Inevitablemente, al entrar por primera vez al casino de Concepción del Uruguay, cabalísticamente lo hice con el pie derecho. Al ingresar a la sala de juegos, me detuve unos instantes en cada una de sus mesas para establecer cuál era el pálpito que tenía por la tirada de la mano de cada croupier. Es una vieja teoría cabalística a la que me sumo. A pesar que la rueda de la ruleta cuenta con cuatro diamantes metálicos, donde la bola rebota sin rumbo fijo cuando es echada a rodar, me resulta «creíble» la teoría de que cada tirador tiende (por el impulso que le imprime a la bola), a cantar una determinada docena. O al menos, en algún tipo de frecuencia, que hay que descubrir. Es una teoría loca, pero es una teoría al fin. Así que, al ingresar al casino, lo primero que hago es estudiar en cada croupier, si es tirador de primera, de segunda o de tercera docena.
Objetivamente elijo al tirador de segunda, por mandato del negro 17, que está en la mitad del paño y siempre me convoca. Inmediatamente después de establecer en que mesa voy a apostar, cambio el dinero que dispongo para perder y pido un color. Esta noche, como casi todas las noches, el azar me era esquivo. Así que decidí observar, más que jugar. Los casinos, en general tienen sus habituales, que no son otra cosa que jugadores compulsivos quienes, noche a noche, sueñan con dar el batacazo definitivo que los saque de perdedores. Siempre recuerdo la descripción minuciosa que hizo Feodor Dostoievski en «El Jugador», donde desnuda a fondo el alma de estos personajes.
Dice Arnold Hauser, en su «Historia social de la literatura y el arte» acerca de la novela social en Rusia y en particular de Dostoievski: «Dostoievski descubre el más importante principio de la psicología moderna: La ambivalencia de los sentimientos y la escisión de toda actitud anímica excesiva, expresada en formas exageradas y demasiado demostrativas. No sólo se enlazan mutuamente entre sí amor y odio, orgullo y humildad, realzamiento y rebajamiento de uno mismo; crueldad y masoquismo; la nostalgia de lo sublime y la nostalgia de la inmundicia. Todo impulso, toda excitación, todo pensamiento engendra su contrario en cuanto aparece en la conciencia de estos hombres. Los héroes de Dostoievski, están en todas partes ante alternativas contra las que deberían elegir y no pueden hacerlo; por eso su pensar, su autoanálisis y su autocrítica son un continuo enojo y rabia contra sí mismo».
Siempre me atrajo la observación de las actitudes que asume el jugador compulsivo. Detrás de una aparente máscara de piedra, en general, se esconde una profunda angustia que gira al ritmo de la bola para detenerse con bronca mal disimulada en el número equivocado. Me arrimé a la barra del bar y pedí un whisky. Jugué con los cubitos, antes de hacer mi última apuesta. No siempre era un consecuente jugador de segunda docena. Habían algunos números de primera y de tercera que me gustaban de alma. Sobre todo los centrales, el 2, el 8 y el inefable Negro el 11. No lo dudé. Doblé la apuesta y coroné el 11 siguiendo el pálpito. Estaba, como se dice en la jerga, “jugado y sin fichas”. Cuando el croupier dijo el consabido: «no va más», estaba seguro de haber hecho lo correcto. La bola se durmió sobre la rueda, hasta que en un último movimiento agónico, cayó sobre un diamante y se echó a rodar sobre los números de la ruleta. Ese instante es casi indescriptible por la adrenalina que genera. Si tuviese la capacidad de detener el tiempo, me gustaría vivirlo en cámara lenta, para poder observar a los jugadores a mis anchas, y por qué no, a mí mismo.
Y lo cantó. El «negro el once» me sonó a música celestial y de la buena. Como corresponde a un jugador experimentado, mi rostro no se inmutó. Por adentro de mi alma estaba haciendo los cálculos de lo que debía cobrar por mi apuesta. Cuando me tocó el turno, le indiqué al pagador que me retiraba y que pagase con fichas grandes.
Para no volver a tentarme, cambié las fichas y me fui del Casino con la sensación inacabada, que alguna vez tendría que volver a devolverle lo que era suyo por ley. Nada nuevo bajo el sol: Son las reglas del juego, y todo jugador lo sabe aunque le cueste asumirlo…
*** Daniel Omar Granda ***
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