MASCARADA (262)

Durante todo el día sufrí la horrible sensación del abatimiento. No recuerdo que sucediera nada importante pero, en días como este, quisiera poder manejar el tiempo a mi antojo, rebobinar mis recuerdos como una vieja película. Si pudiera hacerlo, seguramente, algún extraño actuaría mi personaje hasta detenerse frente a un espejo de cuatro hojas para verse reflejado en él muchas veces, desde distintos planos, sin que ninguno de ellos fuese el último, o el primero y único, y por tanto el verdadero. Es como ver a todas mis imágenes desde atrás de mis ojos. Me veo mirándome y sé que hay otro que me mira y es mirado a su vez por otro y por otro. Siento vértigo y me detengo. Camino a tientas sobre una fina y quebradiza capa de hielo: ¿Imaginación o locura? ¿Dónde estará el límite?

Como un ciego, ante lo absurdo del silencio, me agazapo y los ruidos familiares me devuelven la noción de las cosas. Para dormirme busco imaginariamente un punto blanco que va creciendo desde el centro mismo de la oscura concavidad de mi cabeza hasta fundirme en él.

Estoy atado a la noria del destino. Suena el despertador. Lo apago. Si no me levanto de inmediato ya no me levantaré y me incorporo. La cama está tibia, terriblemente tibia, dolorosamente tibia pero, a pesar de su tibieza, ya puse la pava sobre la hornalla. Abro el grifo de la lluvia y la pava está silbando una melodía más apropiada para el café que para el mate con agua hirviendo. Me estremezco con el agua caliente pero sé que es la primera impresión por la diferencia térmica con mi cuerpo. Además, si abro la canilla del agua fría, al rato voy a estar tiritando porque la llave no se puede regular. Este filtro está demasiado viejo, por eso tarda tanto en dejar pasar el agua para hacer café a la vieja, mañosa y lenta cafetera.

Voy a la pileta del baño donde me afeito. Miro el reloj de la cocina, va a ser necesario que me apure. Jamás logré llegar a horario al trabajo. Aunque me levante con el tiempo suficiente, doy vueltas y vueltas como un maniático, de la cocina al baño, del baño al dormitorio y otra vez a la cocina y siempre me falta algo por hacer. Sin darme cuenta embadurné con crema de afeitar el borde del pocillo y ya tendría que estar viajando. Me quedo mirando esos ojos que me miran desde atrás del espejo, mientras me afeito. Repaso con la mano del revés el mentón y la barbilla para asegurarme que no quede ningún pelo rebelde. Son buenas y prácticas estas maquinitas descartables, a pesar de que todos los días me prometo para mañana dejarme crecer la barba. Me guiña un ojo y sonrío. ¿Será una fina capa quebradiza o simplemente un juego? Me anudo la corbata y esta vez, sus manos se detienen en el nudo filipino corrigiendo los últimos detalles, para saludarme a continuación con un gesto familiar, como diciendo: ¡Ya estás listo!

Al cerrar la puerta, tanteo maquinalmente el bolsillo inferior del saco. Tal vez no sea tan peligroso. Sin pensarlo más, me sumerjo como otros en el río laburante del que deja pasar las horasdelosdíasdelosmesesdesusaños y sin saberlo.

Antes creía que el Banco era un submundo particular y brillante. Que todos los que atravesaban por sus puertas giratorias eran seres especiales que vivían rodeados de prestigio. Que hacían cosas importantes. Los imaginaba detrás de macizos escritorios de caoba, manejando el destino de cientos de empleados, resolviendo intrincados juegos bursátiles que nunca lograría entender. Ahora veía con más claridad. En realidad eran insignificantes pigmeos disfrazados de prohombres. Blandían sus atachetes como si fuesen los escudos nobiliarios que mostraban su rancio abolengo.

Fuente de la imagen

– ¡Suárez! ¡Usted siempre en Babia!…, el grito del jefe me trajo a la realidad del Banco en el que trabajaba.

– ¡A ver si se apura con esas notas de crédito!

Cuántas veces soñé con levantarme lentamente, muy lentamente, caminar los cinco o seis pasos que me separan de su escritorio mientras mis compañeros me miran asustados como agarro a Gutiérrez por la solapa y le digo lo que pienso de él, de su Banco y de los enanos que me rodean. Al darme vuelta, noté que Gutiérrez me miraba y arrobado, empecé a golpetear las teclas de la máquina de escribir de mi mesa de trabajo.

En esta media hora que tenemos para merendar, al menos, puedo mirar a los demás a mi antojo. Fernández siempre el mismo, sumerge tanto la medialuna en el café con leche que cuando la va a comer, se chorrea todo. Me prometo que ésta es la última vez que me grita. La próxima vez…, la próxima vez sé que me voy a quedar mirando con bronca como ahora. Jorge ya cerró la puerta de acceso. Al menos hasta mañana no voy a tener que soportar a los enanos. Cuántas veces me dije que tendría que cambiar de trabajo. ¿Cinco, seis, mil? ¿Y si doy vuelta la máquina y me escapo? Adónde voy a ir. Ya deben ser las siete, porque empezaron a levantarse. Ésta es la última vez que le soporto una impertinencia.

– Hasta Barracas, por favor –digo, alcanzándole como puedo el cambio al chofer del colectivo. Éste, seguro que se baja en Plaza Italia. Me pongo a su lado para evitar que me roben el asiento. Al bajarme en Barracas, lo miro con bronca pero no parece darse cuenta. Al menos, hoy no tengo que hacer las compras. Enciendo el televisor pero no lo miro. Me disgustan las casas en silencio y más aún, me disgusta comer sólo. El pan y las cosas simples son para disfrutar con otro. Debe ser lindo esperar a alguien o que lo esperen a uno.

Mañana, cuando salga del Banco, voy a ir al cine y a ver a las nenas. Gutiérrez. Pienso en él antes de dormirme y nuevamente me grita que termine mi trabajo cuanto antes porque el jefe está apurado por el cierre de las operaciones y los enanos comienzan a subirse al mostrador con sus atachetes mientras vociferan cosas incoherentes y Fernández se atraganta con otra medialuna devorada velozmente mientras que el tipo de la ventanilla amaga con bajarse en Plaza Italia pero no se decide porque busca porque busca no apagué el televisor quizás mañana sí mañana…

Furiosamente tanteo hasta lograr encontrar el despertador y lo apago. Debo levantarme. Es preciso. No quiero ver la cara del jefe de personal insinuando: ¡Otra vez, Suárez! Me levanto sin poder alejar la tentación de mirar la cama revuelta y tibia. Terriblemente tibia. ¿No sería más fácil y sencillo comprar una afeitadora eléctrica que estar todos los días sufriendo esta mutación? ¿Por qué me miran con esa insistencia? Si yo tuviese otra actitud con Estela, es probable que lográsemos volver a convivir. Definitivamente, tengo que aceptar que soy insoportable.

– ¡Sí! ¿Qué mirás?, in-so-por-ta-ble. ¿Estaré loco realmente o es pura soledad? Las ocho y media y aún no me duché. Hoy sin falta me compro un filtro nuevo o, tal vez una de esas cafeteras eléctricas que se enchufan y chau. Siempre el café listo para tomar. Son vivos los yanquis, se las piensan todas. Igual, estoy seguro de preferir a mi viejo filtro subdesarrollado. Al menos puedo pensar en él. ¡Otra vez! ¿Por qué carajo no se comporta como un espejo formal y deja de indagarme? Va a llegar el momento en que no lo soporte más y lo rompa en pedazos. ¿Qué buscás? Todo tiene un límite. Tarda tanto este filtro que cuando empieza a pasar el agua ya se me secó el jabón de la cara. Definitivamente voy a tener que pensar en comprarme la eléctrica.

– ¡Basta de joder y hacé lo que quiero que hagas! Mi imagen no me responde y no hay nada tan molesto. Es necesario someterla. No permitirle que me use de trampolín para escapar de donde necesito que esté. Sin ella en su lugar, es imposible tener ideas claras acerca del espacio o del tiempo. Tampoco elaborar un concepto del orden. Es como estar frente a un espacio sin límites y sin los márgenes necesarios para asirse a la realidad. El café está hirviendo y son las nueve. Si no me apuro, no llego y voy a tener que buscar alguna excusa.

Gutiérrez me hace sentir como un idiota cuando tengo que poner alguna cara convincente para acompañar a mis palabras.

–  ¡Dejá, por favor, de hacerme muecas! ¡Por lo menos, repetí las mías!

Voy a buscarme otro trabajo. Algo que me permita ser yo mismo.

– ¡Sí, yo mismo! ¿De qué te reís? ¡Basta, terminala de una vez! ¡La corbata me gusta así y…, punto! ¡Basta! ¿No entendés? ¡Me tenés podrido!…

Fue tal el puñetazo, que el espejo se quebró en mil pedazos y la habitación se llenó de ruidos y de miedo. Un frío helado me atenazaba. Miré mis puños y vi los nudillos ensangrentados. Jadeaba intentando controlarme inútilmente. Lo terrible era que, a pesar de mis esfuerzos, ellas se burlaban de mí y ya no era una, sino tantas como trozos en los que se había roto el espejo. Estaba atrapado y lo sabía. Comenzaron a desprenderse de mí. Primero, ganaban el borde superior de cada rajadura para luego deslizarse por el mismo, jugando por las canaletas, como si fuesen toboganes conectados entre sí, hasta llegar al suelo. Desde allí, crecían y crecían, hasta cobrar mi exacta estatura.

Estoy soñando. Es probable que esté en el Banco, rodeado de los enanos y, por extraña coincidencia, se me parecen. ¡Gutiérrez, necesito que me grite! ¡Gríteme, por favor! ¡Por favor, Gutiérrez!

El sollozo no me permitió seguir. Ellas me miraban en silencio. ¿Cuántas eran? ¿Diez, veinte? No podía saberlo con certeza. Sólo era consciente de que me rodeaban en silencio y me miraban.

– ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? -alcancé a decir.

Sonrieron. Una, que por su aplomo parecía llevar la voz cantante, dijo:

– ¿Cómo qué quienes somos? Si lo sabés  -me miró fijamente y tuve miedo.

– ¡Tus máscaras! Las que te ponés todos los días  -me gritó una desde atrás y a la que no pude llegar a identificar.

– ¿Si querés, nos presentamos? -dijo otra burlonamente.

Ya no me era posible escapar de la responsabilidad de enfrentarlas cara a cara. Sentía que las odiaba y las amaba al mismo tiempo. En la elaboración de cada una había puesto mi vida. Eran todas mis actitudes cotidianas. Los gestos y las muecas. Lo más querido y lo más odiado de mí mismo, estaba frente a mí.

– ¡Era hora! –dijo otra-.  Creí que no ibas a dejarnos nunca en libertad y, por cierto, ya me estaba ahogando entre mis estrechos límites del señor bonachón, rostro ingenuo, ojos entre dulces y empalagosos; actitudes estúpidas a las que me habías condenado. Quise hacer un gesto y explicarle que me era necesaria. Que sin ella no iba a saber cómo enfrentar las cosas que me conmueven. Cuando estaba a punto de hablarle, otra me empujó por los hombros obligándome a voltearme para enfrentarla. Era la que habló en primer lugar y esta vez dijo:

– ¡Y a mí que me importa que vos nos necesites! ¡Es hora que entiendas que poco me importan tus miedos, ni los de nadie! ¡Yo soy fuerte, me basto sola; vos me enseñaste a crecer peleando; a parapetarme en el orgullo cuando creía flaquear; a pegar antes de que llegue la respuesta! ¡No te necesito!  –concluyó.

En ese instante se hizo un profundo silencio. No encontré respuestas. Quise hablar pero me atajó un sollozo sin ruidos, una mueca de dolor suspendida en el aire, unos ojos secos la enmarcaban componiendo un rostro. Tuve que hacer esfuerzos para comprender que era el mío. Recorrí las máscaras una por una. Creí ver la Ternura y sentí miedo de que me abandonara. Traté de explicarle que no iba a saber cómo enfrentar a mis hijas sin ella. Que la necesitaba. Se dio vuelta, dándome la espalda.

– Te explico,  -dijo otra con tono doctoral- ¡Esto que está sucediendo, puede ser…, ¿o no?  –afirmó, mientras reía como una loca.

– ¡Dejalo en paz, no ves que sufre!  -dijo Ternura.

– Tal vez, puede ser…, ¿o, no?  – y siguió riéndose.

– ¡Bueno, basta! –ordenó otra muy seria que hasta el momento no había intervenido  -¡Ya está decidido!  ¡Nos vamos!  ¡Es la hora! Y sin que nada pudiera hacer, se fueron, una tras la otra.

Quedé inmóvil. Nuevamente la vida se mostraba como un pasajero necio, que no acepta el ciego traqueteo de andar y detenernos; no vive del ensueño. Creamos nuestra propia mentira construyendo una sólida catedral de nosotros mismos, sudando y amasando la imagen que diariamente alimentamos para terminar aceptando, que somos la insignificante partícula de una mentira mucho mayor que nos trasciende. A veces, hermosamente gratificante, pero no por ello menos mentira. Siento náuseas y quisiera vomitar todo el abecedario para encontrar una sola palabra que me justifique.

Estoy parado frente al espejo del ropero y sólo se refleja el hueco del pasillo que está a mis espaldas. Lo único vivo en mí es el horror, el silencio y esta extraña sensación de liviandad que siento en las piernas que cuelgan de la cama. Un rayo de luz se filtra por la claraboya intentando atravesarme. Logro detenerlo proyectando mi negrura contra el suelo y casi pego un grito de alegría al darme cuenta. Estoy vivo. Todavía puedo enfrentar la luz y derrotarla.

Corría y reía. Saludaba a todos pero nadie me veía.

– ¡Estoy vivo y la luz lo sabe!  -grité con bronca y el frío de las baldosas en contacto con las plantas de mis pies, me permitieron darme cuenta que estaba ridículamente desnudo en la avenida. Quise regresar de inmediato cuando, por la mitad de la cuadra en la que estaba, avanzaba una señora gorda hacia la feria. Venía perseguida  por un grupo de chiquillos que se burlaban ruidosamente de su changuito pintoresco. No atiné a hacer ningún movimiento. En fracciones de segundos, busqué las excusas más racionales que pudieran justificar mi distracción.

Al cruzarme en su camino, la señora no hizo el menor gesto que pudiera denotar su disgusto o, la sorpresa por mi desnudez. La seguí con la mirada hasta el codo de la esquina, donde desapareció. Quedé anonadado, reaccionando al instante al verme rodeado por los chicos que se reían a carcajadas, señalándome con su asombro.

– ¿Qué hacés en pelotas en medio de la calle? -dijo un rubiecito que no tendría más de nueve años.

No supe que responder. Me lo quedé mirando estúpidamente. Levanté los hombros y le acaricié la cabecita enmarañada, revolviéndole el pelo con la mano.

– ¡Vení con nosotros!  -dijo un gordito muy serio, no mayor que el anterior.

– ¡Sí! ¡Vamos a jugar a la rayuela!  -terminó por gritar el más chiquito de los tres, una vez que logró contener la risa inicial.

Y sin pensarlo, salté sobre ellos para ponerme en cuclillas, cuatro o cinco pasos más allá de mi miedo y poder llegar al cielo.

*** Daniel Omar Granda ***

Daniel Omar Granda

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