(Artículo textual publicado en el INFORMEDH -Revista del Movimiento Ecuménico por los derechos Humanos- de Agosto de 1981 en Buenos Aires- República Argentina)
PARTE I
Si rastreamos el término “violencia” en cualquier diccionario de la lengua, vemos que se la define como: «a una fuerza intensa, impetuosa o como el abuso de fuerza». También como: «la fuerza que se emplea contra el derecho o la ley», usar la violencia. Si retrocedemos algunas páginas, vemos que “fuerza” es una potencia capaz de obrar. Ahora, ambas definiciones no nos dicen gran cosa acerca de la naturaleza de la violencia, ya que se refieren a ella en forma abstracta.
Mucho se ha dicho acerca de la violencia en el hombre. Sería una larga e inagotable lista de «motivaciones» las que se podrían enumerar tratando de hallar el porqué de su empleo; pero ese no es el objetivo de este trabajo. Nos basta con partir de una de las definiciones expuestas: «la violencia es un abuso de fuerza que se emplea contra el derecho o la ley».
Ahora bien, “La Ley” se define como una regla obligatoria o necesaria; y el derecho, como el conjunto de leyes y disposiciones que determinan las relaciones sociales desde el punto de vista de las personas y de la propiedad. En ese «determinar las relaciones sociales», entran en juego motivaciones profundas que llevan al hombre a ejercer la violencia como medio válido para lograr sus fines.
Es notorio que si la violencia es un «abuso de fuerza»; la intensidad de la misma va a depender de la «cantidad y calidad de fuerzas» con las que se cuente. Podemos inferir por lo tanto, que existen grados de violencia y que no es de igual intensidad la violencia ejercida por un individuo sobre otro, que la que puede ejercer un Estado sobre los individuos.
Aproximación a una tipología de la violencia
Varias son las formas de violencia que puede ejercer un individuo sobre otro, pero básicamente las podemos reducir a dos: violencia física o moral. En ambos casos, suelen traer aparejado graves daños, ya sea en uno u otro plano. Pero también en ambos casos, tanto la víctima como el victimario suelen sufrir las consecuencias de dicha violencia.
Por ejemplo: Si un individuo golpea brutalmente a otro (causándole lesiones de magnitud) es probable que tome estado público, intervenga la Justicia y que el primero pague al Estado por su inconducta. También es probable, que si un padre educa a su hijo con el empleo de la fuerza y la coerción; años más tarde sufra la reacción del hijo (cuando éste tenga capacidad de respuesta). Vemos así, con ejemplos muy simples, cómo en una relación entre individuos, ambos tienen posibilidad de actuar y de responder a esa acción. Es real que a veces resulta imposible por parte de la víctima, modificar el estado de cosas dado, cayendo en aceptar la situación de sometimiento. Vale aclarar que, el problema es en sí mismo, mucho más complejo que lo expuesto; pero sirve en función del análisis general.
¿Violencia de Estado…?
Diversas son las formas que adopta la violencia en manos del Estado. Es común ver en nuestra América Latina cómo se instrumentan todo tipo de políticas (económicas, sociales, culturales, etc.), con la única finalidad de favorecer el desarrollo y la riqueza insultante de sectores minoritarios, a costa de la necesidad y el dolor de las grandes masas populares.
Es a partir de la «fuerza organizada» del Estado, como el mismo puede instrumentar y ejecutar sus políticas represivas, impidiendo así el desarrollo y la participación de los pueblos a elegir libremente sus destinos.
En el documento de la III Conferencia Episcopal de Puebla, los Obispos católicos, llamaron la atención sobre la «Doctrina de la Seguridad Nacional» diciendo: “ es de hecho, más una ideología que una doctrina. Está vinculada a un determinado modelo económico-político, de características elitistas y verticalistas que suprime la participación amplia del pueblo en las decisiones políticas. Pretende incluso justificarse en ciertos países de América Latina como doctrina defensora de la civilización occidental y cristiana. Desarrolla un sistema represivo en concordancia con su concepto de guerra permanente. En algunos casos expresa una clara intencionalidad de protagonismo geopolítico” (Puebla 5. 5-547).
Sería repetitivo de nuestra parte, tratar de ejemplificar cómo se utiliza el «poder» por parte del Estado, para ejercer sobre el pueblo una violencia sistematizada. Léase desprecio por la Constitución Nacional, por los derechos civiles, laborales e incluso por los simples derechos que devienen de la dignidad humana. Larga es la lista de pruebas con las que se cuenta para afirmar ese «exceso de profesionalismo en el ejercicio de la represión», que ha sembrado a nuestros países con miles de muertos, torturados, prisioneros del Estado sin proceso ni causa alguna e incluso, esa nueva versión Latinoamericana que fueron “los desaparecidos”.
¿…O estado de violencia?
Siguiendo el esquema inicial de nuestro análisis, vemos que el diccionario de la lengua define a un sistema como un conjunto de principios, verdaderos o falsos, reunidos entre sí de modo que formen un cuerpo o doctrina. Hacer algo sistemáticamente es, hacerlo por sistema. O sea, combinar las partes reunidas para obtener un resultado.
Por ello, si el objetivo del Estado es favorecer la riqueza y el poder de unos pocos (a costa de la mayoría), debe necesariamente estructurar un sistema coherente que sirva a sus fines. Quizás los aspectos de la política represiva (que se ejecutan contra el cuerpo físico) son los más evidentes por su crudeza; pero para que el sistema funcione deben implementarse medidas más sutiles, pero no por eso menos violentas. ¿O quizás, no es violencia el hambre? ¿El desamparo social y judicial? ¿La desigualdad de posibilidades? ¿La discriminación de clases? ¿La marginación de determinadas clases? ¿La utilización de los medios masivos de comunicación que tratan de mantener un status quo y afirman que los «valores» de quienes detentan el poder «deben» ser los de la mayoría? ¿La censura de la prensa o su nueva versión, la autocensura? ¿La falta de libertad al disentimiento?, etc., etc., etc.
Ese estado de violencia que se vive, lleva como pretensión inmediata el sometimiento sin más al «poder» del Estado, que es quien debe decidir cuál es el bien y cuál es el mal, en una clara actitud Deísta. El empleo de esa violencia sistemática no es indiscriminada (contra todos los habitantes de la Nación), sino que quienes la soportan con mayor crudeza son los sectores marginales de la población, quienes tienen poca posibilidad de responder judicialmente contra los «excesos» de las fuerzas represivas, debiendo soportar por ello todo tipo de vejámenes. De allí para arriba (dentro de la escala social) vemos como se modifica la relación del individuo respecto de la Ley, en una estrecha relación con el sector social al que pertenece.
El niño y la violencia
Para cambiar la óptica, les vamos a contar “El cuento de la buena pipa” (en su versión nacional):“El cuento de nunca acabar”…
…Había una vez un niño, el Toto, no distinto a muchos niños que crecen como pueden, en el barrio de las latas. Su padre, Juan, es obrero de la construcción y trabaja a destajo. De madrugada casi, toma el tren de las 04:00 (colgado y apiñado como ganado) para ir a su trabajo. Sus jornadas son cortas (tan sólo doce horas) sin incluir las dos o tres que tiene de traslado, colgándose de los trenes para viajar colado. A la vuelta de la obra, suele tomarse unos vinos en el boliche del barrio…, y a veces, llega a casa (en pedo y cansado) y agarra a los golpes al que se le pone a tiro. Otras veces, se muestra tierno, manso y juega con sus niños; pero a un juego callado (distinto al de la tele), parece que en silencio les dijera más cosas o quizás, Juan no sabe qué decir a sus hijos y entonces solamente putea contra su puta suerte y contra la miseria que lo tiene acorralado.
Su madre, María, es lavandera. Va y viene incansablemente por toda la casa con los más chicos a cuesta. Se levanta con su hombre a cebarle unos mates y arropa a los niños que quedaron en su cama (son los tres más chiquitos que duermen con ella, por el complejo de Edipo y dos elásticos viejos que sacó de la quema). Su día es muy simple: deja a sus hijos mayores (11 y 8 años) que se ocupen de sus hermanos, mientras ella trabaja por horas en un chalet del centro de la zona. Por la tarde, cuando vuelve, se ocupa de su casa. Prepara la comida, lava la ropa, asea a los niños, mira la novela (y hasta se preocupa porque Alejandra viajó a Río de Janeiro para olvidar su desengaño…) y así, espera que su Juan regrese del boliche para servir la cena magra. Por la noche, cuando todos duermen, se entrega a su hombre como una fugitiva (en silencio y con miedo de que los niños despierten)…
Sus hermanos menores son tres; José, cinco años; Rosario, cuatro años y Evaristo, dos años. Potrean todo el día por los alrededores y a veces, al Toto le cuesta encontrarlos entre el basural donde suelen ir a buscar cualquier cosa que sirva. La mayor es Mimí, once años. Ya es casi una madre. Se ocupa de la casa y cuida de sus hermanos. Lava, plancha, prepara la comida y cuando puede le hace los mandados a la señora de al lado (que siempre le regala alguna chuchería). Hace tiempo que Mimí dejó la escuela, porque si la mamá trabaja, alguien se tiene que ocupar de atender la casa. La Mimí, de noche, ya no sale a la calle (desde aquella vez que la agarró un tipo en el pasillo de la villa y la metió en su casa. Juan lo anduvo buscando durante algún tiempo y si lo agarra lo mata; pero el tipo era policía y se fue de la villa y no pasó nada; por eso de noche los mandados los hace el Toto.
Y ahora, el Toto, ocho años, nuestro niño, el del cuento. El Toto no es distinto a muchos niños que crecen como pueden en «el barrio de las latas»…
En este contexto, con diversas situaciones, más o menos dolorosas y violentas, rodeados de otras circunstancias quizás, más o menos crudas, que las de nuestro «cuento de la buena pipa», van creciendo los Totos de nuestra tierra y los Totos de toda la América Latina. Esa violencia institucionalizada se va internalizando en los niños del pueblo como una norma de conducta, ya que es la misma sociedad quien les fija los parámetros de un mundo de violencia, como estado natural en el hombre. Es por eso que muchos años atrás, los obispos de la Iglesia señalaron en Puebla:
“La Iglesia tiene el derecho y el deber de anunciar a todos los pueblos la visión cristiana de la persona humana, pues sabe que la necesita para iluminar su propia identidad y el sentido de la vida y porque profesa que todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios de quien es imagen. Por lo tanto, la Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina exige de la Iglesia una palabra clara sobre la dignidad del hombre” (Puebla 3.1. 306).
¿Es preciso ser violento para subsistir en un mundo de violencia?
Los Totos de nuestro cuento se hallan sumergidos en un mundo de violencia
desde antes de nacer. Detengámonos a pensar un instante envueltos en qué circunstancias se desarrollan casi todos los días de sus vidas.
El medio en el que nacen y crecen es el de la miseria y la frustración. Soportan
toda forma de explotación, aceptándola (no siempre) con resignación natural (como si fuese la única forma de vida posible). Los Totos, se ven obligados a crecer de golpe, a responder a roles de adultos cuando aún no alcanzan a comprender, con el agravante de que los medios de comunicación de masas, cotidianamente, les venden una forma de vida falsamente «feliz» a la que deben aspirar; no como comunidad sino en forma individual. Les dicen que podrían salir (si quisieran) del medio en que se encuentran, desarrollando sus capacidades personales y poniendo voluntad (SIC). El mundo violento que los rodea, se hace en ellos natural, su habitat. No tienen necesidad de comprender la violencia intelectualmente; simplemente la viven. Aprenden a los golpes a convivir con ella y, de ella se sirven para enfrentar al otro.
Distinta es de hecho, la situación de otros sectores sociales como la «clase media». Su medio es distinto. El Estado tiene para ellos otra actitud. Emplea otros medios para su manipulación, juegan otros intereses en su explotación (a pesar que vemos cómo en este último tiempo se ha ido deteriorando visiblemente). Dicha clase media, cuando responde a la explotación y a la violencia institucional, lo hace por reacción (haciéndose violencia a sí mismos y procesando la misma previamente en forma intelectual). Suelen (en general) ser sectores que se desclasan y asumen el rol de otra clase a la que pasan a pertenecer por elección y no por origen.
Ahora bien, por razones de espacio, el análisis del proceso de los niños de la clase media respecto de la violencia va a ser materia de otro trabajo, circunscribiendo el presente al mundo de «los Totos».
DANIEL OMAR GRANDA
*El Lunes 29 de Marzo publicaremos la segunda parte de este ensayo.
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