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LA BITÁCORA DEL NAUFRAGIO – LOS CAMINOS DEL OTOÑO (344) [PARTE 11/12]

El humo de mi cigarrillo dibujó en el aire algo parecido a una carroza fúnebre, de las que se usaban antes, con caballos de cresta negra y todo. Detrás del sucio cristal de la ventana del bar, la ciudad se arrebujaba en una inclemente tarde lluviosa de mayo. A veces pienso que el otoño, en la vida, es mansedumbre y alguna que otra sabiduría. No voy a negar que para algunos es solamente la antesala del invierno y para otros, un día fresco del verano que se resisten dejar. Lo cierto, como dice Serrat: «La vida es lo que es, lo que no tiene es remedio».

Amo la poesía y a su vez, amo a los profetas de la metáfora que con ella logran asombrarme. Quizá resulte que el asombro sea también una cualidad del alma. Por qué no, lo cierto es que la vida pasa sin detenerse ni un sólo instante. Para mí, la vida, siempre fue una señora de compromiso abyecto que no acepta el ciego traqueteo de andar y detenernos, ella sólo genera, no vive del ensueño. Nosotros sí, soñamos y nos ensoñamos. Buscamos y perseguimos, como posesos a veces, cosas que con el tiempo se diluyen o simplemente se extravían perdiéndose por sus contornos. Intentamos una y mil veces alcanzar el prestigio, el poder, el dinero, la grandilocuente realización personal y no nos damos cuenta de que la vida es más simple. La vida es sólo vida, la de todos los días, la de las pequeñas cosas.  Esa es la vida, la verdadera, la que se nos escapa por entre los dedos sin poder retenerla. La simple vida. La vida simple.

Cuántas veces nos detenemos a pensar, por un instante, en las pequeñas cosas que nos rodean. Esas pequeñas cosas que nos dan grados de felicidad y de tristeza al mismo tiempo. Alguna vez, Jorge Luis Borges confesó amargamente en un poema que había cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no haber sido feliz.  Alguna vez, quizás, nosotros mismos nos confesemos, en la intimidad, cometer el mismo pecado. Dejar que la vida pase sin pena ni gloria. Por eso es bueno el otoño. Uno tiene la mochila cargada con alguna sabiduría pero también tiene la fuerza suficiente para poder transportarla. Y por si esto fuera poco, todavía camina por ella con los ojos llenos de asombro. A pesar de todo, a pesar de la sentencia de Armando Santos Discépolo de ver la biblia junto al calefón, a pesar de los dolores y las crueles certezas de tantas historias manchadas de sangre: digo, que a pesar de todos y a pesar de uno mismo, hay que andar por los caminos del otoño y no perder la memoria.  A pesar de la vida misma, somos como decía el gran Vate Neruda: «Un animal de luz».

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Me detuve a tiempo y volví al bar en medio de mis cavilaciones; con el brazo en alto, le hice señas al mozo para que me alcanzara otro café. Al estar pendiente de su cabeceo afirmativo, me crucé con la mirada de una parroquiana que me observaba disimuladamente desde una mesa relativamente cercana. Era una mujer cansada, de no más de cincuenta años, pero que llamaba la atención por estar acompañada de quien probablemente fuese su madre. Lo notorio, en la anciana, era su pobre desaliño y el evidente estado de demencia senil que la hija trataba inútilmente de disimular. Cruzamos varias veces la mirada y tuve la sensación de que siempre me pedía absurdas disculpas por el cuadro decadente que representaban.

Sobre su mesa, dos tazas de té con leche y restos de facturas, ablandadas y deshechas, para que la anciana pudiera masticarlas e ingerirlas. La madre parecía no darse cuenta  de nada, mientras su hija, hablaba y gesticulaba acaloradamente como si mantuviera una conversación con un interlocutor atento.

-Pero, mamá, quedate quieta por favor que te vas a caer. Si no te portás bien no te traigo más a tomar el té. No me hagas pasar vergüenza, haceme el favor. Mirá como te ensuciaste toda. A ver, dejame que te arregle un poco esa camisa que está toda chingada. ¿Y qué hacés con la cartera en las manos, si todavía no nos vamos? ¿Te enteraste de Cristina? La internaron de vuelta, pobre; ya en la casa no se podía quedar sola. Los otros días se cayó y casi se quiebra la cadera, zafó de pura casualidad porque se cayó encima del gato. Ese sí que la pasó mal por el susto que se habrá llevado.

-¡Ay vieja, mirá que sos caprichosa, eh! Dejá tranquila esa cartera, por favor. ¿No querés más té?, dale que en un ratito nos vamos. Y ya son casi las siete y estamos a un par de cuadras del geriátrico. Dale, ¿no querés más té o un poco más de la factura que dejaste por la mitad? Vos seguí jodiendo con no comer que le voy a decir al médico, cuando lo vea, vas a ver que te van a poner las inyecciones que no te gustan. ¡Mirá que sos caprichosa, eh!

Mientras tanto la anciana, con la mirada perdida, daba la impresión de no escuchar el altisonante monólogo de su hija. Por momentos parecía que prestaba atención a sus palabras pero, en realidad, se distraía en su mundo por algún ruido estridente que la sorprendía o quizás con alguna luz que destellaba y atrapaba su interés. Por un instante me pareció que se estaba durmiendo y se inclinaba peligrosamente hacia su izquierda. La hija saltó literalmente de su silla para tratar de detenerla, le desabotonó el cuello de la camisa y sumergió un pañuelo en el vaso con agua para aplicarle una compresa.

-¡Mozo, por favor! -llamó con un cierto grado de desesperación en la voz-  Si es tan amable, ¿me alcanzaría un vasito de agua fría?  Gracias.

Cuando el mozo prestamente se lo trajo, intentó que la anciana tomara de a poco, algunos traguitos de agua fresca.

-¡Mamá, por favor, no te me duermas ahora que todavía tenemos que irnos! Dale, sé buenita y despertate, por favor.

La anciana pareció reaccionar abriendo desmesuradamente los ojos. La reacción frente a las compresas frías y el agua la devolvieron a la mesa del bar. Cuando la hija creyó que la crisis comenzaba a pasar, volvió a suplicarle que se mantuviera despierta y la dejó sola unos instantes para hablar por teléfono desde el mostrador a su izquierda. Especulé que seguramente estaba pidiendo ayuda a algún familiar o al mismo geriátrico en donde debía reinternar a su madre. Fue en ese momento y en un instante que la anciana corrió su silla, se paró con cierta dificultad y a pasitos apenas perceptibles se dirigió hacia la puerta de salida.

Todos nos quedamos atónitos y sin saber qué hacer. La hija, cuando tomó conciencia de la escena, soltó el auricular del teléfono y corrió tras ella. Antes de llegar al vano de la puerta tomó a la anciana por los hombros pero no pudo evitar que, con los últimos pasitos, se le fuera cayendo la bombacha hasta quedar como un guiñapo sobre el empeine de sus zapatos, como una manea del tiempo, la impúdica vida le ponía su freno con una vieja bombacha.

Internada en otros laberintos distintos y por otras razones más naturales, también ella se perdía, en esta noche que aún nos habita…

DANIEL OMAR GRANDA

*El día 15 de Marzo, el último relato: LA NOCHE

Daniel Omar Granda

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