Daniel Granda 26/12/2020
Dónde estás, te necesito. La espesura de la sombra de tu noche espanta la mañana y crece, igual que los gigantes de los cuentos, a medida que el terror avanza frente a mis ojos. Entonces me apichono, tiemblo, literalmente me cago de miedo y me tapo la cara con las dos manos para no ver, pero es imposible no ver: «Una vez que abras los ojos, nunca más podrás volver a cerrarlos», decía aquel famoso graffiti del París-Mayo 68’, que a la militancia de los 70′ nos quemaba la cabeza. Y que cierto, carajo. La mirada fija del miedo. El triste asombro que no puede con sí mismo. Esta puta conciencia que te castañetea en los dientes. Tus ojos y los de tantos gritando esa urgencia de cambiarlo todo. Los que están y no están. Los que no deberían estar pero están. Los traidores a los otros y los traidores a sí mismo. El comemierda de siempre y los nuevos comemierda. Los «José yo te lo explico» que denunciaba Tato Bores y lo inexplicable para José, para doña Rosa y para toda la parentela. Pasa, pasa, pasa… decían los gallegos, pero no pasa, se queda pegado como moco en los agujeros del alma. La sombra de tu noche no tiene mañana y eso la hace más sombra y la hace más noche. Pasa, pasa, pasa… un carajo pasa.
El gigante, con el día, parece diluirse y aparecen los enanos con su discurso de la hora del perdón, del olvido necesario, de la conciliación obligatoria, de la teoría de los dos demonios, del algo habrán hecho porque los argentinos somos todos derechos y humanos, que estamos a salvo si nos portamos bien y si no pensamos en boludeces como esas de la igualdad, la libertad y la fraternidad, que la mano dura era necesaria para restablecer el orden, que en algo andarían, que el caos es un caos y el big bang no existió; y entonces, después de una noche dura nos aflojamos, tomamos unos mates, nos miramos por un rato el ombligo, a veces hacemos el amor -con sábanas o sin sábanas da igual al decir de Mario Benedetti- cerramos un cachito los ojos y parece que dormimos. Aún no, ojo, en guardia. Los enanos también la ofician de alcahuetes, se meten por cualquier agujero. En el baño, en las cloacas, en los bolsillos de tu camisa, en la cama, en la puerta de tu casa, en la sopa. Donde quiera que vayas, allí están los enanos. Anotando, atisbando, midiendo, botoneando, marcando. Hay miles de enanos. Son los creyentes devotos del santo oficio que, por ganarse el cielo, persiguen a los demonios y no les dan tregua, los entregan a la santa purificación de la picana. Son los tacheros afables que te conversan verde para recoger maduro. Los relatores de fútbol hijos de puta que incitan a la argentinidad boluda para pasar por la Avenida de Mayo -mientras la Comisión de la OEA registra las denuncias de los familiares por las desapariciones- gritando que en la Argentina no existió la noche, ni vos. Son los curas en tecnicolor que reciben a los familiares para consolarlos, contenerlos, calmarlos y sacarles de paso algún dato, de amigos, de conocidos, de parientes, de peligrosos pensantes o de cualquiera que pudieran convocar para tener alguna que otra charla amable con el dueño de los candados; para después, eso sí, hacer los debidos actos de contrición y agradecerle al buen señor el favor de permitirles servir a la patria como dios manda.
Y uno debajo de la cama, cagado de miedo, creyendo o soñando que en ese agujero de enfrente vas a estar más seguro y entonces tomas aliento y uno, y dos y tres. Respiras profundo y saltas. Al fin voy a poder descansar. El lugar es chico y un poco precario pero no importa, están juntos y vivos. Sin dudas las cosas se te complican porque no estás solo, tenés con vos a tu mujer, a tus hijas y como mucho el bolso que pudiste rescatar con los documentos personales, cuatro papeles, dos mangos con cincuenta y el muñequito de trapo con la camiseta de Boca que la más grande bautizó como Tito. El problema más serio es que hay que comer todos los días y, para comer, hay que laburar. Pero claro, al diario no podés volver y entonces vendés café por la calle, huevos, sábanas, máquinas de escribir, estanterías para negocios, libros, probás con las ofertas del colectivo de por si esto fuera poco, la biblia, el calefón, yira yira y toda la filosofía de Enrique Santos Discépolo que, si bien no te alcanza, le pone a tu entendimiento una pequeña mueca parecida a una sonrisa.
Mientras jugás con la más chica, sentís que unas pezuñas rascan la puerta, crick, crick, crick, las ratas te encontraron de nuevo. Las llevan de a racimos los enanos, una sujeta a cada dedo.
-Me tironean del meñique, oficial.
-No, mejor sigamos la del índice, es el indicado. Ya olfatean la tierra. Por allí…
Y vos que te mordés los labios, y otra vez, y uno, y dos y tres ¡hop! A correr. Como puedas, con el último aliento que nunca es el último, corrés. En una mano tus hijas, en la otra el bolso, tres papeles, seis botones, una camisa. Fiódor Dostoyevski por lo menos te acompaña. Los demás se quedaron, no hubo tiempo.
Te agarró otra vez la tormenta. La cáscara de nuez en la que flotabas se te fue al carajo y caes al agua, te aferrás con fuerza a un madero, flotás a la deriva pero todavía flotás. La vela fue deshecha pero aún flotan los maderos, sólidos, seguros, indestructibles. Aunque te hundieras vos sabés que ellos seguirán allí, de eso estás seguro. Te alegrás y descubrís algo importante. Ahora estás seguro que el error estuvo en la elección del velamen, en los vientos, en el timón, donde vos quieras; pero nunca en la madera. La madera es noble, fue bien elegida. Flota con vos a cuesta o sin vos, pero flota. En la noche de mar embravecido, allí estará. Será la base de nuevas embarcaciones. Otros veleros la tendrán en sus costillas. Manos más diestras que las tuyas harán nuevos encastres. Sueñas…
La sombra de tu noche se extiende en esta mañana incierta. Me pregunto si es función de la luz librar esa batalla. Será posible una noche de luz o estamos condenados a vivir ciclos inevitables. No será un absurdo sinsentido la noche. Aferrado al madero te adormecés. De la misma vieja madera está hecha tu guitarra. Sabés que en algún rincón de la noche los amantes se aman. En ella cabe todo, el amor, el odio, el miedo, la locura, la tortura, la esperanza. Hay abrazos nocturnos y urgentes que sueñan, que aman, que copulan con rabia pariendo mañanas. Será la noche el punto de partida y su proyecto el mañana. Entre ambos, noche y día, el amor y el desamor. Pero también la noche es silencio, abandono, dolor, desesperanza. Cerrás los ojos y está en vos, los abrís, pero cada día hay que construirlo. Una nos envuelve, al otro hay que andarlo. Saber que no hay camino, como dijo Antonio Machado, que todo es andar haciendo camino.
El sopor de la seguridad te afloja los músculos. Dormido profundamente, flojo, caés al agua. El chapuzón te despierta -el madero- Si no te aferrás a él, seguro que te hundís para siempre. Qué será siempre. Habitantes de la noche, cómo es siempre. Nosotros fuimos mañana, ayer, pero nunca siempre. Qué cambió el nosotros entusiasta. El mundo marcha al revés de lo previsto. Hoy las madres suceden a sus hijos como un signo de esperanza: «Nuestros hijos nos parieron», dicen las Madres de Plaza de Mayo. Cómo fuimos capaces de parir estas tigras y nos resultó imposible copular con la historia. Tal vez la embarazamos y no nos dimos cuenta o tal vez no alcancen siete años sino setenta, o setenta veces siete. Mientras tanto, debajo de la cama, recibimos delirantes mensajes desde el éter con la orden de reorganizarse, caracterizando el desbande como estratégico. Ya verán cuando avancemos, decían un puñado de hijos de puta delirantes mientras tanto, disfrazados de comandantes guerrilleros, se peleaban en París para ver quién se quedaba con más guita, se traicionaban, nos traicionaban, se puteaban, se acusaban de alta traición, se condenaban a muerte y viceversa. Eso sí, en Europa, con la seguridad de estar bien lejos de tu noche negociaban con el Almirante Emilio Eduardo Massera, quién había dejado organizadita y funcionando la ESMA y pretendía ser el nuevo Perón, con el apoyo de la traición de la conducción Montonera. A vencer y a resistir que la victoria es nuestra. Como a Dante Alighieri: me dan un infinito asco los traidores.
Y si fueran ciertos nuestros sueños, no los de ellos, los nuestros. Si a pesar de todo retoñamos. Si se cumple a pie juntillas el regreso en el viento, en una canción, en una madre, en vos, en el pueblo. Sobreviviente: hay que sacudirse el polvo del silencio, no está dicha la última palabra, unamos los maderos.
Dónde estás, hermano, te necesito. Sé que soy muchos y a veces no soy capaz de ser yo mismo. Tengo miedo o estoy cansado que es igual. Cómo amarrar tantos maderos. Todos los días pienso qué hubieras hecho vos si la vida nos cambiaba los papeles. Pero la vida no quiso. A veces puteo contra esta jodida vida y lloro en el silencio. Hoy te escribo. Hoy, y ayer, y antes de ayer, estuve con el pueblo. Vos eras la consigna y yo, tu testigo. Las banderas flameaban como antes, el tiempo es otro y no flamea. No estás ni vos, ni Tito, ni Nené, ni Héctor, ni Simona, ni Oaki, ni el Gordo, ni Tomás, ni Román, ni tantos ni. En qué recodo de la historia se quebraron sus veleros. Hasta cuándo esta noche que nos habita…
*** Daniel Omar Granda ***
«Morir es dormir. ¿No más?
Morir es dormir… y tal vez soñar.»
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