Tomasa Martínez acaba de cumplir 80 años, pero, en su casa de Caracas, todavía es capaz de contar el bombardeo feroz que vivió de niña en la ciudad de Cartagena. «Los recuerdos viejos pesan, por eso no se me olvidan», sentencia. Tenía cinco años y su prima Eulalia la llevaba de la mano: «Íbamos de Cartagena a San Antón. Pasábamos por la Alameda cuando sonaron las sirenas que anuncian las bombas. Echamos a correr… casi no llegamos».
Tomasa se refiere al ataque del 25 de noviembre de 1936, cuando la Legión Cóndor alemana, integrada por 32 aviones, descargó 1.500 kilos de bombas sobre la ciudad durante cuatro horas. «Creo que desde entonces empezó a irse la gente», comenta, haciendo alusión a la emigración de españoles que se produjo durante los siguientes 20 años. Ella se fue en 1956.
Tomasa y Josefina eran las únicas hijas de Esteban Martínez e Isabel Hernández. Al año de estallar la guerra, Esteban tuvo que incorporarse a las filas republicanas. Y las pequeñas y su madre tuvieron que aprender a vivir sin el salario que cada mes ganaba él conduciendo tranvías. Una nueva etapa comenzó entonces: Isabel consiguió trabajo nocturno limpiando y preparando los trenes para el día siguiente mientras las hermanas, que compartían todo, dormían juntas en una colchoneta bajo las vías. Era el sitio más seguro, según su madre, si caía alguna bomba.
Ramón Galindo, hoy viudo de Josefina, también recuerda esos días, pero de forma distinta. Tenía 9 años aquel 25 de noviembre de 1936. Como su familia era militar, Galindo supo enseguida las dificultades que había para enviar a los heridos desde el Hospital Militar —que tenía sólo unas 400 camas— hasta los refugios: «Muchos no llegaban. Fueron cuatro horas seguidas de gente realmente aterrada». También vio a su hermano mayor, de 17 años, partir al frente. Y volver a casa malherido. «Éramos muy jóvenes y los mayores no explicaban nada. Lo que más recuerdo es el miedo, cuando sonaban las sirenas y había que salir corriendo a un refugio que construyeron mis familiares en las montañas», relata. «Durante la guerra toda mi familia tuvo mucho miedo, pues mi otro hermano era monaguillo y temíamos que tomaran represalias contra él y contra nosotros».
Tomasa y Ramón cuentan, intercalados, el fin de la guerra: Tres años más tarde entraron en la ciudad aclamando el triunfo de los nacionales. Empezaba algo peor: «Allí sí hubo más necesidad», cuenta ella, desde el otro lado del Atlántico. «No había ni trabajo ni comida», recuerda él. Franco impuso un racionamiento que organizaba las compras en categorías y daba prioridad a quienes tenían menos recursos. Pero muchas veces, aunque tenían derecho, no tenían dinero.
En esta Cartagena de posguerra Tomasa se enamoró de Carmelo Fontcuberta. Se habían conocido en un baile, se hicieron amigos y luego novios en 1952. Fina y Ramón también se conocieron en un baile: «Era la más guapa de todas. Un amigo mío le dijo que bailara con él y ella se negó, eso me gustó más. Entonces la invité yo, y aceptó». Se casaron en diciembre de 1953. El esposo de Fina se convirtió también en un hermano mayor para Tomasa.
«Las cosas que la gente sabía hacer garantizaban una mejor vida en el exterior», continúa Ramón. Había mucho más trabajo en ciudades como Barcelona y en el extranjero, y él vio a muchos militares emigrar para convertirse en porteros, chóferes… «Mi cuñada y su marido cruzaron el Atlántico». Carmelo fue el primero en marcharse. Lo hizo en 1954. No tenía trabajo ni como astillero, ni como mecánico, lo que sabía hacer. Según consta en los documentos migratorios, entró en Venezuela como panadero.
Tras la partida, los novios se escribieron durante dos años: «En sus cartas me contaba que allí vivía bien con su sueldo, y que mucha gente abría negocios propios; que en Caracas la gente no vivía alquilada, que compraban pisos y tenían coche», cuenta Tomasa, «y eso era algo que no podíamos ni imaginar en Cartagena». Así que, en la distancia, Tomasa y Carmelo se casaron por poderes. Un primo de Carmelo hizo de novio, el 7 de octubre de 1956. Entonces sí, ya desposada, Isabel permitió a su hija, Señora de Fontcuberta, viajar a encontrarse con su marido.
Ramón y Fina la llevaron al puerto de Barcelona el 15 de diciembre de 1956. Doce días después, Martínez llegó al puerto de La Guaira, la puerta de entrada a la capital venezolana. «En España habían visto y pasado mucha hambre, habían visto muchos muertos y mucha represión», explica Ramón Galindo, su cuñado. «Y aunque mi esposa su hermana se extrañaban siempre, nosotros no podíamos irnos… Mi familia y yo éramos militares, ¿qué íbamos a hacer afuera?».
Josefina murió en diciembre de 2010. Pero las hermanas se reencontraron antes, en los 90, cuando los Galindo finalmente pudieron viajar a Venezuela y conocer a los hijos y nietos que Tomasa y Carmelo (fallecido en 1986) tuvieron allí. Años más tarde, fue Tomasa quien cruzó el ‘charco’: La muerte de su hija María Isabel, durísimo trago, en 2003, encendió la morriña y la trajo hasta Cartagena para ver a su hermana y conocer a sus sobrinos. Era la primera vez que pisaba España desde aquel 15 de diciembre de 1956.
Los Fontcuberta y los Galindo siguen hoy juntos en la distancia. Ni la guerra, ni el tiempo, ni el océano han roto los lazos familiares entre Caracas y Cartagena.
ICARO
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