Mi padre siempre decía que no tuviese prisa en crecer que aún tenía toda una vida por delante. !No desesperes!, me decía, !tienes miles de sueños para elegir! Siempre me dijo que no hay nada más interesante que el “no desesperar”. Todo llega a su tiempo y a su hora. Todo llega cuando tiene que llegar y en su justo momento.
No os quisiera hablar de tiempos remotos, sino de un puñado de años atrás. Supongo que era otra época pero siguen siendo años que aún suenan con mucha fuerza. Todo era tan distinto entonces que notábamos con sutileza ese cambio que traía el nuevo siglo.
Comenzaba una nueva etapa de mi vida. La llegada del inicio al instituto. Iniciaba con incredulidad los últimos años que daban fin al siglo XX. Esa añorada recta final. Nos quedaban esos últimos 10 años de los ’90 y nos llegaba esa nueva moda que solía cambiar cada decenio. Una moda que llegaba pegando fuerte: chandals que hoy solamente encuentras en mercadillos, los zapatos de plataforma a lo Herman Munster, aquellos peinados psicodélicos, los mechones de colores mezclados con la ropa ancha de vivos colores, hacían la época dorada de finales del siglo XX.
A unas semanas de cumplir mis 14 años, concluía lo que para muchos ya han pasado por alto, la EGB. Una etapa dura en un colegio público y, encima subvencionado, que apenas distaba de un kilómetro de mi casa. Una etapa, muy dura como digo, pero muy feliz por los amigos que hice en aquel entonces. Me cuesta aclarar lo de “etapa dura” porque, simplemente, pasé mis estudios de primaria sin pena ni gloria. Recuerdo aprobar siempre, como se suele decir: “por los pelos”. Un suficiente “pelado” era algo maravilloso para mi. Con esa nota aprobaba y me conformaba de sobra. No necesitaba más. Nunca fui buen estudiante que se dijera. Con ello también evitaba las broncas de mi padre. “Refunfuñaba” pero no me sacudía. Nunca fui de metas muy altas porque me era imposible dar más fuerza al motor que movía mis neuronas, así que un suficiente era “lo más”.
Antes de hablaros de mi etapa en el instituto, prefiero recordar y dar aire fresco a mi nostalgia, y abrir mi mente a los maravillosos años ’80. Unos años donde, a mi entender, comparado con estos años que vivimos, la tecnología se detuvo por un ingenioso decenio, al que todos supimos subirnos y no caer en la miseria, por no avanzar tanto como lo hace hoy la tecnología. Y, digo ésto, porque, anteriormente, un vídeo VHS, te duraba muchos años. Hoy en día, un reproductor de dvd, mismamente, tienes que cambiarlo al poco tiempo, porque ya queda casi desfasado, año tras año. Lo actualizan añadiéndole otro puerto usb, otra conexión HDMI, etc; con lector de cd, dvd, bluray… y, por añadir una cosa más, el nuevo ya es 2 kg menos pesado y casi 40 cm más pequeño, por poneros un ejemplo. Por razones obvias, tienes que cambiar de modelo, porque casi te lo están exigiendo. ¿O acaso me equivoco?
Durante la EGB, aquellos años ’80, me hicieron descubrir la verdadera vida. Jugábamos con cualquier cosa, nunca parábamos en casa, comíamos lo que resultaba más rentable para nuestros padres… La televisión tampoco nos influía tanto como nos hace ahora.
Estudié en un colegio humilde, donde también lo hicieron mis hermanos. Recuerdo que me daban clase Don Severino, que llevaba la batuta de Director, y profesores como Don Carlos, Don Pedro, Don Felipe, Doña Remedios… y, Don Arturo, alias “el cojo”, la señorita Milagros, alias “la búho”, Don Jesús, alias “pelitoperfecto” y algún que otro más. Al final, todos buenos profesores a su manera y cada uno con su estilo y cualidad innatas para darnos clase, soportarnos y controlarnos. Sabían perfectamente dónde darnos y dónde más nos dolía.
Teníamos un patio bastante amplio y una zona convertida en campo de fútbol en forma de triángulo escaleno. La salida al patio era similar a cuando pisas un hormiguero. En el campo de fútbol éramos entre unos 40 y unos 60 críos allí metidos y, cuando lanzabas a una de las dos porterías y marcábamos gol, ya eras fichado para el equipo que supuestamente había marcado. Casi todos los alumnos éramos de los alrededores del colegio. Los más alejados, llegaban desde las afueras de la ciudad, por aquel entonces, (a día de hoy ya son barrios mucho más céntricos) en El Chabolero, un autocar repleto de alumnos de todas las edades que llegaban, como siempre, armando un buen follón.
De parvulitos, recuerdo que no éramos muchos, que estaba ubicado en un primer piso adyacente al colegio y que, al fondo hacia la parte derecha, estaban los baños. Baños, por llamarlos de alguna forma. Por el olor era difícil perderse aun con los ojos cerrados. A la hora de acabar la clase, enfilábamos la bajada por aquellas viejas escaleras de mármol, a toda velocidad, sin apenas llegar a cogernos al pasamanos. Unos, porque no llegaban a poder sujetarse, por arrastrarles la marea de críos, que apenas levantaba un metro del suelo, y otros, por que no llegaban por su corta estatura. Muchos dientes se perdieron por aquellas escaleras. Muchas heridas, fracturas y, sobre todo, sustos… hasta que a la entrada del edificio, al final de aquella maldita escalera, aparecían con cara de terror las madres de los más espabilados, que también hay que decirlo, eran los que más jaleo montaban.
Acabado parvulitos y hasta donde me llega la memoria, recuerdo compartir clase con un filipino llamado Dominic, al que llamábamos “Dondón” y, un tal Jonás, del que tampoco volví a saber de él. Prácticamente éramos los mismos niños que niñas y, nos educaba o al menos lo intentaba, una profesora mayor de pelo rubio y muy cardado, Doña Remedios.
Tengo buenos y malos recuerdos de Don Severino, el Director del colegio. Aún tengo en mi mente ese olor de los baños, cuando cada mañana, nada más llegar, lo primero que hacía era, ir baño por baño de cada clase con un spray enorme, a pulverizar aquella colonia barata y mala que dejaba aquel olor insoportable e insufrible. Entrar en el baño para hacer cualquier necesidad, mayor o menor, era un auténtico suplicio. ¿Cómo aquel perfume podía oler tan mal? Pues era lo normal ya que venía por garrafas de cinco litros para rellenar. Sinceramente, creo que un litro diario ya lo gastaba en “aromatizar” aquellos baños.
Hubo un año que, Don Severino, llegó un poco tarde a su trabajo. Resulta que había cambiado su viejo coche y se había comprado un último modelo del Seat 131 Supermirafiori color marrón, sino recuerdo mal. Llegó a la hora del recreo, cuando más jaleo había en el patio, para aparcar delante de la entrada de su despacho. Todos los alumnos hicimos un pasillo para ver de cerca aquel cochazo impresionante que tantísimo relucía. Uno de sus mejores trajes también le acompañaba en aquella entrada triunfal en el colegio.
Don Severino era un profesor muy serio, muy recto y de decisiones rápidas que asustaban a cualquiera. Nos daba matemáticas. Que cualquiera de nosotros se preparase si no llevábamos los deberes hechos. Solía agarrarnos por los mofletes o las patillas y levantarnos cual saco de patatas. En una ocasión, recuerdo no poder comer nada sólido durante un par de días, del dolor que tenía en la boca al haberme castigado de tal manera.
Durante los años intermedios de la EGB, entre cuarto y sexto, pasaron sin mucho problema. Aún éramos niños en pleno crecimiento a base de bocatas de margarina con azúcar, chorizo del malo, paté La Piara, Nocilla (nada de Nutella), aquel chopped de oferta del Aldi o del Spar, al lado de casa. Pero lo mejor siempre era el bocata con una tableta de chocolate de La Cibeles o La Herminia y, de postre, un yogurt de Yoplait…
Disponíamos de una pequeña tienda situada en los bajos del edificio donde se ubicaba parvulitos. Se abrían unos enormes ventanales y, tras subir tres grandes escalones de madera, vieja y carcomida por los años, llegábamos como a un paraíso de chucherías, chocolates y multitud de dulces, al que comúnmente llamábamos: el kiosko de Pacita. Está claro que la madera de antes ya no es la de ahora. Aquellos tres míseros escalones aguantaban el peso de unos 30 alumnos apelotonados unos encima de otros.
En el kiosko encontrábamos aquellos ansiados helados de Frigo o de Miko, ya fuese verano o invierno, los había todo el año: los “frigopie”, los “drácula” o el “mikolápiz”, mi preferido. En otras ocasiones, traían “La Menorquina” o “Alacant”, pero no eran tan apetecibles. Aquellos flash de cola, de limón, de piña… Chicles “Cheinw”, sobre todo, que era el que mandaba en aquella época.
Recuerdo a mi compañero de clase, José Antonio, que era salir al recreo a comer el bocata y le entraba cara de pena. La razón era muy evidente. Su madre, le mandaba en la mochila cada día, un mendrugo de la barra de pan del día anterior. Integral y sin sal, para joder, evidentemente. Normalmente lo llamamos currusco o cuerno de pan. A todo esto, le añadimos el que, en su interior, llevaba una diminuta loncha de jamón de york o chopped. El motivo era que José Antonio estaba algo pasado de kilos. Con aquel bocata, por llamarlo de alguna manera, su madre pensaba ponerle a dieta para bajar aquellos kilos de más. Poco duraba aquella dieta, cuando pisaba el primer escalón hacia la cumbre de los ventanales del kiosko de Pacita, y se compraba, hasta dos veces, aquellos enormes triángulos cubiertos de chocolate y con corazón de apetitoso bizcocho con crema pastelera. De postre, se “apretaba” una palmera gigante, no como las de ahora, también de chocolate, para quitarse ese sabor que dejaba el “triángulo”.
Recuerdo a doña Milagros, la profesora de inglés, como si fuera hoy. Le molestaba que la llamásemos doña y le encantaba oir “señorita Milagros”. Los años ya le habían quitado ese privilegio. En su clase mandaban las niñas, a no ser que estuviese Marcelo, que era una más. Se le notaba su poderío cuando decía aquello de “nosotras mandamos en clase”. !Menudas movidas había con aquellos comentarios de Marcelo!. Más de uno le calló la boca fuera del colegio y, hasta en el patio de recreo, recibía notas amenazantes.
Doña Milagros, a la que llamábamos “la búho”, por sus gafas con tantísimas y tantísimas dioptrías, (también llamadas gafas de “culo de botella”), era muy escrupulosa con eso de coger el bolígrafo con las manos. Los gérmenes y esas cosas que jamás veíamos, solamente cuando echaban en la televisión, los capítulos de “Érase una vez el cuerpo humano”. Pegados a la tele todas las tardes y después de clase, (porque antes era jornada partida, no como ahora). Se ponía un guante blanco en la diestra y así evitaba contacto con gérmenes, cuando usaba un útil de escritura que no era el suyo. Eso siempre, porque nunca llevaba ninguno propio. Siempre a gastarle tinta a los demás. Nunca entendí tal miedo por aquella tontería y más, cuando pedía a alguna niña o a Marcelo, indistintamente, ir al baño a por agua. !AL BAÑO!, ese baño que desprendía gérmenes desde lejos. Porque, no os lo perdáis, pero llevaba siempre su propio vaso de agua. Decía: Me lo lavas y me lo llenas de agua fría. El !por favor! también se lo ahorraba mucho. Hoy en día ese tipo de cosas no serían así…
Había otro profesor con una cualidad innata. Se zampaba medio bocadillo con solo mirarlo. A la pregunta de: ¿a ver a qué sabe eso?, te cepillaba medio bocadillo de un mordisco y, si le gustaba, relamía los bordes para que te diese asco y se lo dejases. Estaba todo planificado por don Arturo, al que, por supuesto, también le habíamos puesto mote. Se le decidió llamar “el cojo”, por su inusual cojera. Un accidente de coche le dejó así para la posteridad. Recuerdo verle siempre fumando en clase mientras nosotros tragábamos humo a la hora de hacer nuestras tareas de Lengua y Literatura. Cosas impensables hoy en día.
Don Arturo era hermano de otro profesor del colegio, don Jesús. Le podríamos haber llamado Chus, por ejemplo, pero preferimos ponerle el mote de Chusín Pelitoperfecto. Aquel peinado tan “enlacado” que no se movía nada cuando nos daba clases de gimnasia. Ahora es Educación Física. Imposible llamarlo así en aquella época, porque dejo claro que ni había educación ni física.
Desde hace varios años se habla mucho del Bullying. Antes, eso no existía ni por asomo. Unos éramos delgados y otros gordos y a nadie le importaba que le llamasen flaco o gordo. Nos lo pasábamos todo por el mismísimo “forro”. Teníamos un profesor, don Felipe, que se metía mucho con los gordos. Hoy en día recibiría amenazas, no de padres, sino de los propios alumnos, se dejaría sacudir y grabar por ellos para que pudieran subir el vídeo a youtube. Sinceramente, se merecía un buen ladrillazo en toda la boca, pero hace algo más de 30 años, había que callarse la boca y no decir ni pío.
Hubo profesores que pasaron tranquilos por los pasillos. Profesores que se dedicaban a formarnos y educarnos sin más. No recibían mucha atención de nuestra maldad. Doña Remedios nos llamaba “neninos” en vez de alumnos. Era bastante entrada en años y muy querida por todos y todas. Don Carlos nos daba matemáticas de 4º a 6º curso y, acabando las clases, se enfundaba el traje de faena y se dedicaba a cuidar de sus vacas. Don Pedro, era un pobre hombre que apena levantaba la voz cuando armábamos jaleo. Un buenazo, aunque desfasábamos bastante con él. Le teníamos tanto aprecio que le pusimos el mote de “susurros”.
A veces, se echa en falta esos años que corrieron como la pólvora. Tiempos que ya no volverán. Aquellos maravillosos ’80.
JEZABEL
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