CRÓNICAS DE UNA GUERRA: CONCHA CARRETERO, «MADAME CIBELES» (340)

Madame Cibeles la llamaban. Un apodo que se ganó en los corredores de la cárcel de Ventas en unos años en que las presas políticas le curaban las heridas de la represión mientras ella les arrancaba la tristeza a base de gracia de Chamberí. Una tradición familiar de izquierdas y una cruel guerra le habían llevado hasta allí. Ahora acaba de cumplir 93 años y vive en San Blas, barrio obrero desde el que repasa sin un solo lamento sus años de lucha y penurias. «Hice lo que tenía que hacer», sentencia, con su deje de chulería castiza.

Ironías de la vida, ‘Madame Cibeles’ nació en Barcelona en 1918; allí porque su padre, anarquista, fue acusado de intentar asesinar a Alfonso XIII y tuvo que huir de la capital. Concha llevaba los genes proletarios en el cuerpo: no pudo ir al colegio porque tenía que trabajar y ya militaba en las juventudes comunistas cuando se produjo el golpe de Estado. Lo primero que hizo fue presentarse en su sede del partido para recibir instrucciones. Le encargaron organizar talleres para los milicianos y guarderías, en las que llegó a atender a más de 1.000 niños de la guerra.

Su padre murió esos días y su hermano mayor subió al frente, así que ella, su madre y su hermano de 10 años tuvieron que enfrentarse solos a la vida en una ciudad sitiada. Les hacía falta dinero y Concha pidió al partido trabajo remunerado. Se lo dieron en una fábrica, como tornera. «En Madrid había esos días un ambiente de lucha muy bonito. Como estábamos en zona repúblicana, las de izquierdas éramos las reinas de los mares», bromea. A medida que el bando nacional avanzaba, la euforia se iba apagando. «Teníamos que resistir para que no entraran. Dolores —Ibárruri— nos decía todo el tiempo que resistir era vencer y que más valía morir de pie que vivir de rodillas. Cuánta razón tenía». ‘Madame Cibeles’ hace esta afirmación en el salón de su casa, rodeada de emblemas en los que organizaciones comunistas le agradecen su coraje.

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Y entonces llegaron las detenciones. «La noche del 4 de marzo del 39 fue la última que estuvo mi familia unida», recuerda Concha. Ese mismo día se llevaron preso a su hermano, comisario del PCE, y ella ‘cayó’ días después, el 28 de marzo, justo cuando el coronel Casado entregó Madrid y Concha se precipitó a la sede del partido para destruir los documentos que pudiesen comprometerles. La llevaron a Ventas. «Entonces la cárcel era muy bonita, mejor que mi casa. La había diseñado Victoria Kent y en cada celda había dos camitas, muebles de colores, baños…». Nada que ver con el horror que viviría después entre esos muros. La dejaron en libertad la noche antes de que Franco entrase en Madrid, pero era sólo el primer paso del drama que la esperaba.

En esos días, echaron a su familia de la portería que ocupaba en el barrio de Chamberí, un desahucio por rojos que salvó la vida de Concha, ya que cuando la policía fue a buscarla, no la encontró. Lejos de amedrentarse, se puso a trabajar en su nuevo barrio, Ventas, donde organizó actividades para recaudar fondos para los presos. Entre ellos, su hermano, al que se llevaron a un campo de concentración en Villaviciosa que tardó mucho tiempo en localizar.

Un día, la sombra de las delaciones cayó sobre ella. «Teníamos reunión del partido y yo llegué 10 minutos antes con un compañero. De pronto, me dijo, ‘¿Te imaginas que hoy nos detienen?’». Y así fue. Él mismo había delatado al grupo. Entonces empezaron las torturas. «Me pegaron mucho y cuando no lo hacían, me mandaban a fregar la sangre de mis compañeros, que era todavía peor». La detención terminó muy mal: a los chicos los fusilaron y a las chicas las mandaron a Ventas la misma noche que hicieron el paseíllo a ‘Las 13 rosas’, alguna de ellas compañera de Concha en el partido. «Cuando me enteré, se me hundió el mundo». ‘Madame Cibeles’ tenía 18 años.

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En 1940 la dejaron de nuevo en libertad. «Creía que les había convencido de que sólo iba al círculo socialista a bailar con los chicos. Les dije que la política no me importaba, que ni siquiera sabía leer», pero cuando estaba fuera, volvieron a delatarla. Ella se escondió, pero amenazaron a su familia y el 17 de enero de 1941, se entregó en comisaría. «Me dieron dos bofetadas que me tiraron al suelo», cuenta. Y de nuevo las torturas. «Me desnudaron y me pegaron una paliza tremenda. Como yo seguía sin hablar, me llevaron a las tapias del cementerio de la Almudena y me enseñaron los agujeros en las paredes. ‘¿Los ves? Son de tus camaradas y ahora habrá también uno tuyo’, me dijeron». Concha no sabe lo que ocurrió después. Cuando se despertó estaba de nuevo en la galería de penadas de Ventas, adonde llegó inconsciente. A la mañana siguiente la trasladaron a una celda de castigo, en la que pasó cuatro meses sin ver a nadie. Casi sin agua ni comida. «Tenía que cantar para que mis compañeras supieran que seguía viva».

Cuando la devolvieron a las galerías, el resto de presas se aseguró de que se recuperase. «Había una solidaridad enorme. Me daban todo lo mejor porque mi madre era muy pobre y no podía enviarme nada», dice Concha. Pero no podía ni imaginarse la situación en que estaba: cuando salió de prisión se la encontró enferma, viviendo en los soportales de Ventas, donde pedía limosna —la habían echado de la casa porque la policía iba todos los días a sacar información de Concha—. «Mis hermanos estaban presos , así que me puse a buscar trabajo para mantenernos».

Uno de esos días, Carmen se reencontró con el que había sido su novio durante la guerra. Él también acababa de salir de prisión. Retomaron la relación y se quedó embarazada. Pero ni siquiera con eso la vida le dio una tregua. Cuando estaba de seis meses, lo detuvieron. Y hasta hoy: «No volví a saber de él». Concha llamó a su hija Diana porque tras su sonido fusilaban a los presos.

FUENTE:

https://www.elmundo.es/

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