Quizá esta no sea una historia cualquiera. Es algo más que una heroicidad escrita sobre un papel. Algo más que un sacrificio marcado a fuego. Solamente podemos llamarlo: «ganas de vivir». Auténticas ganas de darle la vuelta a la última partida contra la muerte y derrocarla. Qué os puedo contar sobre el hecho de ir al hospital por alguna dolencia y salir de allí con un informe que dice claramente que, en palabras que todos entendamos, somos portadores de algún tipo de cáncer. No puedo imaginarme lo que se te puede venir a la cabeza en esos momentos. Tampoco lo que puede sentir tu familia. Supongo que es un dolor indescriptible, un peso que hace que tu cuerpo no reaccione, una serie de pensamientos que no pueden llevarse a cabo porque la vida sigue y no es momento de que nuestras fuerzas flaqueen.

En líneas generales, pienso mucho en cierta persona que, a pesar de detectarle leucemia, siguió con su vida, por mucho que ésta le estuviese ahogando. Él ha sido uno de mis mejores amigos. Ese tipo de amigos que cuentas con los dedos de una mano. Ese que siempre es el primero al que cuentas. Él influyó mucho en todo lo que llevo escrito desde que murió. Falleció en 2001, dos días antes de la destrucción de las vidas de miles de personas, de sueños por alcanzar, de romperse familias. Dos días antes de caer las Torres Gemelas.

Recuerdo aquel día como si hubiese sido ayer. Un 9 de Septiembre de 2001 comenzaba para mi una nueva andadura, un trabajo fuera de mi hogar, de «la mi tierrina». Mi estancia en Madrid durante unos años no empezaba nada bien. Con apenas 21 años, nos dejaba. Aquella noticia me hundió bastante y, es a día de hoy, que aún sigo recordándole muy a menudo. !Cómo no!. Personas así, cuesta muchísimo olvidarlas.

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Poco antes de su muerte, consiguió reunir a varios de sus mejores amigos. Un sábado de noche salimos cuatro amigos a tomar algo y distraerle un poco de su penuria. A pesar de sacar fuerzas de donde no quedaba nada, él quería intentar disfrutar un poco charlando y riéndose con nosotros. La verdad que, viendo cómo estaba ya, poca era la gracia que podíamos infundirle. Era un sábado noche muy amargo, pero íbamos a hacer todo lo posible para cambiarle los planes y, al menos, intentar pasárnoslo lo mejor posible. No hacía muchos días que había salido del hospital después de estar varios meses ingresado. La enfermedad estaba haciendo bastante mella en él. Si no recuerdo mal fueron casi 6 meses allí encerrado y bastante aislado sin poder ver más que a algún familiar.

La cuestión es que, días después de salir del hospital y reunirnos, conseguimos estar juntos, aunque pocos, pero animarle y divertirnos con él por las calles del Antiguo de Oviedo. Le llevábamos casi en volandas porque apenas podía mantenerse en pie. Su piel, a pesar de ser casi de noche se tornaba amarillenta. Los rasgos de la cara eran de un moribundo y ya casi no tenía pelo en la cabeza, ni apenas cejas, barba, pestañas… Era una especie de cadáver andante. Recuerdo que la gente nos miraba sin cesar. Éramos todo un espectáculo por las calles ovetenses. Parecía que pronosticaba ser su mejor noche durante aquel calvario.

Para los más veteranos del municipio, seguro que recuerdan un pub clásico llamado “El Equilibrio”, muy cerquita del Conservatorio de Música. Allí había, y creo que aún sigue habiendo, un pequeño parque cercado por un bordillo bastante alto, donde la gente solía sentarse a tomar sus copas, sus cervezas o hacer el típico botellón. Un tiempo en que no había tantas prohibiciones de salir fuera del local con las consumiciones. Está claro que hablamos de otros tiempos. Aunque parezcan tan lejanos.

Eran poco más de las dos de la madrugada y, mientras dos del grupo iban a pedir a la barra, yo me quedé unos instantes con él. No paraba de mirarle. Me asustaba, entre comillas, su aspecto. Le dije que no le veía nada bien. Ni por asomo le veía un ápice de sentir algo bueno en su cuerpo. Le pregunté el porqué de querer salir con nosotros aquella noche. Había cosas que no me cuadraban. Mirándome fijamente, con voz temblorosa y empezando a derramar las primeras lágrimas por sus mejillas, me dijo:
«Siento como mis fuerzas me están abandonando por completo. No es que desista de seguir luchando, es que ya no puedo aguantar más. Y está claro que no es para demostraros lo bien que estoy. Salta a la vista que ya estoy más muerto que vivo. Si estoy hoy aquí, es para poder despedirme de vosotros, como os prometí. Os dije que siempre hay tiempo para la despedida. Solamente os pido una cosa, que no me olvidéis. Te lo digo a ti, que sé que lo vas a poder cumplir. Una vez me dijiste que era como tu Icaro personal, un luchador incansable por seguir libre y evadir la muerte cada día. Ojalá, aunque creo que lo conseguirás, que me puedas dedicar una canción. Tengo un sueño que creo que comparto contigo. Haz lo posible para hacerlo realidad, por favor”.

Concluyó diciéndome:
«No te pido nada más. Me siento orgulloso de haberte conocido y no le digas nada a los demás. Sinceramente, la gente que te conoce, o te tienen como amigo o es mejor que no te hayan conocido. Gracias por todo«.

Como consejo, no dejemos nunca de decir un “te quiero”, un “te amo” o un “te aprecio”, ya sea a nuestros amigos o amigas, a nuestros padres, a nuestras familias. Como dice la canción: “hoy estamos aquí, pero mañana quién sabe”. La vida dura tan sólo lo que esté escrita. ¡Nadie lo sabe!.

Jamás te podremos olvidar, Jony. Que la tierra te sea leve.

*A la memoria de Jonathan Rosado Rancaño (DEP)

Icaro

Generación del '77. Nacido en Reggio Emilia y criado en Asturias. Enamorado de la música; de mi mujer, Elena y de mi niña, Gaia. Apasionado del cine de terror, la ciencia ficción, la montaña, la fotografía y la comedia. Letrista de grupos pop, rock y metal desde Octubre de 1999.

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