Néstor luchaba consigo para no caer en la desesperanza. Desde la adolescencia fue la víctima propiciatoria de sus propias ideas; pero esta vez, avanzaba peligrosamente hacia el abismo.
Cursaba el último año de filosofía en la universidad estatal y aún, no sabía qué hacer. Veía a otros estudiantes hallar sus destinos; mientras que él, era un diletante entre una corriente de pensamiento y otra, sin acertar un rumbo definitivo a tomar. Le resultaban extraños los laberintos de su mente. Cuando creía haber descubierto el hilo de Ariadna que inefablemente lo guiaría hacia la verdad, simple y contundente; una mínima duda, un concepto oculto hasta ese momento, una pequeña falla en el esquema del análisis o, la aparición catastrófica y fortuita de una nueva teoría en el horizonte, ponía en tela de juicio sus certezas, dando por tierra con la estructura de su pensamiento. Sobre todo, lo obsesionaba saber que la aparente complejidad de la realidad sensible, podía reducirse a un manojo de verdades obvias. Aún así, no por obvias, menos ciertas. “Ama y haz lo que quieras”, dijo alguna vez San Agustín y, en ese axioma, centró la visión de la ética cristiana. Así de simple y de complejo al mismo tiempo: ¿Qué se puede hacer en amor, que contradiga al propio amor? Nada. Absolutamente nada. Tan solo amar.
Néstor aseguraba que estas verdades, deberían serle reveladas por la inspiración, en un destello de lucidez y plenitud. Mágica inspiración a la que convocaba, sin la necesaria transpiración del conocimiento, al decir de Rilke. En cada una de las inagotables charlas filosófico-literarias de café, intentaba encontrar el fin último del ser y de las cosas. Arriesgaba respuestas, para inmediatamente retroceder y quedarse rumiando la lógica aplastante de su circunstancial oponente.
Sócrates, Dilthey, Platón, Husserl, Bergson y Schelling legañosos, soportaban estoicamente los embates de Descartes y Kant. Dios, mientras tanto, sentado a la otra mesa, pretendía entender a Hegel y su razón absoluta. Heidegger, Ortega y Gasset, Unamuno, Parménides, Locke, Leibniz y Spencer aguardaban su oportunidad. Mientras tanto, Sartre, los tenía a mal traer con su ser y con su nada. En total, nada. Y, aunque inaudito, una nada tan pesada que se materializaba por la acumulación precipitada de conceptos contradictorios.
Como el Erdosaín de Arlt, Néstor se sentaba en el banco de una plaza esperando su respuesta. ¿Qué es la vida?, se preguntaba cien veces y se daba cien respuestas. Sabía que esto no era posible. Sólo una contaba…, ¿pero cuál? ¿Por dónde empezar?
Tantos caminos que se entrecruzaban, significaban respuestas encontradas y perdidas al mismo tiempo. Cuando el cansancio lo abatía, seguía los sabios consejos del general, desensillar hasta que aclare; aunque a veces sentía que la tormenta venía de sudestada. Nada desechaba a priori. Todas las teorías eran pasibles de ser analizadas, tamizándolas a través de una lógica aplastante. Justo es decir que había teorías que sufrían un proceso más minucioso que otras y algunas, lograban sostenerse por un mayor lapso de tiempo. Muchas soportaron una larga agonía antes de caer en el descrédito. El caso del cristianismo, por ejemplo. Tenía respuestas para casi todo; excepto, para aquello que sólo fuese develado por el acto de fe. Cuando Néstor llegaba a ese punto crítico del análisis, la frase mágica era esgrimida por el interlocutor de turno y sonaba como un chicotazo artero. Era cuestión de fe y no había más discusión: creer o reventar. Y Néstor reventaba.
Un día, por casualidad o por causalidad (como le gustaba pensar), acertó a ingresar en un bar cercano a la facultad donde, un grupo de ruidosos estudiantes, discutían acaloradamente acerca de las posibilidades de las filosofías orientales.
-¡Los occidentales, nos aproximamos a una encrucijada que los pensadores de la India alcanzaron 700 años antes de Cristo!, -afirmaba alguien, citando a Heinrich Zimmer-. ¡Por eso, frente a los conceptos e imágenes de la sabiduría oriental, nos sentimos intranquilos y molestos pero también atraídos! -concluyó.
Néstor se quedó azorado. Esas palabras, para él, fueron una trampa mortal y lo supo en ese instante. Había sido atrapado y entonces pensó:
-¿Por qué no? ¿Por qué busco la verdad en el occidente, cuando es en el oriente donde lo trascendente juega a las escondidas con los conceptos y con las palabras? ¿Por qué no perderme entre las visiones y los rituales de un mundo que respira sabiduría? -reflexionó.
Pagó el café y viajó a la India. Claro que no fue tan sencillo; previamente tuvo que resolver algunas cuestiones materiales como vender su Citroën, la flauta traversa y alguna que otra chuchería que le permitiera afrontar los gastos del viaje.
Al descender del avión, en Nueva Delhi, el corazón se le estrujó. Debía convertirse en discípulo cumpliendo con una serie de disciplinas preliminares, hasta alcanzar la madurez suficiente para ser considerado el adhikârin de algún gurú que lo aceptara. Néstor llevaba dentro la angustia de la verdad apetecida que sólo el maestro podía satisfacer. Estaba dispuesto a someterse al gurú. A reverenciarlo como la personificación del divino saber. A compartir su casa el tiempo que fuera necesario, sirviendo en la misma y ayudándolo en su trabajo.
En esta nueva aventura que había emprendido, el conocimiento venía de la mano de una práctica constante; de una forma de vida que significaba: la reclusión monástica, el ascetismo, la meditación, la plegaria, los ejercicios de yoga y muchas horas diarias dedicadas al culto. Sabía que si el guru lo aceptaba, él era la verdad encarnada y lo iba a imbuir de la divina esencia.
Se adentró en el Vedânta. Estudió con devoción el Vedântasâra, que era un pequeño tratado para principiantes; teniendo la certeza que para ser considerado un estudiante competente, máxime por su condición de occidental, debía conocer en profundidad los cuatro Vedas para poder ejercer los elementos necesarios del rito: la dieta, el ayuno y la meditación.
Al poco tiempo, Néstor estaba irreconocible. La cabeza rapada, una túnica de tela rústica, un cuenco al que debía limpiar varias veces al día por si los dioses lo necesitaban para beber. Eran sus únicas pertenencias terrenales. Las flores de rododendro, las aletas de tiburón o los retoños de bambú, eran sus comidas favoritas durante los días de fiesta. Pero a diario, había aprendido a conformarse con el tradicional tsampa, que era su alimento principal. También aprendió a prepararlo, tostando la cebada hasta que adquiría un color castaño y una consistencia crocante; después, partía los granos para convertirlos en harina. Inmediatamente se volvían a tostar y se colocaban en el cuenco, agregándole un té mantecado caliente, elaborando una masa. Se le agregaba sal, bórax, manteca de yac a gusto y se la comía, tratando de no pensar en las parrillas humeantes de un asado bien argentino. A pesar de las penurias y las dificultades, Néstor estaba contento. Se sentía coherente y ansioso de respuestas. Después de muchos años de sacrificio purificante, tuvo la oportunidad de indagar al gurú con su pregunta vital:
-¿Qué es la vida, maestro?
-La vida -dijo el sabio- está en la práctica del Jainismo. El universo es un organismo vivo, animado en todas sus partes por las Mônadas vitales que circulan por sus miembros y esferas. Este organismo es inmortal y nosotros, las mônadas vitales que constituimos la substancia misma del Gran Cuerpo imperecedero, también somos imperecederos. Ascendemos y descendemos pasando por diversos estados del ser, ora humano, ora divino, ora animal. Y los cuerpos parecen morir y nacer, pero la cadena es continua, las transformaciones infinitas y todo lo que hacemos es pasar de un estado al siguiente…, -sentenció el gurú.
-¡Pero, maestro! -argumentó con humildad Néstor- ¿Debería tener entonces la visión de un santo y vidente Jaina, para poder percibir como las indestructibles mônadas vitales circulan por el universo?
-Y…, sí. – le aseguró el gurú- ¡Es una cuestión de fe!
Néstor se deshizo en llanto. Tanto sacrificio, tanta búsqueda, para llegar por otro camino al mismo sitio. Desesperado, le contó al maestro su historia y éste, sinceramente conmovido, le aconsejó que marchara al lamasterio de Chakpuri, en las afueras de Lhasa y tratara de ver al Dalai Lama, el Más Recóndito…
En las casas de techos planos de los campesinos tibetanos, con pequeños parapetos para conservar y secar el estiércol de yac como combustible, se albergó Néstor durante su penoso viaje. No era una deshonra ser mendigo en el oriente. En ocasiones, como un monje budista que jamás pide limosna, se detenía frente al umbral de una puerta esperando con su escudilla en la mano y, cuando estaba llena, seguía su camino sin decir palabra.
En las misteriosas tierras altas de Chang-Tang alcanzó su destino. Fue admitido como peregrino en el lamasterio de Potala, en espera de ser recibido por el Dalai Lama. El piso de piedra de la catedral de Jo-Kang, con gastados surcos horadados por los peregrinos que recorrían reverentemente el Círculo Interno mientras rezaban sus mantras, le produjo una visión dolorosa. Evidentemente, su búsqueda de la verdad se sumaba a la de millones que, con el correr de los siglos, habrían recorrido caminos semejantes. El pesado olor a incienso flotaba como nubes en la montaña. Se concentró en la rueda de oraciones, repitiendo su mantra:
-¡Om! ¡Mani padme hum!
En algún momento del peregrinaje, un lama se acercó y le hizo una reverencia. El momento había llegado. Sobre una escalinata ricamente alfombrada, un anciano de luenga cabellera y barba blanca como la nieve del Himalaya, lo aguardaba. Néstor no pudo menos que sobrecogerse ante la dulzura de los profundos ojos azules del Más Recóndito. Este lo miró y le dijo:
-¡Hijo mío! ¿Qué te ha traído hasta mí?
Néstor, postrado a sus pies, carraspeó suavemente para aclarar la voz y con un profundo respeto, preguntó:
-¡Maestro! Necesito saber…, ¿Qué es la vida?
El Dalai Lama sonrió. Creyó entender los pesares profundos que contenía la simple pregunta de ese peregrino. Alzó su mirada al infinito y dijo:
-¡Hijo mío! ¡La vida, es procurar la felicidad del otro, de tu prójimo!
Néstor, maravillado por la sencillez de la respuesta del Dalai Lama y conmovido hasta las lágrimas, necesitó comprobar una vez más lo que sus oídos se negaban a escuchar.
-¿Eso es la vida, Maestro? -preguntó.
El Dalai Lama posó su profunda mirada azul sobre el peregrino y, humildemente preguntó:
-¿Ah, no?…
*Este relato fue publicado por EDUNER (Universidad de Entre Ríos), Argentina, en 1999 en una Antología llamada «Patria de Luz – Tomo 3» dentro de la Selección de Autores Entrerrianos.
*** Daniel Omar Granda ***