Fermín era muy ingenuo. A tal punto, que los muchachos del café lo cargaban porque se creía todo; o casi todo. Siempre dudé si lo suyo era ingenuidad o una increíble capacidad de asombro. Era capaz de andar por el barrio buscando tréboles de cuatro hojas o a un gato con dos colas. Aquella vez la broma había llegado demasiado lejos, casi hasta la crueldad.
Cuando lo crucé en la esquina del quiosco del Tano, sus ojos extraviados buscaban frenéticos en cada rincón de la vereda. Intenté disimular mi asombro cuando me preguntó si yo también sabía. ¿Si sabía, qué? -le dije- y Fermín no me dio tiempo a nada. Sin que pudiera articular palabra, pegó un salto desmedido y siguió como poseso buscando en la vereda.
En el café, como era habitual, estaban todos. El Moncho y Pericles jugaban al billar en el fondo y, en una mesa sobre la ventana, Jorge, la Renga y Benítez no se perdían un sólo movimiento de las desventuras del pobre Fermín.
Había veces que trataba de tomar distancia y ver las cosas desde otra perspectiva. Sabía que era inútil pasarse las horas en el café, haciendo como dice Charly García, -filosofía barata y zapatos de goma-, pero inevitablemente aprendiendo de la biblia y del calefón.
Lo que nunca acepté, era esa suerte de placer perverso que movía a la Renga a ensañarse con el pobre Fermín. Evidentemente lo disfrutaba, como una pequeña revancha cotidiana. Casi podría decirse que necesitaba hacerlo.
Le pedí un café al Gallego, con el típico gesto de señalar la tacita. Desde la ventana todos seguían los pasos de Fermín y se reían, comentando las alternativas posibles de la cargada.
Resultaba que la Renga le había hecho creer que leía el futuro en la borra del café. Le habían montado todo el circo, leyendo primero las posibles desventuras que le sucederían a Benítez, en un próximo viaje que iba a realizar hacia la costa atlántica.
Benítez consultaba y la Renga ahondaba en detalles sobre como se iban a desarrollar los acontecimientos, anticipaba los importantes pedidos que le iban a hacer los clientes de Santa Teresita y auguraba varias situaciones difíciles que se le presentarían con la policía caminera, que estaba en pleno operativo de verano.
Fermín se creía todo. No tardó en entrar por el aro y le pidió a la Renga que le dijera lo que veía en la borra de su café. Primero se resistió a creerlo pero después, se fue convenciendo de que era posible que se le diera un golpe de suerte. Encontrar una fortuna escondida, o mal enterrada, no debería ser muy difícil. Lo que pasa es que siempre andaba distraído y no le prestaba atención a lo que podía estar tirado en la calle. Así que saludó y, con cierto disimulo salió apurado del café en busca de la suerte.
Desde la ventana los muchachos seguían con la mirada la frenética búsqueda de Fermín, divirtiéndose a su costa toda la mañana.
Jorge, que era un poco más piadoso, trató de disuadirlo en una de las tantas veces que volvió a pasar cerca de su mesa. Pero no había caso. Así como era de ingenuo era de testarudo. Estaba convencido de que la Renga no le mentía y, que alguna vez se le tenía que dar. Siguió buscando.
Como mucha gracia no me causaba la broma porque me resultaba un buen tipo Fermín, me puse a seguir las carambolas del Moncho que era un maestro con las tres bandas. Cuando de repente se hizo un silencio tan pesado como noche de verano. Fermín entró al boliche, se acodó en la barra, y a los gritos pidió una vuelta para todos exhibiendo impúdicamente un billete de los grandes en su mano derecha. La Renga, verde de rabia, quiso saber lo que había pasado y Fermín que le decía:
– ¡Gracias, hermano! ¡Me salvaste! Yo sabía que no era una joda, lo sabía… Y salió corriendo del boliche, no sin antes mostrarle a la Renga una billetera repleta de dinero que encontró tirada en el árbol, justamente en la esquina del café, en el lugar que él le indicara.
*** Daniel Omar Granda ***
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