Cuando supe que te disponías a saltar y salirte del encierro de esa pareja que te ahogaba y no te dejaba vivir; no podía creerlo. Al principio me dio miedo, después te busqué por toda la ciudad. Cavilando recuerdos, recorrí uno a uno los lugares comunes y sin poder encontrarte. En cada lugar, en cada mesa que nos había cobijado, fui recogiendo los pedazos de nuestra propia historia. Las angustias, las dudas, las ganas contenidas, los temores sensatos y de los otros. Sobre todo de los otros, el miedo a volver a equivocarnos.
Los espacios no existen sin nosotros. Sólo a partir de nuestra propia geografía cobran sentido. Sin nosotros son solamente espacios vacíos que podrían ser otros y daría lo mismo. Por alguna extraña alquimia, cada lugar que recorría, me devolvía al instante un pedazo de la historia. Y así te fui construyendo o modelando a mí antojo, ¿Quién sabe? ¿Quién quiere saber? Aquí empezó todo, en este café que hoy se mostraba silencioso y olía a desayuno. Un tibio sol templaba la mañana y entonces me senté en mi mesa -mi mesa- que tiene que ver con mi propia geografía. Pedí café y esperé tontamente verte aparecer.
A través de la ventana, la plaza hormigueaba gentes que le hacían cosquillas con el taconear de los zapatos. Los canillitas voceaban las últimas noticias de los periódicos y ofrecían las historias del día en sus pequeñas manos de niño explotado por la pobreza. Un viejo linyera, con un largo piloto mugriento, raído de tiempo y de ausencias, cruzó en diagonal a mi ventana conversando con sus perros. Caminaban iguales, el viejo y los perros, con el paso cansino, bamboleante y sin ningún apuro aparente; buscando por el suelo algo que le sirviera para vender o canjear y así, engañar las tripas por algunas horas. Esperé un rato y decidí buscarte en otras madrigueras. Todo fue inútil, debía esperar a que me encontraras. Siempre debía esperar y ya se me estaba haciendo costumbre. Decidí entonces volver al lugar donde te conté aquella vieja leyenda, del pueblo guaraní, acerca de los pequeños Isondúes; los pequeños bichitos de luz que Aña, el dios del mal, perseguía por los campos para atraparlos y destruirlos. Mientras que Tupá, el dios de la bondad, los protegía impidiéndoselo. Recuerdo que te dije, en aquella oportunidad, que lo que deseaba era poder atrapar esa chispa en tus ojos y que por eso, te contaba la historia de los indios guaraníes y de los Isondúes:
Dice la leyenda que había en el pueblo un luminoso indio guaraní que atraía a la vez admiración, odios y amores. Se llamaba Isondú. Era de esas personas que hacen que parezca fácil cazar bien, pescar aún mejor y gustarles a todos. O a casi todos. Porque Isondú llegaba y las jóvenes no buscaban excusas para acercarse. Simplemente venían a mirarlo, a conversar con él. Y lo rodeaban los amigos. Donde estaba Isondú había acción y risas. No era su intención, pero se destacaba de los demás. Como si tuviera una luz propia.
Los que no se agrupaban junto a Isondú, los que no lo querían, empezaron a sentir que se perdían bajo su sombra. Se quedaban mirándolo, en la oscuridad. Primero solos, impotentes. Después juntos, envalentonados, compartiendo la envidia. Pensamientos de oscuridad. Isondú lo supo aquella noche, cuando cayó en una trampa cara cazar animales y sus envidiosos enemigos se abalanzaron sobre él y lo despedazaron todos juntos, a la vez y por sorpresa. Le hicieron muchas heridas. Tantas heridas por donde se vertía profusamente la sangre de Isondú hasta que murió. Pero él era un indio de este mundo y de otros mundos. De hecho fueron sus heridas las que cambiaron de color. Se aclararon, se volvieron blancas y brillantes. Y con la ayuda de Tupá, se fueron volviendo en lucecitas con alas que se desprendieron del cuerpo tomando vuelo. Se fueron agrupadas como pedacitos voladores del cielo. Se transformaron en las luciérnagas que antes no existían. Desde esa noche, entre los ríos Paraná y Uruguay, hay una zona donde es casi imposible que alguien se deje ganar por la oscuridad del camino con la ayuda de los isondúes.
*** Daniel Omar Granda ***
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