Sentía el deseo de seguir esperando por algo que no veía claro que fuese cierto. Mi esperanza remitía a marchas forzadas. No esperaba nada a cambio de cualquier señal que me diese aliento para seguir ansiando su llegada. El mar se crecía ante tanta duda. En cambio, el cielo infinito, se derrumbaba ante mis brillantes ojos, llenos de expectación.
Temía que no se me concediese una nueva oportunidad. Las olas, arrastraban murmullos y melodías ensordecedoras de puro silencio. Mecidas por la suave brisa y acunadas por la bruma marina, un puñado de rosas son atraídas hacia un fuego que mana del resurgir de mi sueño, ahora convertido en mujer. Era reacio a imaginar lo que pasaba por delante de mis ojos.
El círculo de fuego cercaba sus caderas en presencia del tiempo agotado, demostrando que nada ocurre por casualidad. Mi sueño, se consumía lentamente, mientras eran atraídas las rosas, una por cada recuerdo que vela a los caídos y no demoraba ni un sólo instante en retener la más mínima fragancia a libertad.
El fuego consume con su gracia nuestros sueños, mientras aires a libertad de nuestros muertos, asombran con su magestuosidad los quehaceres de nuestra vida diaria, dándonos a conocer el verdadero sentido de esta vida. Nada, absolutamente nada, sucede por casualidad.
El gran libro de sueños, al que llamamos destino, es implacable a la hora de dictar sentencia, contra aquello que no guarda las pautas marcadas. El tiempo, y sólo el tiempo, es quien decide lo que está bien o lo que está mal, porque cada uno de nosotros tenemos un lugar en la memoria.
Por todos los que hemos perdido algo en esta vida y por todos los que estamos a punto de perder el camino marcado, hay algo que nos arrastra inevitablemente al olvido. Soñamos con otro final, muy distinto al que creímos…
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