Quisiera contar una vivencia basada en hechos reales. No estoy muy seguro, pero creo que fue en el verano del 2003, en Gijón, en pleno agosto. Un agosto muy caluroso. De la calle no logro acordarme. Me costaba hasta escribirla. Del nombre de ella, sí. Concepción se llamaba y, de oficio, bruja.
Tengo una amiga que cree en todo cuanto se pueda creer. Creyente a más no poder. Mitomaníaca, supersticiosa y devota compulsiva. Se moriría si se le cruzara un gato negro, sin ser capaz de remediar algo pronto para deshacer el entuerto. No pasa por debajo de las escaleras apoyadas en la pared. Creo que, incluso, no pasa ni por las que están cerradas y en el suelo. Se levanta con el pie derecho siempre y reza cada vez que sus pies tocan la calle. Como si en casa no le fuese a pasar nada malo. Lleva consigo todo tipo de amuletos “mágicos” para ahuyentar todo mal de su lado. Llega a irritarte con su mirada inquieta, cuando no te quita ojo de encima, para ver lo que haces o dejas de hacer. Resulta molesta a veces pero se le acaba cogiendo cariño. Tiene otro tipo de cualidades que le hacen innata. Me ayudó en momentos clave de mi vida y, por muchas rarezas que tenga, me gusta como es. Sabe de sobra que yo no creo en esas estupideces. Con la suerte se tropieza de vez en cuando y que, cuando algo malo te pasa, es porque algo mejor está a punto de cruzarse en tu camino.
Pues bien. Aquel sábado caluroso de agosto no había nada bueno que hacer. Lo primero, pisamos la Feria de Muestras a una hora muy prudente y, cuando empezó a apretar bien el sol, salimos de aquella ratonera y fuimos directos a tomar unas cervezas a una terraza, a orilla del Piles, lindando con Somió. Por la tarde, ella había quedado en un gabinete de esoterismo, con una de esas que se hacen llamar brujas. Accedí a acompañarla, no me lo podía perder por nada del mundo. Me debatía entre pasar calor o reírme un rato, no lo dudé ni un instante. La cuestión era echar las cartas y pasar el agua, porque algo malo le estaba pasando. O eso afirmaba. Llevaba unas semanas muy malas y no había manera de quitarse el supuesto mal de ojo que le habían echado. Aparcamos el coche en El Molinón y decidimos ir caminando. Mala idea. Demasiado largo el camino, mucho sol y poco dinero en el bolsillo para refrescar la garganta. El trayecto, poco alentador. Las “batallitas” que me iba contando amargaban mis pasos. De repente, me dijo: “aquí es”. Una luz se me iluminó.
Respiré lentamente y esbocé una sonrisa, antes de meterme en aquel sombrío portal. El aire era fresquito allí dentro, pero no disponía de ascensor y encima era un quinto piso. Supuse que, al ir a ver a una bruja, era lo normal el vivir lo más cerca posible del tejado. Para qué quería un garaje, pudiendo usar la escoba para moverse por la ciudad… La luz de la escalera se nos apagaba casi en cada piso. Qué ganas de llegar al quinto… Si todas las puertas de las viviendas, disponían de un timbre normal y corriente, ésta no iba a ser tan vulgar. A falta de timbre, en la puerta colgaba una mano sujetando una bola, de algo parecido al cobre, pero roñoso. Saqué la mano del bolsillo y me decidí a dar con fuerza a la puerta. Que se imaginase la bruja qué tipo de gente era la que llegaba a su casa. Gente con decisión y sin miedo. Todo mentira. Si mi amiga estaba acojonada, yo creo que más, pero solamente respiraba cierto respeto. Aquel sitio me ponía los pelos de punta. Menudo antro de perdición, ni en las mejores películas se encontraba algo así. Golpeé la puerta, si no recuerdo mal, unas cinco veces. Una por cada vez que se nos apagó la luz mientras subíamos. Mi amiga sudaba en frío. Estaba mal, muy mal. Intenté bromear para que se relajase un poco: “Parece que tarda en abrir… Se estará colocando bien el ojo de cristal”. Resultó, pero se puso más nerviosa aún.
CONTINUARÁ…
Jezabel ✻ 🂽
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