Probablemente la barbarie nazi sea el episodio trágico de la historia más conocido por el gran público. Tanto la historiografía académica como la divulgación y la cultura de masas han prestado una gran atención a estos desgraciados acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, hasta el punto de convertirse en una especie de icono popular del terror.
Sin embargo, los campos de concentración nazis han ocultado hechos de la misma guerra que demuestran una obviedad: nadie en la historia tiene la exclusiva de la crueldad. Es el caso de la historia del Escuadrón 731, una unidad de investigación secreta del ejército imperial japonés que es la responsable de algunos de los crímenes de guerra más atroces del siglo XX y que, por circunstancias históricas, ni comparten la popularidad de Auschwitz ni fueron reparados como debían.
Los orígenes de esta unidad hay que situarlos en el contexto de la expansión del Japón imperial en el continente asiático durante los años 30 y que no concluyó hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. En septiembre de 1931, los japoneses invadieron la región de Manchuria, en el norte de China, e instauraron un Estado títere comandado por el antiguo emperador chino Pu Yi.
Los historiadores calculan que más de diez millones de chinos fueron movilizados por el Ejército imperial japonés para hacer trabajos forzados en unas condiciones infrahumanas, por no hablar de los distintos episodios de matanzas y violaciones indiscriminadas contra civiles una vez estalló la segunda guerra sinojaponesa, en 1937, y la guerra mundial, dos años después.
En este contexto, en torno a 1932, nació un grupo de investigación antiepidémica en la región, un laboratorio que en teoría debía prevenir de posibles expansiones de enfermedades, pero que no era otra cosa que un centro para estudiar las posibilidades de una futura guerra biológica. Al frente se situó Shiro Ishii, un médico del ejército que promovió entre los altos mandos la idoneidad de esta modalidad de guerra que, por así decirlo, estaba de moda en el mundo científico-militar de todo el mundo.
Ishii se puso manos a la obra e impulsó la construcción de un primer campo de prisioneros a unos 100 kilómetros al sur de la ciudad de Harbin. Tras sufrir varios sabotajes, la unidad decidió trasladarse a otra localidad, también cercana a la misma ciudad manchú, donde dispuso de unas instalaciones mayores y más modernas. El complejo ocupaba nada menos que 6km2 y constaba de unos 150 edificios entre prisiones, laboratorios, fábricas y almacenes y salas donde se instalaban enormes calderas para producir todo tipo de agentes químicos.
Estas cifras demuestran que el programa químico y bacteriológico japonés fue el más ambicioso de entre todos los contendientes de la guerra. Como después se vio en el uso de virus a gran escala a partir de 1942, nadie como el Japón imperial fue tan lejos a la hora de aplicar este tipo de armas.
El Escuadrón 731 operó activamente entre 1932 y 1945, años en los que realizó todo tipo de experimentos con seres humanos, incluidos hombres, mujeres, embarazadas, ancianos, niños e incluso recién nacidos. Las víctimas fueron llamados Maruta, que significa tronco en japonés, y que también da nombre a todo el proyecto. El término no solo era una especie de eufemismo macabro sino que, según los relatos de los médicos que allí trabajaron, funcionaba como una forma de deshumanización que facilitaba llevar a cabo los experimentos.
Lo que ocurrió en aquel complejo da auténticos escalofríos. Haciéndoles creer que se trataba de una vacuna, a los prisioneros se les inyectó todo tipo de enfermedades para investigar sus efectos: la peste, el cólera, el tifus, la tuberculosis, la disentería o la viruela. Además, se les infestó con pulgas transmisoras de la peste para investigar las posibilidades de una guerra bacteriológica. También se obligó a prisioneros masculinos y femeninos a mantener relaciones para estudiar los efectos de enfermedades de transmisión sexuales tales como la sífilis o la gonorrea.
Pero las atrocidades no se quedaron ahí. Los médicos comandados por Ishii practicaron vivisecciones a los prisioneros sin ponerles anestesia, con el objetivo de infectarles enfermedades y poder comprobar los efectos en vivo en un cuerpo humano. También realizaron amputaciones de extremidades, así como cirugías para extraer órganos. Otras pruebas aberrantes fueron el uso de armas sobre prisioneros tales como granadas o lanzallamas. Incluso hombres y mujeres, fueron atados a postes como blancos para bombas de gérmenes y armas químicas. Se calcula que entre 3.000 y 12.000 personas -la mayoría chinos, pero también rusos, coreanos o del sudeste asiático- fueron víctimas de estos crueles experimentos.
A medida que la guerra avanzaba y el presupuesto crecía, el escuadrón contó con la ayuda otras unidades satélite diseminadas por los distintos territorios que controlaba Japón. Grandes ciudades como Changchung, Nankin, Cantón o la misma Pekín contaron con sus propios escuadrones. La unidad 100, situada en Changchung, investigó el uso de enfermedades para usar contra los caballos soviéticos y chinos, mientras que la unidad 1855, instalada en la capital china, colaboró con la 731 en las investigaciones sobre el uso de la peste bubónica. También hubo unidades en Singapur e incluso brigadas especiales e itinerantes cuyo alcance aún no se ha investigado lo suficiente.
La pesadilla acabó en 1945 con el fin de la guerra. Con la invasión soviética de Manchuria, los miembros del Escuadrón trataron de borrar todo rastro de sus actividades en el complejo de Harbin. Ejecutaron a los últimos prisioneros, intentaron destruir las instalaciones -sin éxito- e incluso soltaron ratas y pulgas infectadas. Miles de personas murieron en la región a causa de esta última represalia.
La historia que sigue al final del escuadrón es la de una triste inmunidad. A diferencia de lo que ocurrió con los criminales de guerra nazis, EE.UU. prefirió mirar hacia otro lado y ofreció un trato favorable a los comandantes de la unidad, empezando por el propio Ishii, si a cambio informaban con detalle de todos los experimentos de guerra biológica. En un contexto ya de guerra fría, los estadounidenses consideraron que todos estos datos podían ser de gran utilidad y temían que cayeran en manos soviéticas. Así fue como en los Juicios de Tokio de 1946 -el equivalente para Asia Pacífico de los juicios de Núremberg-, se pasó de puntillas por el asunto. Hubo condenas, pero posteriormente se rebajaron sustancialmente.
La inmunidad no fue total. En el bando soviético sí que se juzgaron muchos de estos crímenes en el proceso de Jabárovsk, por el cual una docena de altos mandos del ejército japonés fueron condenados a penas de entre dos y veinticinco años en campos de trabajo. Sin embargo, la opinión pública mundial tuvo más bien un conocimiento vago de estos hechos y durante décadas parecía que la receta del olvido había funcionado.
En torno a los años 80 del siglo pasado, salieron a la luz en la prensa los estremecedores relatos del Escuadrón 731. Al mismo tiempo, las autoridades chinas comenzaron a desenterrar los hechos y a exigir un perdón a Japón.
Especialmente clave fue el testigo de Yoshio Shinozuka, un soldado del ejército que entonó públicamente el mea culpa y explicó su participación en los crímenes de guerra. La confesión tuvo lugar durante el proceso que se originó tras una demanda colectiva de 180 víctimas chinas contra el Estado japonés y que contó con un enorme impacto en la opinión pública de ambos países.
El caso acabó en 2005 con una histórica sentencia de la Corte Suprema de Japón que reconocía las atrocidades del pasado, aunque inadmitía una reparación económica. Hoy en día, la herida en China sigue sin cicatrizar e incluso es motivo de controversia habitual con sus vecinos. Por otro lado, buena parte de las instalaciones de la infame unidad han sido habilitadas como complejo museístico al modelo de Auschwitz, con el fin de no olvidar otra página funesta de la Segunda Guerra Mundial.
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