EL HIJO DE LA MADREÑERA (100)

Murmura en tu cabeza y lo calla tu mirada.
Alborota el silencio y delatan tus palabras.
Deja de lamer heridas y saborea este dolor.
Despliega tus alas y vuela. Vuela alto…

Consume la pena cuando lloras de alegría.
Amenaza lo invisible. La suerte decidida.
La muerte, inquieta, tan de cerca, vigila.
Expresa a viva voz el aliento que te queda.
Qué frágil tu vida y qué dura empezó.
Saltaste del nido y una luz te cegó.
Fugaces, tardíos, tus ochenta y ocho.
Recorriste la vida. Latía el corazón.

La vida prometía miles de historias cotidianas.
Vendían madrugadas a la vuelta de la esquina.
Huellas que te consumen, pasos que se detienen.
Sueños que se eternizan, sueños que se olvidan.
El alma pierde el hilo. El hilo de tu vida.
Busca una salida aunque sea alternativa.
Que tu sonrisa alardee y nunca se apague.
Como la brisa rezagada del viento furtivo.

Repiten, una y otra vez, que todo va a salir bien.
Te apagas por dentro y te vas consumiendo.
Ya no es eterno y dura un último suspiro.
Respira hondo. Calma y certeza. Abatido.
Cinco hermanos. El más joven. Dos varones.
Nacido poco antes de estallar la guerra.
El aire se vicia. La familia siempre unida.
Vuelven a prometer que todo va a salir bien.

El hijo de Laura, así le han solido conocer.
Vendedora de madreñas en los arcos de El Fontán.
El pequeño de José. El más parecido a él.
Cuatro hijos le recuerdan y a su difunta mujer.
Disfrutaste de la vida, acompañando hasta el final
una última canción, que recuerde a «tu ojito derecho».
Espero que haya un pasodoble para el siguiente baile
y, no lloréis por él, hace tiempo que ya ha muerto.

Tampoco lloréis por mi. Llevo mucho tiempo muerto…

*A la memoria de mi padre. El COVID-19 se lo llevó y, con él, se fue parte de mi historia. Que la tierra te sea leve, padre.

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