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RELATOS QUE ARRASTRAN POEMAS (346)

Solamente llevo una maleta porque no necesito demasiadas cosas. El viaje hasta el pueblo va a ser rápido y me llevará poco tiempo mi estancia allí. Lo justo para hacer el papeleo con la funeraria y el seguro. He pedido que el entierro sea en la vieja iglesia, cerca de la casa donde mi padre nació y se crió. En los alrededores están los pocos amigos que aún conserva de su infancia. Quién diría , lo duro que tuvo que ser, escapar de tan pequeño, del dolor y del sufrimiento, de las penurias y del hambre, evitando constantemente el fuego de metralla. (No fueron buenos tiempos para su familia, pero sus padres sacaron a los cinco hermanos hacia adelante. Sus padres pasarían hambre pero no sus hijos). La iglesia es lo suficiente discreta y en ella albergará la poca gente que esperamos. Pocos amigos quedan de su infancia, apenas una docena. Era muy querido por su caracter afable. Siempre estuvo cuando se le necesitó, me comentaba Amalio, el de Rosa la de Celesto, cuando se enteró de su pérdida.

Con todo este percal de la pandemia, he pedido que se hagan muy pocas esquelas. Las colocaré en el viejo tablón de anuncios del pueblo y en el antiguo barrio donde vivió durante cerca de 30 años. La gente que me ha llamado para darme el pésame me ha dicho que tiene miedo de acercarse por todo este tema del covid-19, pero que hará lo posible para asistir el sábado al entierro. Les he dicho que se queden en casa y que con esa simple llamada ya me doy por satisfecha.

A las 16:15 h de Oviedo sale mi tren con destino al pueblo. A pocos metros del andén está la casa de mis padres. Apenas una hora de viaje y el tren empieza a aminorar la marcha. Desde mi asiento, por la ventanilla, empiezo a vislumbrar la pequeña casa. Hacía dos años que no iba por trabajo y aquella no había cambiado mucho. Al bajarme del tren me doy de bruces con Tino, el viudo de Marisol, que medio pálido, se me echa a llorar en el hombro, rodeándome con un fuerte abrazo, que me corta hasta la respiración. ¡Era un gran hombre!. Gracias, Tino, le respondí. Nos veremos mañana en el entierro. Gracias de nuevo, Tino, le vuelvo a responder; y le doy un suave apretón de manos antes de proseguir.

La bajada hasta casa siempre ha sido algo complicada y resbaladiza. Cuesta rodear ese estrecho camino parcheado con escombros y embarrado pero siempre ha sido un gran atajo. Por fin piso suelo firme tras un intento de caída en vano. Veo que la huerta lleva años sin cuidarse. Desde que mi padre quedase viudo le salvó bastante del tedio y la soledad, pero últimamente no estaba ya muy bien para esos menesteres.

Piqué con fuerza a la puerta y apareció mi hermano mayor. ¿Has llegado bien?, me preguntó. Por el viaje, si, aunque este atajo casi me atrapa en su barrizal, le dije. Pasa, está al llegar la funeraria para llevárselo. Quiero echarle un último vistazo y despedirme, le dije. Quisiera estar un rato a solas en la habitación. Tranquila, el tiempo que necesites, me contestó.

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Lo primero que hice al entrar en la habitación fue abrir las ventanas. Hacía muy buen tiempo después de varios días de intensa lluvia y había que aprovecharlo. En aquella cama tan enorme yacía el cuerpo de mi padre. Un enorme crucifijo, de mi madre que era muy creyente, custodiaba aquella blanca y pálida abombada pared. Vestido con su mejor traje, aquellos zapatos tan brillantes y aquel olor indescriptible, a humedad y tristeza. No quise percatarme del perfume que le habían puesto pero creo que fue el que le regalé en su último cumpleaños. Sentadas, rezando el rosario y pegadas a la cama, estaban tres vecinas del pueblo: Teresa, Rosa la de Amalio y Tina. Les dije que quería quedarme a solas unos minutos y no dijeron nada antes de irse. Solamente, Tina, me puso la mano en el hombro y me miró mientras se le caían las lágrimas. Le íbamos a enterrar con el reloj que siempre había guardado de su padre, el que usó durante la guerra, militante del bando republicano, por supuesto. Ya hacía años que no funcionaba. A mis casi 40 años jamás lo vi a pleno rendimiento, así que me podría imaginar cuánto llevaría así. Siempre le tuvo mucho cariño y lo tenía como oro en paño en su mesita de noche. Lo que no acepté es que se enterrase con su anillo de boda. Era un anillo que había hecho con el suyo y el de mi madre, cuando ella falleció. Me lo quedé yo para usarlo en mi boda que ya estaba próxima. Le haría ilusión que así fuese, sin duda alguna.

Mientras observaba su figura estática en la cama, me llegó a la memoria un recuerdo de cuando apenas yo levantaba un palmo del suelo. Fue en aquella cama junto a mi madre. Mi padre se arrodilló junto a mi y me dijo: «Ella no querría verte llorando, le encantaría verte feliz, como siempre has sido. Recuerda que siempre decía que movieses la cabeza para que, los tímidos rayos de luz que entraban por la ventana, hiciesen brillar con fuerza tus enormes ojos. Cuando sonríes eres capaz de iluminar esta sombría habitación». Aquel día había fallecido mi abuela materna. Me quería tanto que se fue con una sonrisa porque me despedí de ella cuando ya apenas tenía fuerzas para apretarme la mano o darme un beso.

Salí de la habitación con lágrimas rozándome las mejillas y le dije a mi hermano lo del anillo. Dijo que sin problema. !A él le hubiese gustado¡, me contestó. Volvieron a entrar las tres vecinas a seguir rezando el rosario. Ni se me pasó por la cabeza decirles que mi padre no era creyente, pero bueno. A ellas les hacía ilusión y les reconfortaba.

Al poco tiempo llegó el párroco del pueblo, don Pedro. Se alegraba mucho de verme y a la vez abatía la cabeza por la tristeza del momento. Me soltó eso de dejarme ver más por misa. Lo siento, don Pedro. Yo era como mi padre… «Todos somos hijos de nuestro Señor y así nos acojerá en sus brazos», me respondió. Al poco tiempo, llegó la funeraria y se organizó un vaivén de gente, que tuve que escapar y pasear por las afueras del pueblo, donde de niña, jugaba sin miedo a nada e inventaba las peores de mis travesuras.

A lo lejos, si mi vista no me fallaba, se me acercaba Mario, mi primer amor. Atrás habían quedado aquella temprana edad de 8 años, cuando nos dimos nuestro primer beso. !¿Quién no recuerda el sabor del primer beso?¡ Ya era padre de dos niñas y de un mujer que coqueteaba asiduamente con el alcohol… o eso se comentaba por aquellos lares.

CONTINUARÁ…

JEZABEL

Jezabel

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