El 19 de julio del año 1936, la periodista holandesa Fanny Schoonheyt se puso una blusa amarilla de manga corta antes de salir a las calles de Barcelona en busca de un arma. Desde primeras horas de la mañana se había desatado una lucha feroz por el control de la ciudad, después de que las fuerzas militares de varios cuarteles se unieran al alzamiento que había comenzado dos días antes en los territorios españoles del norte de África. Por la calle pululaban grupos de milicianos armados que les hacían frente junto a policías y guardias civiles leales, pero pocos sabían manejar un fusil como Fanny, que había ganado premios en su ciudad natal de Róterdam como tiradora deportista.
No era la única mujer extranjera que andaba por las calles tumultuosas de Barcelona. Felicia Browne, una pintora inglesa, se acercó al epicentro de la batalla, la plaza de Cataluña, pero un policía escondido en un portal sacó su pito y la avisó de que aquello era todavía territorio comanche. A Felicia le llamaban la atención los contrastes de la ciudad en guerra. Cuando nadie pegaba tiros, la bulliciosa Barcelona quedaba casi en silencio. “Entre tiro y tiro se oía el viento pasar entre los árboles”, escribió en una carta.
Algún tiempo después Fanny se unió a un grupo que trepaba por los tejados del paseo de Colón hacia el edificio de la Capitanía, donde los rebeldes se habían hecho fuertes. Con su blusa amarilla, se dio cuenta de que era un blanco fácil. “Es un milagro que no me hayan pegado un tiro. Puede que se quedaran tan sorprendidos que no supieran reaccionar”, escribió emocionada a una amiga de Róterdam. “Tuve que robar mi primera arma”.
La joven periodista llevaba dos años en la Ciudad Condal y trabajaba en la organización de la Olimpiada Popular —una alternativa a los Juegos oficiales de agosto en el Berlín nazi—. Se había hecho amiga de Marina Ginestà, una joven catalana de 17 años criada en Francia, que pronto sería la intérprete del periodista estrella del diario ruso Pravda, Mijaíl Koltsov.
En España arrancaba la primera gran guerra fotográfica y Ginestà se convertiría en símbolo de la miliciana española, posando en los tejados del hotel Colón con un fusil al hombro. Como otras tantas fotografías de milicianas que dieron la vuelta al mundo, algunas tomadas por Gerda Taro, socia de Robert Capa, lanzaba a las mujeres extranjeras el mensaje de que serían bienvenidas en la lucha contra Franco. La verdad, como Ginestà reconoció años después, es que ese fue el único día en que llevó arma y nunca pegó un tiro.
La alta y rubia Fanny le pareció a Ginestà, a primera vista, como una sirena nórdica del cine. “Como Greta Garbo. Nos daba envidia, por su elegancia y por su manera de fumar. Ninguna mujer se atrevía a fumar en la calle en Barcelona, menos ella. Así impresionaba a los hombres, que le tenían mucho respeto”.
Más respeto le tendrían aún cuando se dieron cuenta de sus habilidades con el fusil. En los primeros días se dedicó a cazar pacos —los francotiradores facciosos, reales o imaginados, que se apostaban en ventanas o iglesias—. Luego se apuntó al Grupo Thälmann, un pelotón de 20 extranjeros de la columna Carlos Marx, cuando este se marchó para Aragón. Sus miembros eran exiliados alemanes y algunos atletas que habían venido por las Olimpiadas. Entre ellos había tres parejas de alemanes y suizos además de la alemana-británica Liesel Carritt.
A Fanny le dieron una metralleta que pronto aprendió a manejar con soltura. El periódico Última Hora dedicó un reportaje a “la valiente guerrillera Fanny…, una muchacha rubia, de facciones bonitas, de unos ojos de vedette, con la piel bruñida, unos brazos torneados y unas espaldas robustas, de línea deportiva”. El periodista Luis de Oney la visitó cuando ingresó en un hospital de Barcelona con problemas de hígado. “A Fanny la quieren todos, desde el coronel Villalba hasta el miliciano desconocido, por su arrojo en la línea de fuego, por su simpatía personal, por su firme valentía… Mientras las balas silban, los obuses aúllan y las granadas atruenan, Fanny hace crepitar su ametralladora”, escribió en el diario La Noche. Fanny hablaba de lo fácil que era matar a soldados enemigos cuando avanzaban “como idiotas” en fila india. Esperaba que su ejemplo sirviera “de estímulo a todas las mujeres del mundo” para que mirasen con simpatía “la defensa del pueblo español”.
Felicia Browne también quiso apuntarse a las milicias. “No quiero irme de este país”, escribió en una carta a los suyos. En las milicias le dijeron que no. Felicia no hablaba castellano ni catalán. Nunca había manejado un arma. Pero la artista, formada en la prestigiosa escuela londinense The Slade, insistió, diciendo que podía “luchar tan bien como cualquier hombre” y la aceptaron en otro grupo de extranjeros, aunque solo como enfermera. Para demostrar su valentía, se ofreció voluntaria a un grupo guerrillero que se infiltró detrás de las líneas enemigas para sabotear un tren de municiones. Una patrulla enemiga les disparó y Felicia corrió en auxilio de un combatiente italiano herido, al que arrastró detrás de una roca mientras atraía el fuego enemigo hasta que, según uno de los integrantes del comando, “con varias heridas en el pecho y una en la espalda, Felicia (…) cayó muerta al suelo”. No fue la única voluntaria extranjera en morir en las primeras semanas de la guerra. Las alemanas Margarita Zimbal, Augusta Marx y Georgette Kokoeznynsgy también fueron víctimas, según La Vanguardia, de la “barbarie fascista”.
JEZABEL