que sucede en el país. Le tendría que haber sacado los dientes de un trompazo para que aprendiera. ¡Bastante barata la sacó la turra esa! Al fin y al cabo, ¿quién carajo se cree que es, dios? Y para colmo, tener que bancarme esto. Imbécil. De última, le di lo que se merece y como siga jodiendo, me las va a pagar. ¡Juro que me las paga! El Cholo le tiene bastante hambre. Varias veces lo pesqué mirándole el culo. Como siga hinchando la pelotas la chupamos, se la paso al Cholo y se deja de joder para siempre. Va a aprender a llamarme torturador hijo de puta y puto y degenerado y qué sé yo cuántas cosas más. Por eso me calenté. ¿Qué se cree esta turra? De última, no tengo por qué bancarme nada de esta mierda. Le tendría que haber pegado más fuerte. ¡Qué joder!
Tenía veintitrés años, el amor de una mujer, pero aun así no lograba estabilizarse. Menos el trabajo en el puerto, al que siempre le esquivó por ser demasiado pesado, había pasado por todos los oficios a su alcance sin quedarse con ninguno. Cuando probó suerte en la policía, Laura ya estaba definitivamente decepcionada. El tiempo que duró la capacitación en la academia «Ramón Falcón» decidió la pareja, poco después de la graduación, se separaron.
Aunque no habían formalizado el matrimonio legalmente, a Norberto lo afectó mucho. Laura era muy especial, tenía una mezcla de ingenuidad y de respeto hacia él, que le permitía sentirse importante, aunque no fuera más que un simple policía de calle. Más aún, cuando Norberto extraía de su funda el arma reglamentaria ante los ojos asustados de Laura y limpiaba la mesa, con sumo cuidado y morbosa parsimonia, mientras desplegaba concienzudamente un par de hojas de diario sobre el mantel. Sin mirarla, pero sin perder un solo gesto de ella, disfrutaba paso a paso de la operación simulada de limpieza, poniendo la Ballester Molina sobre la mesa y junto al arma, los elementos necesarios para su limpieza.
Gozaba la morosidad de los segundos en cada detalle de la operación. Lentamente extraía el cargador, vaciaba la recámara y alineaba los proyectiles con sumo esmero a un lado del improvisado escritorio. Una bala parada junto a la otra y a veces, como por descuido, volteaba la metálica muralla para poder empezar otra vez desde foja cero. Por prolongar cuanto fuera posible el terror en los ojos de Laura hacía cualquier comentario, sin importancia, obligándola a conversar. Sabía que la proximidad con las armas le repugnaba, pero igual la obligaba a quedarse junto a él. A veces, le preguntaba por las novedades de la casa, sin preocuparse demasiado por el relato de su mujer. Sabía que, de esa manera, ella estaría obligada a quedarse junto a la mesa conversando y algunas veces, para prolongar aún más su adversión, le pedía que le cebara unos mates.
Soportar el metálico ruido de la corredera o el seco click del percutor en el vacío, la erizaba. Laura se ponía histérica cuando Norberto practicaba desenfundar frente al espejo, y terrible cuando la asaltaba por sorpresa con una toma de judo, poniéndole la boca de la pistola en su garganta o en la cabeza, como practicando la detención de algún delincuente. Soñaba con ese uniforme, ejercía en él un atractivo irresistible. Lo transformaba convirtiéndolo en un verdadero energúmeno.
Yo lo vi claramente. En un instante desapareció la mitad de su cabeza. No sé si primero fue el estampido o aquel desparramo de sesos. Después vomité. Cayó encima de mí ensangrentándome todo. Y Laura que no lo entiende. ¡Qué va a entender, si siempre tiene miedo! Miedo de mí, de que se me escape un tiro, ¡qué sé yo! tiene miedo de todo. Aunque asqueroso, fue grande. Algo nuevo. Nunca sentí nada igual. La sangre no se parece a nada, es dulce y espesa. Primero fue la sangre, después el estampido. ¡Estoy seguro, aunque no puede ser! Hay que vivirlo para entenderlo, si no es imposible. No vomité porque me diera asco, ¡no! fue algo distinto, instintivo. ¿La impresión? Sí, es posible. Bueno…también. Era la primera vez, ¡qué joder! No creí que fuera así, no me lo imaginaba. Quería algo más espectacular. Como en las películas. Pero igual fue grande. ¡Qué sé yo! distinto. La próxima vez, voy a tener los ojos bien abiertos. No me quiero perder nada. Cuando cayó, no lo vi. Me asusté con la sangre, ¡qué sé yo! creí que era la mía, no sé…
Un importante acto de servicio, así lo llamó el principal. No lo pensé. Igual hubiese apretado el gatillo, para ver cómo era. Pero fue un acto de servicio. Suena grande, ¡Servicio! Me palmearon, me daban la mano, me felicitaban y yo como un boludo. Y el Cholo que me dice: ¡Pibe, te pasaste!, ¡qué cojones! Era un pesado, un rojo, un guerrillero hijo de mil puta. ¿Y yo qué sabía? No importa, fue grande. A éstos hay que matarlos a todos, los mandan los rusos. Son como la lepra, contagian. El Cholo dijo que después me quería hablar, que tenía un laburito extra para mí. Laura no quiere que lo haga. No me quiere más. No entiende nada, no ve más allá de sus narices. ¡Si todos me saludan! ¡Qué va a entender! Total, hay tantas minas.
Ma’ sí, que se vaya. ¡Qué me importa! Tengo que matar a unos cuantos y hacer como los pistoleros, una raya por cada rojo. Ese pibe vale doble. Dicen que era importante y fue tan fácil, si ya estaba entregado. El boludo se movió. ¿Qué sé yo? ¿No sé por qué? En realidad, me asusté. Por eso apreté el gatillo. ¡Si no veía nada! Era mi primera vez y bueno, ahora no les va a poder contar lo que pasó. Cuando vino el Cholo, estaba todo lleno de la sangre del pibe. Por eso me felicitaron, ¿qué querrá el Cholo? ¿Un laburito? Sí, un laburito dijo. Total, Laura ya se fue. Esta noche le digo que se consiga un par de atorrantas y chau.
Soy un héroe. Norberto estaba nervioso. El Coronel le dijo que se tranquilizara, que tenían todo arreglado, que no iba a haber problemas.
Pasaron a buscar al Cholo, que vino con una descomunal escopeta de caño recortado y con una canana de cartuchos posta. El chofer encaminó el coche para Ramos Mejía. En la rotonda de Liniers, se detuvieron. El Coronel se bajó del auto en el puesto caminero, tardó unos minutos y regresó.
-Ya vienen –dijo-. Tenemos que esperar.
El Pato se bajó para revisar las cubiertas. El Coronel aprovechó para conversarme: -Así que vos fuiste el que boleteó al pendejo. Buena carta de recomendación, che. Tenés que quedarte tranquilo entonces, esto es mucho más sencillo. Además, es todo legal y lo tenemos bien estudiado.
Se miraron con el Cholo, mientras el Pato subía nuevamente al coche. El Coronel prosiguió.
-Mirá, todos estos laburitos te los vamos a pagar aparte. En sobre cerrado. Es un montón de guita. Además, no pasa nada. A estos hijos de puta hay que hacerlos cagar cuanto antes, son un montón de mierda roja. Vos, lo que tenés que hacer es fácil, igual que con el pendejo, apretás el gatillo, de vez en cuando te volteás alguna zurdita y ya está. Te forrás para toda la cosecha. Haceme caso, Norberto, es sencillo. Es igual que con los tres monitos: ver, oír y callar. Ojo, que en esta los machos son los que van para adelante. ¿Quién te dice que mañana no vayas a cargo de un grupo? ¡Qué te parece!…
Otro Falcon se estacionó junto al puesto. Guiñó las luces y se pusieron en marcha. Al llegar a la Avenida de Mayo, en Ramos Mejía, viraron a la izquierda. Después de una estación de servicio, se detuvieron.
El Pato, el Coronel y él se quedaron en el coche. Cholo se bajó y se parapetó detrás de un árbol. El otro coche siguió su marcha hasta la esquina, donde se detuvo. Bajaron dos hombres vistiendo uniformes de combate. Se acercaron a un edificio de departamentos, llamaron al portero y esperaron. Al rato, les abrieron la puerta y entraron mostrando sus credenciales.
-Ya está -dijo el Coronel- ¡Vamos!
Bajaron del auto y se unieron al grupo. El Pato quedó al volante. Entonces el Coronel ordenó:
-Vos y el pibe por la escalera. Nosotros y el Cholo vamos por el ascensor, entramos y el Cholo queda de contención en la puerta.
-Vamos, que la pichona está sola con el crío -ordenó el Teniente.
Fue todo muy rápido. La chica no pudo reaccionar, sólo atinó a aferrarse a la criatura. Mientras revisaban el departamento iban metiendo en una valija lo que servía y en un bolso los elementos de prueba.
-Es el botín de guerra, después repartimos -le dijo Esteban, mientras le guiñaba un ojo.
Norberto agarró al crío, mientras el Coronel y Esteban esposaban a la chica. Le pusieron una bolsa de harina en la cabeza y bajaron. Al salir, los coches ya estaban en marcha. La tiraron en el piso de atrás del Falcon del teniente. Subieron, mientras ordenaba por la ventanilla.
-Al pibe llévenlo ustedes, después nos vemos en el Olimpo-. Viraron en redondo y partieron rumbo a Rivadavia. El Cholo agarró al niño y le tapó la boca. Entraron en el coche y se pusieron en marcha.
Pobre piba, será una guerrillera pero igual me da no sé qué. De última, uno es un hombre. No es lo mismo reventar a un tipo que a una mina. ¿Qué sé yo? Cholo se caga de risa, porque es un turro. ¡Y qué linda es! Creo que ésta, si me viera por la calle, no me pasaría ni cinco de bola. Cuando el Teniente le apoya la picana en las tetas, tiembla toda. Lo que no me gusta es el hilo de baba que le cuelga de la boca. Pobre mina. Ya ni llora. ¡También! Después de la paliza que le dio Esteban, ni ganas tiene. Este hijo de puta del Coronel, le puso un cartelito en el culo. En ablande. ¡Qué bárbaro! Es mi turno. Ya se la pasaron dos, y la piba ni pío. ¡Qué cojones! Tal vez le gusta igual. Con estos rojos, uno nunca sabe. ¡Andá a saber cuántos se la pasaban en la organización! ¿Y a mí qué carajo me importa? Es uno más, aunque sea una mina. El Teniente ya me dijo que ahora me tocaba a mí. Me guiñó un ojo. Delante de todos no voy a poder. No se me para. Ahora, no me puedo echar para atrás. Estoy jugado y sin fichas. Y a mí, de última, ¿qué carajo me importa?
A la semana se encontró al Coronel por la calle. Le contó que la piba se había quedado en la parrilla. No aguantó. Le pidió si le podía tener al chico por unos días, hasta que lo colocaran. Que ya tenían una pareja de Mar del Plata y que pagaban bastante bien.
Norberto arregló para pasar a buscarlo por la tarde. Como no tenía dónde llevarlo, se lo dejó a su madre.
-Es por unos días, los padres son de la repartición y sufrieron un accidente. No tiene más parientes que nosotros.
La madre de Norberto asintió encantada, siempre le gustaron los bebés. Permanentemente recriminaba a su hijo porque no le daba nietos.
Se despidió de ella, prometiendo volver al día siguiente. Esa noche, tenía otro trabajito. Se le había ocurrido una idea descabellada para satisfacer los caprichos de su madre. Lo arreglaría con el Coronel.
¿Cuánto pasó desde lo del pibe? Fue unos días antes de que mi vieja se quedara con Pablito. Al Coronel lo mataron por boludo. Si me hubiera hecho caso, no pasaba. Clara me dijo la otra noche que me tendrían que haber boleteado a mí. ¡Casi le saco los dientes! Se pone así, pero estoy seguro de que le gusta. No lo quiere reconocer, pero le gusta. Cada vez que le pido que se dé vuelta, empieza a insultarme. Ya me tiene podrido. ¿Qué se cree? Que me voy a dejar basurear por ella. ¡Nada menos que yo! Yo, ¿o al pedo, tengo un grupo a mi cargo? Ya no es lo mismo que antes. Ahora mando y los otros se callan. ¿Y esta imbécil me va a venir a basurear? Si sé que le gusta y también cuando le pego. Estoy seguro. Si a veces, empieza ella a buscarme. ¡Perra!. La voy a colgar de los pezones, como a la flaca del Vesubio. Así, vas a gritar, pero con ganas.
¡Hija de puta! Pablo ya tiene siete años y es el orgullo de su abuela. Las brillantes calificaciones y su conducta ejemplar en el colegio hacen difícil negarle nada. A pesar de ser un chico feliz, hay algo en su mirada que no soporto. Cuando me mira, me acusa. Yo no tuve nada que ver con lo de su madre. Yo no la maté. De última, no la va a comparar con la mía. Él también es como ella. ¡Yo lo sé y él lo sabe! Por eso me acusa y por eso, algún día me las va a pagar…
FIN
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