La República era un “maravilloso sueño convertido en venturosa realidad”, decía Manuel Bartolomé Cossío semanas después de su proclamación. “La República es obra del pueblo”, escribió Gonzalo Queipo de Llano, entonces capitán general de Madrid. Llegó con “ilusión de masas y entusiasmo desbordante”, en una “borrachera de entusiasmo”, recordaba Valeriano Orobón Fernández, delegado anarcosindicalista en la Asociación Internacional de Trabajadores.
El pueblo, ese protagonista colectivo al que todos apelaban, lo celebraba. Todo el mundo estaba en la calle aquel 14 de abril de 1931. En realidad, el pueblo de Madrid, de Barcelona y de las principales ciudades de España llevaba dos días festejando el triunfo en las elecciones municipales de las candidaturas republicano-socialistas. La multitud se echó a las calles cantando el Himno de Riego y La Marsellesa. Allí había hombres, muchas mujeres, obreros, estudiantes y profesionales. La clase media “se lanzaba hacia la República” ante la “desorientación de los elementos conservadores”, escribió unos años después José María Gil-Robles.
Y la escena se repitió en todas las grandes y pequeñas ciudades, como puede comprobarse en la prensa, en las fotografías de la época, en los extraordinarios documentales conservados en la Filmoteca Española y en los numerosos testimonios de contemporáneos que quisieron dejar constancia de aquel gran cambio que parecía tener algo de magia, llegando de forma pacífica, sin sangre.
Solo Juan de la Cierva propuso recurrir a las armas para evitar la quiebra de la Monarquía. Los demás ministros, encabezados por el conde de Romanones, reconocieron la derrota de las candidaturas monárquicas en la mayoría de las capitales de provincia, en 41 de 50. El almirante Juan Bautista Aznar, presidente del Gobierno, dimitió la noche del 13. Niceto Alcalá Zamora, en nombre del comité revolucionario, exigió al rey que abandonara el país. “Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo”, dejó escrito Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles, antes de salir del Palacio Real la noche del martes 14 de abril. Cuando llegó a París declaró que la República era “una tormenta que pasará rápidamente”.
Hasta que llegó la Segunda República, la sociedad española parecía mantenerse un poco al margen de las dificultades y trastornos que sacudían a la mayoría de los países europeos desde 1914. España no había participado en la Primera Guerra Mundial y no sufrió, por lo tanto, la fuerte conmoción que esa guerra provocó, con la caída de los imperios y de sus servidores, la desmovilización de millones de excombatientes y el endeudamiento para pagar las enormes sumas de dinero dedicadas al esfuerzo bélico.
Cuando la guerra tomó un rumbo desfavorable para los imperios centrales, ya casi decisivo desde el verano de 1918, la idea de la “comunidad nacional” comenzó a desintegrarse y las tensiones internas generaron una clara polarización entre los grupos militares y conservadores, que se aferraron a la guerra y al poder, y movimientos sociales por la paz que en algunas ciudades de Austria, Hungría y sobre todo en Alemania, crearon consejos de obreros y soldados según el modelo de las dos revoluciones rusas. Las terribles consecuencias de la guerra, la carestía de la vida y los cientos de miles de muertos en los campos de batalla dieron un impulso a esos movimientos.
En Hungría la desintegración de la autoridad imperial comenzó el 31 de octubre de 1918 cuando un batallón se negó a obedecer órdenes de partir hacia el frente, los trabajadores de Budapest declararon una huelga general y el poder pasó casi sin resistencia ni violencia a las manos de la oposición democrática. En Alemania, en medio de rumores de un golpe en el cuartel general del Kaiser en Spa, hubo motines navales y una insurrección de marineros en Kiel el 3 y 4 de noviembre. En Austria, tras varias insurrecciones de marineros y de consejos de soldados y obreros, el poder militar se derrumbó y la República Austriaca se declaró el 12 de noviembre.
A la Monarquía española no la derrumbó una guerra, sino su incapacidad para ofrecer a los españoles una transición desde un régimen oligárquico y caciquil a otro reformista y democrático. La caída de la dictadura de Primo de Rivera el 28 de enero de 1930 generó un proceso de radicalización política y un auge del republicanismo. En esa movilización por la República confluyeron viejos conservadores que decidieron abandonar al rey, republicanos de toda la vida, republicanos nuevos, socialistas convencidos de que tenían que influir en el movimiento desde dentro y destacados intelectuales. Todos juntos sellaron el compromiso de preparar el fin la Monarquía y de traer la República.
A finales de 1931, con Niceto Alcalá Zamora de presidente de la República y Manuel Azaña de presidente de Gobierno, España era una república parlamentaria y constitucional. En los dos primeros años de República se acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública. Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales.
Pero al mismo tiempo la legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución.
Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos desde arriba y desde abajo. Pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo. De la fotografía de fiesta popular en las calles de Madrid en abril de 1931 a los enfrentamientos armados en julio de 1936, para apoyar o frenar el golpe de Estado, pasaron cinco años.
Nada estaba predeterminado, ni es cierto, como puede comprobarse a través de investigaciones rigurosas, que la “polarización” y la violencia fueran mayores que en Italia, Alemania o Austria antes de la destrucción de la democracia. Todas las repúblicas que surgieron en Europa entre 1910 y 1931 fueron derribadas, excepto la irlandesa, por movimientos autoritarios de ultraderecha o fascistas. Fueron intentos democráticos en momentos convulsos, de conflictos y violencia. Pero nada que ver con lo que siguió: intimidación, terror y crimen en masa organizado. Aunque cada vez parece más difícil superar la acritud política y la ignorancia sobre esa historia.
JEZABEL
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