Daniel Granda 26/12/2020
Ese minúsculo cuerpo roto, como una muñeca de trapo destrozada, es mi
cuerpo. Está tan deformado y vacío que es difícil reconocerlo. El pelo enmarañado por la mugre, la tierra, la sangre, el vómito, con mechones arrancados, canosos, tan desteñidos que parece mentira que alguna vez hayan sido rubios y dorados; si hasta me decían la gringa. Te amé y no sabés cuánto. Verte ahora allí, tirado, descuartizado, hecho un guiñapo sanguinolento me da una profunda tristeza.
Recuerdo lo difícil que fue de pequeña aprender a soportar los golpes y las
raspaduras, cuando mi viejo me llevaba al parque y a mí me gustaba hacer
acrobacias en las barras paralelas y en esos cuadrados asimétricos, de todos los
colores, en donde me colgaba y hacía la prueba «dipicil». Me gustaba su risa y
mucho más que estaba siempre atento para evitarme un golpe y después, cuando me entró el berretín de hacer gimnasia deportiva -porque iba a ser profesora de educación física- el viejo se bancaba estoicamente los entrenamientos casi diarios y los plomazos de las competencias inter-clubes que eran interminables. Por aquel entonces soñaba ser una Nadia Komanechi y en casa mis hermanos me jodían con que era Nadia la Conochi. Siempre te cuidé, desde chica, y no porque buscara ser una diva o una estrellita del cine o de la televisión; no, lo mío pasaba por el deporte. Después, cuando empezó a declinar mi entusiasmo por la gimnasia me atrapó la natación y sobre todo los saltos ornamentales. Evidentemente, tantos años de dominar el cuerpo a mi antojo para trabajar en la barra o en las paralelas asimétricas, me servía para rápidamente adoptar las posturas que me indicaban los profesores y hacer un correcto clavado o un doble mortal; lo que no pude superar fue la imagen que por entonces tenía de mí misma. Las compañeras del colegio, en plena adolescencia, empezaban a desarrollarse, a tener tetas y yo veía que se me ensanchaba la espalda y que los pezones no daban señales de hacer crecer nada a su alrededor, ni tetitas siquiera. Así que adiós a la natación y entonces despuntaba el vicio con los deportes de equipo del colegio. Por esa época solía mirarte en el espejo buscando descubrir la sombra de los senos, durante horas y horas te observaba creciendo desparejo, las caderas, el incipiente pubis, el costado obsceno, la curva de los ojos perdida entre los pelos y después, sin tener muy en claro el por qué, por un tiempo te perdí el rastro dejándote olvidado en el desván de los recuerdos. El día que le dije a mi viejo que iba a estudiar trabajo social o sociología casi se cae de culo. Él estaba tan convencido, como yo, que mi destino era el profesorado, a lo sumo convertirme algún día en entrenadora de gimnasia deportiva o algún otro deporte. Me acuerdo que lo charlamos mucho y coincidimos que en parte también era su culpa. En nuestras mesas familiares nunca fue invitada la televisión, discutíamos de todo, ningún tema era tabú, el pelo largo, el jean, lo social y la ideología almorzaban con nosotros, la literatura, la religión, el sexo; en una palabra: la biblia y el calefón. La política no era una mala palabra sino que era la respuesta natural de cualquier persona que tuviera dos dedos de frente y las cosas que pasaban no les resbalaran. El hartazgo y el odio familiar hacia los golpes militares, que siempre favorecían los intereses de los que más tenían haciendo miserable la vida diaria de la gente que aguantaba, que esperaba, que apretaba los dientes y el cinturón y que, inevitablemente, un día reventaba frente al último y más sangriento, «comunicado número uno» que tuvimos que escuchar por cadena nacional.
Fue por ese entonces que otras cosas más importantes ocuparon los sueños. La vida nos llevaba deprisa y vos eras un simple instrumento. Creíamos que no había tiempo para detenerse a contemplarte, a cuidarte, en definitiva a mimarte. La Facultad, la conciencia social, la militancia, el mundo nuevo que estaba por hacerse, la urgencia inevitable de querer cambiarlo todo, la juventud y la más hermosa de las utopías que llamamos libertad. Me acuerdo que quisiste rebelarte aquella tarde, ¿te acordás? Fue en el parque, con aquel primer beso, en ese asiento arbolado del amor en diciembre, aún lo recuerdo. Esteban junto a ti, aferrado a su promesa de aquel -te esperaré siempre-. Pero no era posible, había otras urgencias y no te dejé ni siquiera intentarlo. No había tiempo o al menos, sentíamos que no lo había. Seguimos adelante. Te enredé en mil cosas que debían ser hechas y fueron hechas. Algunas bien, otras no tanto; pero por la noche estábamos en paz. Atentas, pero en paz. Y así seguimos y seguimos hasta el día que te dieron la noticia: ¡Qué maravilloso fue saberlo!, dentro tuyo había otro cuerpo. ¿Creo que nos reconciliamos esa misma tarde? Cómo no hacerlo. De repente y sin mediar palabras, el cambio. Volvimos al espejo. Otra vez a las caderas, al pubis, a los senos: ¡Qué orgullosa estaba de ti y de tu vientre! Apoyaba temblorosa las manos y lo medíamos, lo acariciábamos, lo inventábamos, lo soñábamos crecer y crecer y crecer; hasta que llegaron ellos.
Y ahora, aquí estamos. Vos, yo y un terrible hueco en el medio como la noche más profunda…
*** Daniel Omar Granda ***
Continuará…
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Me lo han leído, por mi problema visual, y me ha resultado precioso. Había una canción de Rosana, creo, que hablaba de un bebé cuando estaba a punto de salir y de todo lo que sentía. Gracias por otro pedazo de cuento, Daniel.