Me preguntaron una vez: ¿Eres tú la hija del tintorero?, y yo, toda pizpireta y orgullosa le dije: ‘Pues sí señor’». Con la inocencia de una cría de 12 años, así cuenta Saturnina Lorenzo el inicio de una conversación que no tardó en tornarse amarga: «Pues a tu padre le queda poco de vida». No entendió nada, «sólo era una niña». Una niña que semanas después perdió a su padre, a su hermano y sintió la mirada y el aislamiento de todo un pueblo, el de Toro (Zamora). Una niña que pasó de cantar a escondidas la Internacional a huir de la política como si de la enfermedad más contagiosa se tratara. Con el negro tiñendo su ropa y el rojo a su familia, se refugió en la escuela, en los libros y se convirtió en maestra. Una maestra hija de la República que sorteó más de una y de dos zancadillas. Han pasado 75 años. «Pero me acuerdo, vaya si me acuerdo…».
Comienza su relato remontándose al año 1931, y aún se excita al hablar del «júbilo y la alegría» que se vivió «en aquel balcón de la plaza mayor viendo a la gente del pueblo disfrutar. Era el comienzo de algo bueno, se notaba». La proclamación de la Segunda República trajo el primer instituto de secundaria a la localidad, algo que cambió su vida.
«Todo iba muy bien hasta el 20 de julio de 1936. El alzamiento fue el 18, pero aquí sólo había especulaciones en la prensa. Sin embargo, aquel lunes mi padre se dirigió al Ayuntamiento. Era concejal del Partido Socialista y justo ese día el alcalde estaba de permiso. Él ocupó su lugar». No fue fruto de la casualidad, un chivatazo alejó a la cabeza del consistorio y puso a Francisco Lorenzo en la picota. «De repente, militares y guardias civiles bajaron por la plaza y entraron en tromba en el Ayuntamiento. Lo detuvieron». Saturnina era la pequeña de cuatro hermanos y, pensando su madre que nada podría pasarle, la mandaron en busca de noticias. «Estuvo retenido allí todo el día, y por la noche lo llevaron a la cárcel. Nunca se lo dije a nadie, pero lo pasé muy mal». Fue la última vez que vio a su padre.
«En los días sucesivos detuvieron a muchísima gente. Se llenó la cárcel y, como no entraban, habilitaron otros centros. Eso fue horrible». Imposible para ella olvidar las colas y colas de personas a la espera de ser interrogados, «todos escuchábamos los gritos de los que estaban torturando». Desgarradora la situación vivida en cada uno de los centros, pero en especial la del Hospital de la Cruz, convertido en el cuartel de la Falange. «Allí traspasaron todos los límites. El primer alcalde de la República murió cuando le estaban tomando declaración porque no pudo resistir las torturas. Horrible».
Mientras, su padre seguía el destino que ya le habían escrito: Zamora. Junto a él, «Pablo Lorenzo, Leonardo Blanco (aparejador del Ayuntamiento), el hijo del confitero y un chico joven que no recuerdo cómo se llamaba. A los cuatro se los llevaron el 1 de agosto». A las familias les dijeron que estuvieran tranquilas, es más, sus seres queridos les escribieron cartas. De nuevo fue Saturnina la encargada de ir a recogerlas a Correos y entregarlas a las familias. Las misivas llegaban muy tarde, pero ella no lo sabía. «Yo iba tan contenta. La gente me preguntaba: ‘¿Qué sabes de tu padre?’ y, feliz, les contestaba: ‘Hemos recibido carta y está bien’».
El 4 de agosto el cementerio de Fresno de la Ribera fue testigo del asesinato de su padre y de sus tres compañeros. «Cuando terminé el recorrido y llegué a mi casa, todos estaban llorando. Yo era muy pequeña, pero sufrí mucho». Saturnina se emociona al recordar la figura de su padre y una de las filosofías que siempre la han marcado: ‘Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde’. Es la mejor definición de justicia que he oído, y mira que soy vieja».
Una semana después, el 12 de agosto, se llevaron a su hermano. Trabajaba en el banco y allí fueron en su busca. «No te preocupes, es sólo tomarte una declaración, le dijeron. Pero no volvió». Lo trasladaron en un camión con otras cinco personas y, por circunstancias que desconoce, el vehículo se paró. Cuando la vida está en juego no valen los titubeos, todos los que iban en él saltaron. «Don Manolo era muy mayor y no tuvo opción, lo mataron allí mismo. A mi hermano le hirieron en una pierna, pero consiguió huir». Su rastro de sangre le delató y aunque llegó a una casa en el campo, lo encontraron y corrió el mismo final. Saturnina hace especial hincapié en que «la gente los veía y nadie les ayudó. Sólo sobrevivió uno de los maestros del pueblo, Tanis. Fue el único superviviente y lo fue gracias a un falangista».
Después de todo aquello, «nos amenazaron, nos aislaron. Teníamos una tintorería y nadie iba a comprar; unos porque no, otros por miedo… Querían que nos muriéramos de hambre». Paradojas de la vida, las camisas azules de los falangistas fueron su salvación. «Un día llegó un señor desde Zamora con un coche cargado con piezas de telas de colores claros. Quería que se las tiñéramos de azul porque se habían agotado las existencias de las telas de ese color para sus camisas». Ese fue el primer trabajo de la familia de Saturnina tras la muerte de su padre y de su hermano. Y a partir de entonces, la gente empezó a ir. «La necesidad nos obligó, fue muy duro porque el movimiento fue cosa militar, pero el trabajo sucio lo hicieron los falangistas. Aquí no fueron al frente, se quedaron porque era más cómodo y seguro asesinar a personas indefensas. En Toro sólo cayeron dos en toda la guerra».
Saturnina siguió estudiando, el instituto fue su refugio. Años después fue a la universidad —toda su familia se volcó para que ella estudiara— y se convirtió en profesora durante la posguerra. «Me pusieron todas las trabas habidas y por haber. Me trataban peor por ser hija de republicanos, pero éramos muchos así». Llegó a escuchar frases como: «Ésta se nos escapó». Pero Saturnina asegura no albergar rencor contra nadie, «el rencor no te deja vivir». Falleció en el 2017 a la edad de 93 años.
JEZABEL
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