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LA BITÁCORA DEL NAUFRAGIO – LUCHE Y VUELVE (323) [PARTE 07/12]

INTRODUCCIÓN:

DANIEL OMAR GRANDA 26/12/20

Soy una hormiga. ¿Cuánto hace que entré en la fábrica? Doce años once, diez. Todavía no terminé la casa. A veces tengo ganas de agarrar a Simona, a los pibes y volverme a la provincia. ¡La vieja se pondría loca de contenta! Lástima que por allá no hay laburo y para estar otra vez en el monte, prefiero esto. Lo único que falta ahora, es que el tren de las cinco y media venga con atraso, así me descuentan el premio. ¡Qué frío hace, carajo! Me tendría que haber puesto el saco de lana, con esta campera me voy a congelar. La Rosa ya se debe estar levantando, pobrecita, tenía tanto miedo. Estoy seguro de que es por unos días, hasta que se acostumbre al nuevo patrón. Espero que no sea como el Turco y se quiera avivar con la chica, porque si no, lo agarro del cogote como a ese cabrón. ¡Lo juro! No sé qué pasó con la plata de este mes, estamos a quince y ya no tengo un peso. Menos mal que la Paraguaya nos fía, algo es algo ¡Carajo, tener que ir a trabajar con este frío, pobre pibe! No debe tener más de doce años, o trece a lo más. «Los únicos privilegiados son los niños» ¡Privilegiados las pelotas! No sé dónde vamos a ir a parar si seguimos así, a los caños vamos a ir a parar. Y este puto que no se digna venir y me hace perder el premio. Por más que después lleve el papelito que me da el ferrocarril, se lo pasan por el culo. Seguro que va a estar ese vigilante del jefe de personal: -Armendariz, tarde ¡Siempre tarde, Armendariz! -como si siempre fuera una o dos veces al mes. Y bueno, de última, a él qué le importa si tengo otro trabajo, si hago changas o si la plata no alcanza. Armendariz, pase por personal, es lo único que sabe decir ese alcahuete. Con la Simona ya ni me acuerdo de cuándo hicimos el amor. En cuanto me meto en la cama, no aguanto el cansancio y me quedo dormido. A Pablito le tengo que conseguir otro catre porque nunca llego a aguantarme hasta que él se duerma, siempre le gano yo y la Simona paga los platos rotos. Voy a tener que correrme para la puerta o no voy a poder bajar. ¡Qué amasijo! Todos los días igual. ¡Menos mal que llegamos! Le tengo que decir a Simona que acorte la correa del bolso, cualquier día me lo afanan de un tirón.

Si se entera José, me mata. Yo no lo entiendo, tiene tanto miedo. Y bueno, yo no hago mal a nadie ayudando a ese muchacho. Héctor es un buen chico, pobre, trabaja todo el día como un burro y todavía tiene tiempo para los demás. Esto lo tendría que pagar la Municipalidad. Los muchachos tienen razón, si no lo hacemos nosotros no lo hace nadie y seguimos sin veredas. José no quiere que me meta en política, pero si esto no es política. No se puede estar toda la vida con el barro hasta el cogote, a los chicos ya no hay zapatillas que les aguante. La gorda se me cayó el otro día y casi se mata. Está bien así. Poniendo un poco cada uno llegamos hasta el asfalto. El viejo viene tan cansado de la fábrica que no va a tener ganas de ponerse a trabajar. Con suerte, el domingo, ponemos la ventana del comedor y apisonamos la tierra para el contrapiso. Espero que José se levante con el pie derecho. Le voy a pedir al Héctor que le dé una mano, quién sabe si no se entusiasma con los muchachos y cambia de parecer. ¡Ojalá! ¡Dios lo quiera! Le vendría tan bien, está siempre solo. Con el hermano ni se hablan. No tienen nada de parecido, Jorge es igual al padre y mi José a la vieja. Pobre doña Nuncia, tiene tantas ganas de que nos volvamos a la provincia. Extraña a los nietos y la entiendo, pero cuando viene a Buenos Aires no se aguanta más de un mes. Empieza que sus toscanos, que las gallinas, que los perros ¡qué sé yo! Pobre vieja, es tan buena. La Rosa no quiere saber nada con irse. Con trece años ya es señorita. Si el padre se entera de que está de novia con el chico de los Arévalos, nos mata a las dos. Tan distinta de la Gorda que no parecen hermanas. El Jorgito y el Gurí, con tal de andar a caballo todo el día, son capaces de agarrar viaje, pero yo no quiero. El rancho está terminado, unos cuantos ladrillos más, volteamos la cocina de madera, levantamos la medianera, ponemos una losita y queda lista. Después la vamos terminando. A José le anda dando vueltas la idea, pero yo no quiero. Tenemos amigos, un buen trabajo. No quiero, ¡qué sé yo! Le voy a decir al Héctor que le dé una mano. Tal vez ahora cambie todo y se pueda estar mejor. Al menos un poco. ¡Vamos a ver!

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-¿Sabés lo que me dijo el Lechuza? -le preguntó a Simona mientras se descalzaba para lavarse los pies. Sentado en una sillita petizona, José se arremangaba los pantalones sobre las pantorrillas, metía los pies en una palangana amarilla y con una pava se iba echando el agua tibia para combatir la hinchazón.
-Dicen que quieren formar una lista opositora al Bocón. Que van a presentarse en la interna y a formar una agrupación. No los van a dejar, tienen buenas intenciones pero no los van a dejar.
-¿Y vos qué vas a hacer, Viejo? El Lechuza es tu amigo y sabés que es honesto. ¿Te vas a meter?
-No sé. Quieren ponerme como delegado de sección, pero seguro que si perdemos, después nos joden. No sé qué hacer.
Simona lo miró con ternura, se secó las manos en el delantal y se sentó a su lado para cebarle mate.
-Hoy estuvo el Héctor -dijo Simona- Con los chicos quieren darte una mano el domingo, para ver si volteamos la casilla de madera y podemos levantar la medianera.
-¡Bárbaro! Espero cobrar la quincena esta semana, así compro el material que hace falta. Che ¿y qué bicho le picó a éste que quiere venir a ayudarme?
-No seas desconfiado -le recriminó Simona- todavía que el muchacho se ofrece, andás dudando. Además, ahora va a tener un tío importante. No todo el mundo tiene un tío delegado, ¿no?
La alcanzó con la toalla mientras Simona, riendo, esquivó como pudo el agua de la palangana. José se calzó las zapatillas y se fue con la Gorda a buscar a Rosa a la estación del ferrocarril.
-¿Y, qué tal? ¿Cómo se portó éste? -preguntó José.
-Nada que ver con el Turco, don Jorge es un buen hombre y las chicas del taller son muy buenas conmigo. La verdad, estoy contenta con haber cambiado de trabajo.
La avenida principal estaba viva. Un hormiguero humano se movía con premura. Largas colas se formaban detrás de los postes indicadores de las distintas líneas de colectivos que unían la estación de Grand Bourg con los barrios más alejados.
José y sus hijas decidieron regresar a pie. Se encaminaron sin apuros por la ancha calle que sale en diagonal desde la estación para perderse en las entrañas del barrio. Al llegar a la farmacia, José les dijo que se adelantaran, que él pasaría un rato por el boliche de la Paraguaya. Las besó y siguió por una lateral hasta el portón de la esquina. Atravesó el patio descubierto que hacía las veces de canchita de papi-fútbol, hasta el billar donde jugaba Héctor con los integrantes de la juventud peronista.
-¿Aprendiste? -le dijo a Héctor, que estaba preparado para tirar.
-No me hables al tiro, ¿no ves que les doy ventajas?
-Che, ¿y por qué juegan? -preguntó José, sentándose en un banquito al costado de la mesa.
-El que pierde prepara el engrudo y lleva los tachos. ¡Ah!… y también los lava después.
-¿Después de qué?
-De la pintada de esta noche, tío. ¿O no sabés que ya largamos la campaña del luche y vuelve? Si querés podés jugar -agregó Héctor con una sonrisa burlona.
Descontaba que su tío no jugaría, pero no fue así. Jugó y ganó, con una diferencia tan aplastante que por largo tiempo Héctor soportó las cargadas de sus amigos.
-Bueno -dijo al ganar- los espero a todos a las diez de la noche y no me vengan con los tachitos vacíos.
Saludó y se fue. Cuando ya habían cruzado la canchita, Héctor se dio vuelta hacia el resto y riendo agregó:
-¡Lo logramos, carajo! Jamás hubiera creído que José nos acompañaría, qué me importa lavar cien tachos. Vamos a laburar.
A las diez en punto estaban todos en la esquina de su casa. Revisaron el engrudo, lo revolvieron y empezaron a enganchar los carteles uno a continuación del otro. Hábilmente enrollaban un cartel y antes de que éste se terminara, colocaban el siguiente teniendo en cuenta que quedara invertido, para poder pegarlos con mayor facilidad. Cuando todo estuvo listo, Héctor fue a llamar a su tío.
-Me traje a la Rosa para que vaya aprendiendo -dijo José.
-Lo mejor es separarnos en dos grupos, uno por cada vereda. Así terminamos más rápido.
-Los que no tienen engrudo o carteles, pueden adelantarse para blanquear los paredones donde hacer las pintadas más grandes -agregó Héctor.
Una vez organizados, partieron. Empezarían desde el barrio hacia la estación, empapelando virtualmente toda la avenida. Cerca de la medianoche estaban terminando cuando, al llegar a la estación, algunos movimientos extraños llamaron la atención de Héctor.
-Tío, fijate en esos dos de la escalinata, ¿qué tienen entre las piernas?
José despegó nuevamente el cartel recién embadurnado para evitar los pliegues. Miró hacia donde le indicaba Héctor y se dio cuenta de una especie de señal que se pasaban con otro grupo de muchachos que bebían, acodados al mostrador de un barcito al paso, ubicado justo frente a ellos.
-Héctor, me parece que éstos están queriendo joder. No les hagan caso que son los patoteritos de siempre. A uno, al menos, lo conozco y no precisamente por su cara bonita. Avisale a los chicos que se crucen y volvamos para la casa.
Cuando Héctor cruzó la calle, del local del Comando de Organización, salió otra patota. Avanzó por la estación, reuniéndose con los que estaban en la escalinata. Avanzaron con actitud amenazante hacia ellos. A la cabeza se ubicó un morocho fornido, con campera de cuero y vaqueros que ostentaba sin disimulo una pistola automática en su mano derecha. Todos se miraron y se hizo un pesado silencio.
-¿Qué carajo se creen que están haciendo? -dijo.
Antes de que Héctor contestara, fueron rodeados por el grupo del bar y otros que se agregaron desde las sombras. Todos fuertemente armados con automáticas, revólveres de diversos calibres y escopetas recortadas.
-¿Qué les pasa a ustedes? -dijo Héctor con la voz quebrada- ¿No ven que estamos pegando carteles para la campaña? ¿O no somos compañeros? -agregó.
-¡Compañeras son las bolas y sin embargo se golpean! -replicó el morocho-Ustedes son rojos infiltrados y los vamos a cagar a tiros. Y sobre todo a vos -concluyó señalándolo a Héctor.
José no se aguantó más y agarrando desprevenido al que tenía a su lado, le quitó el revólver que llevaba a la cintura y en un rápido movimiento lo tomó por los pelos apoyándole el cañón del arma en la garganta.
-¡Al primero que se mueva, lo liquido! -amenazó.
La cuerda se tensó al máximo. La duda cruzó por sus ojos. Una cosa era patotear y otra distinta salir lastimados. Milagrosamente, dos policías uniformados cruzaron en bicicleta por el campo de batalla. Conociéndolos a casi todos, se bajaron y a los gritos, uno de ellos, empezó a dar órdenes:
-¿Pero están todos locos? ¿Qué carajo se creen que están haciendo, pendejos de mierda? ¡Bajen ya mismo esas armas! -ordenó el sargento mientras junto a su compañero sacaron las pistolas Ballester Molina 11.25 y apuntaban al grupo en su conjunto.
Quizás la indecisión o que en realidad no tenían intenciones de llegar a un verdadero enfrentamiento, hizo que depusieran su actitud. Retrocedieron, permitiéndole al agente ocupar el centro del círculo, mientras que el sargento cubría la retirada del grupo de Héctor.
-Y ustedes tómenselas rápido, antes de que se arme la podrida. No voy a poder sujetarlos por mucho tiempo. Están todos en pedo.
Héctor, José y el resto de los muchachos comenzaron a retirarse. Cada tanto daban vuelta la cabeza para cerciorarse de que los del Comando se habían quedado en la estación y seguían conversando con los policías.
-No lo puedo creer -dijo José masticando bronca.
-Qué cosa no podés creer. Si siempre andan calzados y patoteando. Son matones a sueldo y de peronistas tienen muy poco -contestó Héctor intentando una respuesta.
-Ma’ que matones, ni peronistas. Lo que no puedo creer es que nos haya salvado la cana. ¡Qué joder!

A pesar de sus prevenciones, José fue elegido delegado por su sección y aceptó el cargo. Cuando Lechuza le propuso encabezar la lista de la agrupación para presentarse en las internas del sindicato, ya estaba en una situación difícil. Si no aceptaba, defraudaba a todos los compañeros que lo habían elegido por aclamación y por el contrario, si aceptaba, sabía que se enfrentaba a un poder oscuro en una lucha desigual y que probablemente le costaría muy caro.
Simona lo alentaba. Contrariamente a lo que José hubiese preferido, era ella la que lo entusiasmaba con sus propias deducciones y esperanzas. Contenta, participaba activamente de ese proceso ofreciendo la casa y su hospitalidad. Quería ser protagonista, pero sus limitaciones objetivas la condicionaban. La atención permanente del hogar y de sus seis hijos, obligaban a Simona aceptar que su protagonismo pasaba por el rol de acompañante. Aunque quizás por ello, o simplemente por lo febril de su alegría, fue que se encontró movilizando a las mujeres del barrio para mejorar las condiciones en la escuela que pensaba inaugurar la municipalidad sobre la calle Iparraguirre y a la que asistía la casi totalidad de los chicos de la zona.
-Te das cuenta de que no hay derecho -insistía Simona- Estuvieron todo el año metiendo tres grados en una misma aula porque no había lugar y ahora, porque viene el intendente, quieren que la mitad de los chicos pasen a la escuelita de la estación. ¡Claro!, ahora es una escuela modelo, entonces los pibes nuestros no pueden entrar, es injusto y no lo vamos a permitir.
-¿Y qué piensa hacer, tía? -dijo Héctor.
-Vos encargate de juntar a los muchachos de la juventud, que esta noche tendremos una reunión en lo de la Paraguaya. Hasta luego.
Amaneció nublado. Desde temprano la directora esperaba la llegada del intendente y de las autoridades militares.
Estaba todo dispuesto para inaugurar la escuela «John F. Kennedy», el orgullo del distrito escolar del partido. La señora directora iba y venía, dando las últimas indicaciones al personal subalterno para que la fiesta fuera un éxito. Se comentaba que probablemente viniese la televisión a registrar el acto y visiblemente, esa posibilidad aumentaba el nerviosismo del personal.
-Lo que me extraña -dijo la directora-, es que siendo las nueve, hayan venido tan pocos chicos. A las y media está programado descubrir el busto y falta más de la mitad de los alumnos. No lo entiendo, -concluyó.
Siendo las nueve y cuarto, los coches oficiales asomaron por Iparraguirre. Ante el nerviosismo del personal docente, el intendente del partido, los generales Dionisio Roldán y Esteban Rickoll, como así también el señor obispo, ascendieron por la escalerilla lateral al palco oficial que estaba emplazado sobre un costado del flamante patio, mirando de frente al barrio.
La banda del regimiento atacó con las primeras estrofas del himno patrio, dando inicio al acto inaugural, sin más trámites. A continuación hizo uso de la palabra el intendente sin poder concluir su alocución. Por una de las calles laterales, una columna de mujeres, jóvenes y niños con guardapolvo blanco se dirigían hacia la escuela entonando el Himno Nacional. El intendente enmudeció. Al cruzar el portón de entrada, fueron acomodándose en orden, a los costados del palco y atrayendo sobre sí la atención de la televisión. Al terminar con el himno, las voces de: ¡Viva la Patria! obligaron al orador a mascullar un casi imperceptible “Viva”, entre tímido y obligado. Después se hizo un silencio pesado que quebró el intendente al carraspear frente al micrófono.
– Como iba diciendo -continuó- este es un día de gloria para nuestra comunidad. En un esfuerzo mancomunado de las fuerzas vivas del partido, me cabe la responsabilidad, qué digo responsabilidad, me cabe el orgullo y el honor de dejar inaugurada esta escuela que es modelo de civilidad y es de ustedes…
Y con gesto estudiado, de un tirón, dejó al descubierto el busto y la placa recordatoria, mientras el barrio entero arrancó -a capella- con la marchita de «Los muchachos peronistas». El estupor fue general, cuando las autoridades allí presentes comprobaron que el busto recién inaugurado había sido cambiado por uno de la señora Eva Duarte de Perón y al pie, una leyenda que identificaba a la escuela con su nombre.
Las órdenes de viva voz no se hicieron esperar. La banda de músicos militares, atropelladamente, corrió hacia los micros para dejar los instrumentos y tomar sus fusiles. El intendente, desde el palco, pedía por favor fuese desalojada la escuela, para que este acto de civismo no se empañe por la actitud sediciosa de algunos inadaptados.
El barrio, con Simona a la cabeza, se retiró ordenadamente cantando la marchita y con una alegría en los ojos, difícil de contener.

Ya no es como antes. Mientras era delegado me respetaban, ahora es como si tuviera la lepra. Lechuza se equivoca con esta huelga. Ya no está el Viejo y esperan a que metamos la pata para aplastarnos. Por todos lados está lleno de botones y alcahuetes. No se sabe quién es quién, ni para qué arco patean. González, capataz. ¡Sí parece mentira! ¡Capataz de los alcauciles! Hoy despidieron a otros cuatro y chito la boca. Si no te gusta, te enchufan el «subversivo» y se acabó. ¡A otra cosa mariposa! Se lo dije al Lechuza y cree que me cagué. Que ya no soy el mismo y qué sé yo cuántas pelotudeces juntas. Tengo miedo pero no se lo voy a demostrar. Además, no tengo miedo por mí, sino por los chicos. Si me quedo sin trabajo, ¿qué van a comer? ¡Claro, para el Lechuza es fácil jugarla de héroe! Yo no. ¡Yo soy un cagón! Qué se cree… Pero, ¿qué estoy diciendo? El Lechuza es un amigo y lo entiende. Nunca me preguntó nada y no quiere que me meta. No lo puedo dejar solo en esta patriada, juntos empezamos y así vamos a terminar.

Esto se terminó. Rajaron todos como ratas por tirante y para colmo, esta malparida de al lado que nos quiere joder. Tiene envidia de mi José, porque su marido la caga a palos vuelta a vuelta. Le molestan los chicos, si trabajamos, si no trabajamos, todo le molesta. Ya me amenazó varias veces con que me va a mandar la cana. ¡Las ganas que tiene! Qué distinto era cuando tratamos de convencerla de que ayudara. ¡Y nosotros que esperábamos que cambiara! ¡Qué ilusos! Pero no puede ser todo así. Hay que esperar. Es el Brujo ese que la tiene engualichada a la Isabelita. Tengo miedo por mi José. En la fábrica se está poniendo fea la cosa. ¡Dios no permita que pase nada! Además, nosotros no hicimos nada malo. Ellos son los que deberían tener miedo, no nosotros. Ellos…

Simona sintió el forcejeo y pensó que corría peligro Rosa, o quizás alguno de los chicos. Intentó salir a la calle pero dos soldados la levantaron por las axilas. El oficial dio la orden de que la llevaran adentro.
-¿Dónde está tu marido? ¿A qué hora vuelve? -preguntó.
Simona hizo un gesto con la cabeza que indicaba que no lo sabía, o al menos que no lo diría. Una trompada en pleno abdomen la dejó sin aire y cayó. Simona no habló. Por eso siguieron pateándola hasta que advirtieron que ya estaba muerta. No hablaría nunca. José no había hecho nada malo, por eso eran ellos los que deberían tener miedo. Ellos deberían tener miedo.
Desvanecida, desvencijada y con su vela deshecha, Simona cayó sobre una pila de otros cuerpos inermes, en la caja de un camión militar, hundiéndose para siempre en la noche que nos habita…

DANIEL OMAR GRANDA

*El próximo Lunes día 15 de Febrero llega un nuevo cuento de La Bitácora del naufragio. No faltes a la cita.

Daniel Omar Granda

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