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LA BITÁCORA DEL NAUFRAGIO – NIÑO BIEN (298) [PARTE 04/12]

INTRODUCCIÓN:

Daniel Granda 26/12/2020

Es cierto, era un tipo distinto. Pudo ser cualquier cosa, tener lo que quisiera pero prefirió su suerte. Esa fue su diferencia, su sello distintivo, pudo elegir y eligió.

Don León lo sabía aunque jamás lo quiso aceptar. Supongo que para un hombre importante de negocios como él, era una situación difícil de sobrellevar. Si bien nunca escatimó esfuerzos por su familia, profesaba el más romántico de los socialismos a pesar de reconocer sus propias contradicciones. Comunista de la vieja escuela, tenaz y tolerante al mismo tiempo, probablemente soñaba para su hijo otro destino. Su madre, merecería un capítulo aparte. Era, estrictamente hablando, un racimo de afectos. Lo cobijaba sin sobreprotecciones y sabía convertirse a veces en cómplice, siempre en amiga.

Dante creció así, entre un desmedido amor y los almohadones. Los mejores colegios, los mejores juguetes, los mejores vestidos, los mejores viajes, lo mejor de lo mejor, todo; incluso, la calidez de un buen hogar.

En los tiempos difíciles, durante su detención en el penal de Rawson, lo acompañaron permanentemente a pesar de la distancia. Seguramente proyectaron en él, viejos sentimientos por una revolución abortada mucho antes de nacer. Dante se convirtió en esa suerte de hijo soñado pero demasiado real. Cuando salió del penal quisieron creer que replantearía su vida y en alguna medida lo hizo, sólo que no en la dirección esperada por ellos. Era un hombre distinto el muchacho que encontraron. Sólido, definido, con urgencias incontenibles y con una claridad de objetivos ante los cuales no cabía otra actitud que aceptarlos. La tortura logró en Dante el efecto contrario al que buscaban. Sus íntimas preguntas hallaron su respuesta en la picana.

-¡Nos van a matar a todos! -sentenció una vez- Igual, desde la tumba, es preciso continuar. Hay que apostar al sueño de los hijos de nuestros hijos.

Y apostó. Apostó con tanta fuerza que de pronto se convirtió en el gran artesano de lo nuevo. Construía diariamente un hombre de otra dimensión: humano, solidario, generoso, alegre y tan cotidiano que a la vista de los otros era un hombre creíble.

Ese otro llenaba sus espacios, era el que importaba. Ese otro dejó de verlo como a un niño bien para incorporarlo afectivamente a su vida. Y así, con la simple magia de lo simple, fue el Dante de la mesa, del barrio, de la fábrica. En la soledad de la pobreza, siempre cabía un Dante; en la calle y en cualquier lugar donde fuera necesario, allí estuvo. Creció en todos y con todos. Creció de tal modo que nadie pudo creerlo aquella tarde.

Tenía que verse con Víctor, era imprescindible. Las cosas ya no estaban como antes. Esteban le había contado con lujo de detalles la situación del sur y no daba para más. Al cruzar Cabildo, desde una esquina, le hicieron señas para que se acercara.

-¿Cómo estás?, che… ¿Ya no te acordás de mí? Soy Julio, el Gringo.

-Sí, perdoname, es la sorpresa. Lo que pasa es que esperaba a otra persona. ¿Qué tal? ¿Cómo va tu gente?

-Te voy a hablar sin rodeos, no tengo tiempo. Mirá, hoy a las cinco de la tarde se tienen que encontrar la Pety con Esteban para pasarse un mensaje. No hay forma de ubicarlos y sabemos que la cita está envenenada. Ya agotamos todos los medios para avisarles, pero fue imposible engancharlos. Si por casualidad tenés la oportunidad de verlos antes de esa hora, pasales el santo. ¡Ah!, se tenían que encontrar en la esquina de la lechería. Adiós y cuidate por favor. ¡Chau!

Fuente de la imagen

Se quedó inmóvil. El semáforo se puso en verde y cruzó sin saber por qué. Automáticamente siguió caminando y mirando vidrieras. En los pequeños cafés al paso, los empleados se apretujaban masticando un distraído sandwich mientras desde las tiendas, aburridos vendedores esperaban que el reloj pulsera les diera la orden de partida.

Dante se detuvo. Tenía que llegar hasta la lechería y estudiar el terreno. Tal vez quedase tiempo. Paró un taxi y lo abordó. En el trayecto repasó mentalmente los pasos que pensaba dar. Hizo esfuerzos por recordar los nombres y las claves de los teléfonos de seguridad, para dejar en ellos algún mensaje que advirtiera a los compañeros lo que estaba sucediendo. Sabía que era simplemente un albur, pero tenía la esperanza de que se comunicaran antes de ir a la cita. Estos teléfonos se alquilaban para otros fines comerciales, pero nosotros los usábamos para nuestro control de seguridad. En realidad, eran pequeñas empresas familiares que con un teléfono en su casa, ofrecían el servicio a cualquier empresa de ventas que necesitara que sus vendedores pasaran los pedidos del día, para organizar la entrega de la mercadería al siguiente. Allí uno dejaba los mensajes y alguien, el supervisor por ejemplo, llamaba una o dos veces al día y le pasaban los pedidos de cada vendedor que había llamado durante esa jornada. De esa manera sencilla era posible saber que todos militantes que componían un grupo estuvieran bien o, por el contrario, si alguien no llamaba al teléfono del control (en tiempo y forma), el resto del equipo tomaba los recaudos necesarios para borrarse. Normalmente se usaban sencillas reglas mnemotécnicas para recordar las claves cambiando una vocal para convertir el nombre en apellido o poniéndole nombres de fantasía a los lugares del encuentro. Los servicios de estos teléfonos salían en los avisos clasificados del diario Clarín y se contrataban por un par de meses, pagando por adelantado. Así que, aunque los servicios pincharan los teléfonos y controlaran las llamadas, era casi imposible descifrar el jeroglífico de aquellas conversaciones en clave.

Al llegar, dos cuadras antes, pagó la tarifa que indicaba el reloj y descendió. Si Julio hubiera sido más claro le podría haber facilitado la tarea, pero Dante ya se
estaba acostumbrando a las emergencias. Compró cospeles en un bar y comenzó su periplo telefónico. Era preciso llamar de diversos teléfonos públicos ante la eventualidad de que estuviesen intervenidos; arriesgar a que rastrearan la llamada parecía una prevención extrema, pero no se sabía exactamente qué nivel tecnológico habían alcanzado durante este tiempo.

Las tres de la tarde y nada. Las esperanzas se alejaban junto al último número que recordaba. En media hora tenía que volver a llamar a todos para saber los resultados. Con suerte, alguno de los dos se comunicaba antes de ir a la cita.

Recordó que Esteban solía tomar café en un boliche del Abasto. ¡Siempre se vuelve al primer amor! Como tenía que hacer tiempo para volver a llamar a los teléfonos de control, decidió tentar esa posibilidad.

Corrió hasta la boca del subte y se perdió en él. Las dos cuadras hasta Bustamante lo agitaron. Al llegar al bar tuvo miedo de entrar. No quería desilusionarse, pero era preciso gastar esa posibilidad. Entró. En el salón principal no estaba y se dirigió al baño por las dudas. No quería darse por vencido tan fácilmente. Tuvo que rendirse ante la evidencia: no estaba. Pidió un café y esperó.

-¡Hola! Sí. Llamaba nuevamente para saber si había podido pasarle mi mensaje al señor Estebando. ¿No? Bueno, gracias. Sí, ¡por favor! Comuníqueselo.

Colgó y volvió a intentarlo por cuarta o quinta vez.

-Sí, de la agencia La Emergente. Quería saber si la supervisora Petiche llamó. No, bueno, gracias. Sí, lo reitero porque es un pedido urgente.

Compró más cospeles y cambió de teléfono. El tiempo se ausentaba. Prefirió llamar desde el centro; más cerca de donde debía llevarse a cabo la cita. Cuando ya no quedaban opciones, dudó. Intentó descubrir a los tiras entre la gente para saber dónde estaba parado. Todos le daban la impresión de tener la gorra marcada y ninguno parecía darse cuenta. Dante sabía que estaban… ¿pero dónde?

-¿Será ese que se hace el gil o aquel flaquito con cara de soñador? -pensó.

Volvió sobre sus pasos. Tenía que descubrirlos y se sentó con un diario en la ventana del bar, justo frente al lugar donde debía producirse el encuentro.

Del cristal surgió Mercedes con su panza grandota y con una caricia en los ojos para el hijo que esperaban. Dante rehuyó, quizás por primera vez, a esos ojos que lo ataban a la vida. Siguió buscando entre los autos para tratar de descubrir a los canas disfrazados de transeúntes. Estaba inquieto, demasiado ansioso.

Desde el fondo del bar, el jugueteo en soledad de una cucharita golpeando contra un pocillo de café cualquiera, lo distrajo. Se vio solo, en aquella Navidad, frente a su arma. La velaba en una venta distinta de la de aquel otro Quijote en su primera salida y sin ser nombrado aún caballero.

-¿Te acordás hermano qué tiempos aquellos? -los versos de un tango dolorido golpearon su recuerdo.

-Y pensar que yo lo criticaba al gordo García Elorrio por ser un liberal con las minas. Nunca me voy a olvidar lo que en esa oportunidad me dijo Mariano: ¡Mirá, no te doy un cachetazo porque te quiero! Pero antes de cuestionar a éste, o a cualquier otro compañero, debés hacer por lo menos, la mitad de lo que él hizo. Después, no sólo tenés el derecho a cuestionarlo, sino el deber de hacerlo para ayudarlo a cambiar.

Creyó ver a Esteban y volvió bruscamente a la realidad. Ni siquiera se le parecía. La danza de fantasmas aceleraban su ritmo a medida que la hora de la cita se iba acercando. No tenía escapatoria. Su sentido trágico de la vida no le ofrecía más opciones. Perder la vida ganando en dignidad y en compromiso o ganar su seguridad, perdiéndose el respeto. Igual sensación experimentó aquella vez cuando el Negro -de los cabecitas- le preguntó si su vida valía más que la de él y si por eso, el calibre de su arma tenía que ser mayor. Dante no lo dudó ni un instante, le entregó su automática y salió a la calle con la pistola 22 mm del Negro.

Vio nuevamente a Mercedes -no la quería ver- llamó al mozo y salió.

La tarde era gris, pero no importaba. Levantó la solapa de su abrigo y cruzó la avenida. Un coche y cuatro armas se adelantaron al colectivo. El alto y el estampido sonaron al unísono. Cuando quiso alcanzar la pastilla de cianuro que guardaba celosamente en un bolsillo interior, una nueva descarga quebró su velero hundiéndolo para siempre en la noche que nos habita…

A Sergio Paz Berlín (Dante/Oaky)
militante montonero muerto
por las fuerzas represivas
el 25 de Agosto de 1976.

*** Daniel Omar Granda ***

Continuará…
El próximo Lunes 25 de Enero, un nuevo relato.

Daniel Omar Granda

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