Ser un escudo para el emperador y morir dignamente estampando el avión contra el enemigo. Muchos japoneses creían que así debía ser un héroe nipón en la Segunda Guerra Mundial. Pero no todos pensaban de esta forma. Para comprender el fenómeno kamikaze hay que tener en cuenta tres importantes elementos que impregnaban la sociedad nipona: el ultranacionalismo, encauzado a través del culto al emperador, el férreo militarismo y la educación, inspirada por el bushido, el código de honor de los samuráis, que contemplaba el suicidio ritual, o seppuku, como un acto de decoro y dignidad.

Atacar como abejas:

En 1944, la rápida conquista inicial del Pacífico se desmorona como un castillo de naipes ante la superioridad de los aliados, capaces de fabricar barcos y aviones más avanzados, en cantidades abrumadoras y a una velocidad mayor.

Sin embargo, rendirse no es una opción. Las derrotas de Saipán y del golfo de Leyte golpean con dureza la moral japonesa. La idea de atacar “como las abejas, que aguijonean y mueren”, empieza a rondar las mentes del alto mando, sugerida, al parecer, por algunos pilotos, como el experimentado Motoharu Okamura.

El 14 de octubre de 1944, en una reunión, el vicealmirante Takijiro Onishi propone en voz alta lo que muchos están ya pensando: organizar escuadrones de cazas Mitsubishi Zero, equipados con bombas de 250 kg y pilotados por hombres dispuestos a perder la vida a cambio de causar el mayor daño posible a las embarcaciones enemigas.

Su propósito más inmediato es respaldar la Operación Sho, una táctica de defensa consistente en reunir toda la flota nipona en un punto. Para ello es preciso retrasar al menos una semana los avances navales estadounidenses.

En 1944 se propone la formación de escuadrones de cazas equipados con bombas y pilotados por hombres dispuestos a perder la vida.

El primer ministro Tojo autoriza la creación del Shinpu, o Cuerpo Especial de Ataque, compuesto inicialmente por veinticuatro aeronaves repartidas en cuatro unidades, poéticamente bautizadas como Asahi (sol naciente), Yamazakura (cerezo de montaña), Yamato y Shikishima (nombres arcaicos de Japón). El 25 de octubre tiene lugar el primer ataque.

Daños físicos y morales:

De poco servía un kamikaze contra un acorazado, pero, en cambio, el sistema resultaba muy eficaz contra transportes de tropas o portaaviones, tanto por su relativa fragilidad como por el gran número de bajas y daños materiales que se podía causar. Los portaaviones eran un objetivo especialmente interesante: cargaban grandes depósitos de combustible que el aviador podía incendiar, ya fuera con la bomba o con su propio impacto.

La munición de las baterías antiaéreas de las naves enemigas podía estallar o salir despedida, convertida en metralla. Y el daño era aún mayor si el fuego alcanzaba y hacía explotar los torpedos de profundidad que los barcos llevaban como medida de protección contra submarinos. La colisión, asimismo, podía horadar el casco, inundar parte de la nave y hacerla escorar.

Los kamikazes solían dejar cada barco fuera de combate una temporada, sometido a largas reparaciones en el astillero. Hundirlos ya era más difícil: la mayoría disponía de dos salas de máquinas distintas con motores separados, de manera que, en caso de que una quedara inutilizada, aún fuera posible navegar, aunque fuese a menor velocidad.

El mayor éxito de los kamikazes era psicológico ya que causaban terror entre la tripulación de los barcos.

También solían contar con generadores de emergencia, bombas de agua y compuertas de seguridad que aislaban los compartimentos inundados. Si no había hangar, los japoneses trataban de centrar su puntería en el puente de mando, en alguna de las salas de máquinas o en los ascensores.

Su mayor éxito era, tal vez, psicológico. Luchar contra un enemigo que no valora un ápice su propia vida mina la moral de cualquiera. La experiencia resultaba aterradora para la tripulación de los barcos, sobre todo al principio, cuando la táctica era completamente inesperada. Los kamikazes surgían de la nada, amparados por la niebla o por la luz crepuscular, que dificultaba su avistamiento. Volaban muy bajo para esquivar el fuego antiaéreo, o bien emergían de las nubes y se lanzaban en picado en un ángulo casi vertical.

Asfixia, quemaduras y ahogamiento eran las principales causas de muerte entre los soldados aliados. En estas circunstancias, no es de extrañar que los marineros trataran los cadáveres de los pilotos suicidas con pocas contemplaciones. Normalmente los arrojaban al mar sin miramientos, ya fuera enteros o en pedazos.

El ritual del adiós:

Los pilotos se preparaban cuidadosamente para su final. En la ceremonia de despedida se ataban a la frente el hachimaki, una cinta con el dibujo del sol naciente, símbolo imperial. También se ceñían el seninbari, una faja a la que se le añadían mil puntadas rojas, bordadas por un millar de mujeres distintas. Solían completar su atuendo con una espada. A modo de amuleto, algunos llevaban muñecos rituales. Otros personalizaban su viaje al más allá con sus libros favoritos o fotografías de sus seres queridos. O enviaban enigmáticos mensajes al enemigo, como el caso de un kamikaze al que hallaron prácticamente desnudo, salvo por unas botas de cowboy.

¿Estaban todos ellos deseosos de morir y matar por la patria, como aseguraba la propaganda de la época? Negarse a la inmolación después de haber sido invitado a presentarse “voluntario” era impensable para un soldado. Probablemente acabaría muerto igual, y sobre su familia caería un espantoso deshonor. Se sentían obligados a comportarse como héroes por sus superiores, por sus compañeros, por su educación. Y muchos, tal vez, por sus propias convicciones. Pero a otros les costaba digerirlo, como demuestran algunos fragmentos de cartas y diarios privados.

Muchos kamikazes se sentían obligados a comportarse como héroes por sus superiores, por sus compañeros o por su educación.

Hay que decir que los responsables de la creación de la Unidad Especial de Ataque también pagaron sus decisiones con su vida, no exactamente porque se sintieran culpables de la muerte de tantos jóvenes pilotos, sino porque no lograron convertir su sacrificio en algo útil, la tan anhelada victoria para Japón.

El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito anuncia la rendición incondicional, y el vicealmirante Takijiro Onishi se abre un tajo en el vientre, siguiendo el rito suicida del seppuku. No logra cortarse la garganta y rehúsa recibir el golpe de gracia, con lo cual su agonía se prolonga hasta el día siguiente, durante dieciséis interminables horas. Motoharu Okamura, encargado de adiestrar a decenas de aviadores suicidas, se descerraja un tiro en la cara.

Pero, para final épico, el del vicealmirante Matome Ugaki, patriota hasta la médula y forofo del código bushido de honor. A sus cincuenta y cinco años, y con el pretexto de que el emperador aún no le ha comunicado personalmente el alto el fuego, decide no darse por enterado del final de la guerra. Reúne un último escuadrón de voluntarios, se despoja de sus insignias y se sube a un avión con el propósito de estrellarlo contra un buque enemigo. No lo logró. Los restos mortales del último kamikaze fueron hallados por los marinos estadounidenses en una playa de la isla de Ishikawa.

FUENTE

www.lavanguardia.com

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