Como trabajaba de cronista para el diario “La voz de la Histórica,” esa noche me tocó hacerle una nota a “La Costera”; y allí estaba contento como ternero en la teta. La queja del bandoneón se apoderó de la noche. Sin quererlo, cerré los ojos y el barrio del Abasto de Buenos Aires (donde nací), me apareció de repente. La barra de la esquina, los muchachos del café “La Esmeralda”, donde el gordo Aníbal Troilo caía con las primeras luces del día, a tomarse el último trago. El loquito infaltable de cualquier barrio de Buenos Aires, que se creía Gardel y que se vestía igualito imitándolo y cuando entraba en el café decía para todos los parroquianos: «Salú a la barra, que baten los chochamus…».

Cuántas noches de insomnio creativo. Allí aprendí la cruel filosofía de Enrique Santos Discépolo (Discepolín) de la “Biblia y el calefón”, de la ternura cruel y del amor ausente; aprendí de la amistad sin grupo y también, de las pilas secas de todos los timbres que vos apretás. Allí empecé a amar al tango. A sentirlo para que la gran ciudad no te aplaste. Recuerdo las palabras del poeta mendocino, Armando Tejada Gómez, que decía en su «Muchacho en setiembre»: …» Andar de rigurosa adolescencia, como buscando qué, que no he perdido…» A veces, me siento ese muchacho. Otras, siento el peso de los siglos de una vida intensamente vivida. Y algunas otras, como hoy, me dejo llevar por la quejumbre de un fuelle que suena como los dioses, en una parrilla-restaurante de Concepción del Uruguay llamada “La Costera” y que lamentablemente ya se la comió el olvido y desapareció junto a la nostalgia de aquellos tiempos.

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Cuando entré, estaba tocando la típica “Yumba Cuatro”, una orquesta de aquellas que ya no se ven y que según supe, era tradicional en la zona. El bandoneón de Rubén Crosignani arrancó con los primeros compases de «Tinta Roja» y  sobre el pucho; el «Chileno» (que no es chileno), Carlos Assín lo secundó con la guitarra eléctrica y para no quedarse atrás, Rodolfo Guidoni con el contrabajo; le sirvió de contrapunto preparando el terreno para que entrara el cantor del grupo: Reno Crosignani quién me dedicó (como porteño) amablemente ese tema. Y después: “El motivo”; “La abandoné y no sabía”; “Más sólo que nunca”; “De igual a igual”; y como broche de oro: “Cuesta abajo”.

Al terminar con la primer entrada, nos sentamos todos juntos en una mesa amablemente tendida por su dueño, Don Ricardo Dupin, quién nos prometió un asado de rompe y raja, y no falló. Para empezar a despuntar el vicio, como los muchachos tenían que seguir actuando, solo tomamos «algunas» botellas de un buen borgoña cojonudo. Como formamos una mesa grande, casi tanto como las ganas que le pone Ricardo a la defensa y la difusión de la música nuestra, hubo algunos comensales que no se prendieron en el asado. Pedro «Chamamé Larroque” prefirió una suprema de pollo a la napolitana y su compañero, Coco Serrano, se entusiasmó con un pesceto al vino, con una salsita de cebollas y vino, que era un espectáculo aparte. Al resto nos castigaron con un asado flor y truco, que Ricardo fue trayendo de a poco, desde el asador, para que no se nos enfriara. Qué decir y cómo describir una de las comidas más populares de la Argentina: Un asado de primera y la hermosa compañía de la gente que ama el canto y las cosas nuestras.

A los postres, flanes caseros y copas heladas, Ricardo nos leyó una carta que le había enviado, la semana anterior, el Gobernador de la Provincia de Entre Ríos, con motivo de cumplirse el 14 aniversario de la parrilla. Entre otros conceptos decía: …» Que la Costera, es una bandera en alto de la música nacional, encuentro de amigos y sobre todo, festejo del amor entre los seres humanos…» Aplausos cerrados y de inmediato, alguien pegó el grito, pidiendo a los musiqueros y se armó el bailongo.  El conjunto de Pedro «Chamamé Larroque”, con su acordeón de tres hileras, secundado por la guitarra del «Chileno» y el bajo de Coco Serrano, arrancó sin más trámite con el típico chamamé correntino: “Kilometro 11”, de don Tránsito Cocomarola. Y las parejas, deseosas de hacer galas de sus amplios conocimientos en estas lides, no se hicieron esperar y se adueñaron de la pista de baile. Después de haber aceptado el convite y bailar un par de chamarras dulzonas, y algún que otro paso doble también; enfile para la puerta de salida, despidiéndome de todos como aquel loquito de mi viejo barrio: «Salú a la barra y hasta la vuelta»… Entonces llegó el momento de trabajar y escribir estas notas que debía llevar a la redacción, para el diario de la edición de mañana.

*** Daniel Omar Granda ***

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