Seguro que a más de uno le recuerda a algo esta historia. Todos teníamos a alguien a quien la vida se le truncó demasiado joven. Quizá demasiado joven. La vida nunca te dice cuándo tiende a concluir.
Llevaba ya dos semanas ingresada en estado crítico. Un amago de infarto y un despiste médico, le habían hecho caer en coma durante unos 10 minutos.
Recuerdo que podíamos asistir a verla tan sólo 5 minutos, de 11 a 12 horas de la mañana. Por la tarde, entre las 18 y 19 horas, teníamos otro intento de amenizar nuestros sufrimientos, viéndola otro instante. Así íbamos entrando en la sala de uno en uno.
Le rodeaban multitud de gomas, cables y aparatos médicos. Dos enfermeras custodiaban su cama y, a sus pies, distaba un destello tímido de luz, donde su mirada quedaba fija durante largos y eternos segundos. Extendía su mano con la certeza de que encontraría a su paso la mía. La tenía fría y temblorosa.
Los ojos llorosos y los labios secos. Su mirada le delataba por momentos. Se perdía en la inmensidad de su naufragio. Sus palabras me relajaban, intentando creer que llegaría el final de aquel sufrimiento.
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Tenía profundas lagunas en su memoria. Era capaz de acordarse perfectamente de detalles de los que hacía años que no salían a la luz. En cambio, a veces se dejaba llevar por la espesura en su cabeza y deslucía frases sin sentido.
Esos minutos diarios, llegaban pronto a su fin. Apenas daba tiempo a esbozar una delicada y tersa sonrisa o a dejarnos deslizar alguna pequeña lágrima por nuestras mejillas. Si algo pensaba, era que ella iba cogiendo fuerzas y muy pronto saldría de aquella sala de hospital.
Cada segundo era crítico, tenso y impalpable. No tenían final. Las horas pasaban, los días… ajenos a aquella tempestad. La angustia entumecía mi cuerpo y relajaba mis sentidos hasta el punto de dormirme acunado por el silencio. Esa noche tuve un presentimiento que me impediría conciliar el sueño.
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Que guapo .que recuerdos …..
Gracias, Mari.